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Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

No podrás esconderte (7 page)

BOOK: No podrás esconderte
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—Te echo de menos, papi.

—Yo también te echo de menos, cariño. ¿Qué has hecho hoy?

—Hemos ido a los columpios, oh, y después al tobogán. ¡Me he tirado por el tobogán treinta veces!

—Eso está muy bien, cariño.

—¡Tal vez fueron cincuenta!

—¿De verdad? —dijo Dark—. Eso es mucho.

Dark sabía que debía apartar la vista de la pared. Cerrar los ojos. Algo, cualquier cosa. «Presta atención a tu hija, gilipollas». Pero sus ojos se negaban a moverse. Su mente estaba esperando a que algo se liberara en su interior. ¿Por qué el asesino había elegido colocar el cuerpo de Green en esa postura? ¿Había algo que se le escapaba en el contexto de la escena del crimen? Era frustrante tener tan sólo acceso a unas cuantas piezas. Para hacer aquello bien, Dark tendría que estar allí. Ver el cuerpo. Olerlo. Tocarlo.

Un momento después, una vocecita dulce lo sacó de su estado de fuga.

—¿Papi?

—¿Eh? Sí, cariño.

—La abuela dice que ahora tengo que irme a la cama —dijo Sibby.

Antes de que Dark pudiera contestar se oyó un suave clic. Sibby se había ido. Dark se apoyó en el respaldo de la silla, cruzó los brazos y cerró los ojos. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué seguía haciéndose eso a sí mismo? No era su caso. No era asunto suyo. A veces deseaba poder desconectar para siempre. Concederse seis meses de vida normal. Recordar lo que se sentía y, entonces, quizá, volver a sentirse bien.

II

EL LOCO

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fool

Falls Church, Virginia

Jeb Paulson intentó recordar dónde se encontraba y qué estaba haciendo. No pudo, y eso lo aterrorizó. Incluso después de haber dormido profundamente, su memoria siempre se recargaba en un momento. Más extraño aún era el hecho de que pudiera ver el cielo estrellado y respirar el aire frío de la noche. Debajo de las puntas de los dedos percibía una sustancia adhesiva. Nada tenía sentido. Ni siquiera estaba seguro de qué día era. Fin de semana, pensó. Sí, tenía que ser fin de semana.

—Arriba —ordenó una voz.

Sintió el contacto metálico de algo en el costado de la cabeza. El cañón de una pistola. Paulson comenzó a volverse en esa dirección cuando la voz seca volvió a ordenarle:

—No se vuelva. Sólo levántese.

Paulson se puso de pie lentamente. Estaba temblando como si tuviera fiebre y sentía un hormigueo en la piel.

—Ahora camine.

La pistola se le hundió a la altura de los riñones. Sus músculos estaban hipersensibles al contacto. El más leve roce era una verdadera agonía. No se había sentido tan mal desde su última gripe hacía ya un par de años.

—Siga andando —ordenó la voz.

A medida que avanzaba a través del tejado alquitranado, Paulson se dió cuenta de dónde estaba: en la azotea de su propio edificio de apartamentos. Reconoció las copas de los árboles al otro lado de la calle, las líneas telefónicas y el parque un poco más allá. ¿Qué estaba haciendo allí arriba?

«Un momento…». Su mente comenzaba a aclararse. Lo último que recordaba era haber sacado a su perro
Sarge
a dar un paseo. La noche del domingo, después de cenar. Durante esos paseos se le ocurrían las mejores ideas. De modo que, sí, había estado paseando a
Sarge
y pensando en Martin Green, preguntándose cuál sería el paso siguiente, tratando de anticiparse al próximo movimiento del asesino. Y luego se había despertado en la azotea…

No. No era eso lo que había ocurrido. Antes había pasado algo más.
Sarge
ladraba, él intentaba abrir la puerta, esperando llegar a casa antes de que Stephanie se durmiera.

«Oh, Dios santo. Stephanie».

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Paulson—. ¿Quiere hablar conmigo? ¿Se trata de eso? ¿Tiene algo que decirme en privado?

—Siga andando.

—¿Sabe?, pronto me quedaré sin tejado.

—Deténgase cuando llegue al borde —ordenó la voz—. Quiero enseñarle algo, agente Paulson.

—¿Y si no lo hago?

—Le pegaré un tiro y luego bajaré a hacerle una visita a Stephanie.

En ese momento, Paulson sintió que le hervía la sangre en las venas. Quería darse la vuelta y simplemente aniquilar a ese cabrón por atreverse a amenazar a su esposa. Recibiría un balazo… o tres o cuatro si era necesario, no le importaba. Tenía que detener a ese hijo de puta de inmediato, antes de encontrarse completamente indefenso. A su merced. Incapaz de salvar a Stephanie.

Pero se suponía que no era así como debía comportarse un agente de Casos especiales. No arrinconabas al monstruo: lo sacabas de su madriguera. Paulson se maldijo. Él era más inteligente que eso. Estaba permitiendo que aquel cabrón manejara la situación.

De modo que siguió avanzando hasta el borde de la azotea. Cuando miró hacia abajo sintió que se le encogía el estómago. Nunca había sido un fanático de las alturas. En realidad, las evitaba siempre que podía. Pero si lo obligaban, ¿podría saltar al vacío? A unos dos metros a la derecha se extendía el saledizo de un balcón. Caería demasiado rápido para cogerse de la barandilla. Pero si daba un pequeño salto, incluso uno o dos pasos, quizá pudiera conseguirlo…

—¿Qué es eso que quiere enseñarme? —preguntó.

—Busque en el bolsillo de su bata.

Paulson se quedó de piedra. No recordaba que llevara bata. Miró hacia abajo y comprobó que llevaba la ropa de otra persona. Joder… ¿Qué coño había pasado? ¿Quién le había hecho eso? Sólo había salido de su casa a pasear al perro. Lo último que recordaba haberle dicho a Stephanie era que volvería en seguida. ¿Cuánto tiempo había estado fuera? A esas horas, su mujer debía de estar terriblemente preocupada.

A menos que aquel cabrón hubiera estado antes con ella…

—Haga lo que le he dicho. Ahora.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Paulson.

Metió la mano en el bolsillo preparándose para lo peor. Palpó algo duro y elástico que parecía un cable de plástico e inmediatamente su cerebro gritó: «¡Bomba!».

Pero no, en el extremo del cable había algo suave y plumoso. Apretó con cuidado el cable entre los dedos y sintió que algo le pinchaba la yema del pulgar. Cuando sacó el objeto del bolsillo, Paulson ya sabía lo que era.

Una rosa blanca.

Eso hizo que en su interior se disparara una alarma peor que la provocada por la idea de una bomba. Significaba que su asaltante estaba escenificando algo. Quería que Paulson sostuviera esa rosa. Vestido con una bata. En el borde de un tejado. De pronto, a un nivel puramente instintivo, supo quién era el hombre que estaba detrás de él. De todos los errores que un novato podía cometer, ¡permitir que un asesino te siguiera hasta tu propia casa…! Paulson se volvió y…

Algo duro impactó detrás de su muslo derecho.

Perdió el equilibrio y cayó desde el borde de la azotea. Trató desesperadamente de aferrarse a algo…, cualquier cosa. No fue hasta un segundo después cuando consiguió abrir la boca y gritar.

Capítulo 12

UCLA, Westwood, California

Una vez que dió por terminadas sus clases del lunes, Dark había dedicado suficiente tiempo al tema forense —
The American Journal of Forensic Medicine and Pathology, Science & Justice, el International Journal of Legal Medicine, la Forensic Science Review
— en la biblioteca del campus. Blake no había aparecido por su despacho y Dark supuso que ella terminaría el trabajo de investigación que estaba haciendo sin su ayuda vital. Era hora de regresar a casa.

Se dirigió a la zona de aparcamiento bajando por la larga escalinata de Janss Steps, así llamada por los hermanos que le habían vendido los terrenos a la universidad. Era un lugar icónico: Martin Luther King y John Fitzgerald Kennedy habían celebrado mítines allí ante una verdadera multitud. Pero siempre que Dark bajaba aquellos escalones no podía evitar pensar: «Éste sería un lugar perfecto para un asesinato, algo sacado directamente de una película de Hitchcock. Una caída lenta y desesperada que no puedes detener, los brazos que se agitan en el aire, lajas de cemento implacables que se acercan velozmente hasta chocar contra tu cuerpo que gira sin control». Obviamente, eso sucedería a plena luz del día, pero ahí residía precisamente la belleza de la escena. Un montón de sospechosos potenciales y testigos potenciales demasiado concentrados en sus propios escalones como para prestar atención a lo que sucedía a su alrededor.

«Ya estamos con eso otra vez —pensó—. El asesinato en tu mente. Siempre. ¿Es que no puedes bajar un tramo de escaleras o mirar a un estudiante que corta un trozo de rosbif sin que tus pensamientos conviertan la escena en un asesinato?».

A medio camino de la larga escalinata de entrada a la universidad, oyó una voz que lo llamaba:

—¿Agente Dark?

Dark se volvió al tiempo que buscaba instintivamente la Glock que no llevaba encima. Unos escalones por encima de él había una mujer. No iba vestida como una estudiante y su ropa parecía demasiado cara para ser una profesora de la facultad. En sus ojos brillantes había una mirada de desconcierto.

—No se preocupe —dijo—. No voy a atacarlo. ¿Hay algún lugar donde podamos hablar?

El negó con la cabeza.

—No lo creo.

La mirada de la mujer se volvió dura e inexpresiva.

—¿No le resulto para nada familiar, agente Dark? Mi nombre es Lisa Graysmith.

El nombre no era desconocido para él, aunque no podía situarlo. Ella debía de haberse dado cuenta de que intentaba recordar, porque un momento después añadió:

—Usted conocía a mi hermana pequeña.

A Dark le llevó unos momentos más, pero luego recordó. Graysmith. Julie. Dieciséis años. Secuestrada, torturada y finalmente abandonada para que muriese por un monstruo al que Casos especiales llamó el Doble. El modus operandi del asesino consistía en hacerse pasar por alguna persona del entorno de la víctima, consiguiendo transmitirle así una falsa sensación de seguridad. Un amigo, quizá un miembro de la familia. Sus disfraces nunca eran perfectos, y confiaba demasiado en rasgos muy generales: un peinado, una determinada pose. Las víctimas —habitualmente adolescentes, a veces niños— nunca creían el embuste durante más de unos segundos. Pero eso era todo cuanto necesitaba el Doble —también conocido como Brian Russell Day— para consumar su acción.

Julie Graysmith había sido su última víctima. Dark y el equipo de Casos especiales habían conseguido atraparlo poco después, cuando intentaba confundirse con la multitud en Union Station, en Washington, D. C. Lo obligaron a revelar el lugar donde mantenía secuestrada a Julie, pero los agentes no pudieron llegar a tiempo para salvarla.

—No llegué a conocerla —dijo Dark.

—Creo que usted la conoció más íntimamente que nadie —repuso Graysmith mientras bajaba la escalera—. Intentó salvarla y, lo que es más importante, atrapó a su asesino. Quería tener la posibilidad de agradecerle lo que hizo por ella.

Dark consideró la situación durante unos segundos. Si esa mujer era realmente la hermana de la víctima no se merecía que la tratase con rudeza. A veces lo mejor que podías hacer por un familiar angustiado era simplemente escucharlo. Pero, a veces también, los familiares angustiados querían respuestas que no podías darles. O querían arrastrarte hacia algún tipo de acción legal.

Por otra parte, Dark ya no pertenecía a la División de Casos especiales. O sea, que aquella mujer sólo podía arrastrarlo hasta allí.

—Hay un lugar aquí cerca —dijo él.

Graysmith se ofreció para conducir. Dark accedió. Eso le daría la oportunidad de echarle un vistazo a su coche, que resultó ser un flamante BMW. Un coche de alquiler de alta gama. Vió el código de barras delator en el parabrisas, que la agencia de alquiler utilizaba para verificar la entrada y salida de los coches. Una vez dentro del pub, la mujer, que afirmaba ser Lisa Graysmith, pidió un té helado. Dark se decidió por una cerveza de barril. Una hilera de televisores de pantalla plana mostraba los momentos más importantes de diferentes deportes.

—Gracias por la cerveza.

—Abandonó Casos especiales en junio —dijo ella.

Dark la miró. Muy poca gente conocía la existencia de la división, y mucho menos las actividades de sus agentes. La prensa había cubierto la detención de Brian Russell Day, pero jamás se había mencionado su apodo y tampoco la participación de Casos especiales. Oficialmente, había sido el FBI quien lo había cogido. Ahora Day estaba esperando el día de su ejecución en una prisión de Washington.

Dark bebió un trago de cerveza y no dijo nada.

—No tiene por qué ser modesto conmigo, agente Dark —añadió Graysmith—. Después de que arrestaran a ese hijo de puta quise saber todo cuanto pudiera acerca del hombre que lo había atrapado. Estuve preguntando sobre usted.

—¿A quién le preguntó?

—Digamos que es probable que nos hayamos cruzado algunas veces en los pasillos en los últimos cinco años.

¿Acaso Graysmith estaba intentando decirle que trabajaba para el Departamento de Defensa? ¿Qué sabía de Wycoff y de su control secreto de Casos especiales?

Ella se inclinó hacia adelante y apoyó las puntas de los dedos sobre la mano de Dark.

—También estoy al tanto de la pequeña indiscreción de tres kilos y medio de Wycoff.

Dark apartó la mano, levantó su vaso y bebió otro trago de cerveza.

Ahora la mujer estaba alardeando. Casi nadie conocía la existencia del hijo ilegítimo de Wycoff. O su conexión con los asesinatos de Sqweegel.

—Está permitiendo que eche un vistazo a sus cartas —dijo Dark—, pero ni siquiera sé a qué juego estamos jugando. Si quiere algo, adelante, pregunte. Si está tratando de sacar algo de mí, sólo tiene que preguntar. Si no es así, podemos acabar nuestras bebidas y marcharnos de aquí.

—Usted atrapó a Day. A lo largo de los años consiguió atrapar a muchos monstruos como él. Es el mejor en su trabajo y ha dejado de hacerlo. No conozco la razón, pero creo que es un error.

—Gracias por su preocupación —replicó Dark.

—Eso no está bien. No puede abandonar ahora.

—¿A qué se refiere?

—Creo que los asesinos en serie son como el cáncer. Si puedes cogerlos a tiempo, salvas vidas.

—El FBI se encarga de eso, señorita Graysmith.

—No como usted. Es por eso por lo que se marchó, ¿verdad? Ellos se mueven demasiado despacio para usted, atascados en la burocracia. No confiaban en su instinto, incluso después de todos estos años. Querían que actuara siguiendo las reglas y, como resultado, murieron muchos inocentes.

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