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Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

No podrás esconderte (6 page)

BOOK: No podrás esconderte
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El editor del turno de noche de Slab abrió el correo electrónico a las 2.36 y lo colgó en el sitio web a las 2.37 hora del Este. Cualquier persona que tuviera un teléfono podía leer las palabras de Knack al instante. ¡Hurra, hurra! Otra primicia para Slab.

Excepto porque Knack odiaba tener que archivar la historia. Ahora incluso los sonámbulos periódicos más importantes conocerían la existencia de Green y allí iría a parar su texto, colgado en la red. Ahora estaría compitiendo por una historia que había sido suya hasta hacía unas horas.

Knack necesitaba que el asesinato de Green fuera suyo a cualquier precio.

Capítulo 9

Knsck se sentó en su coche alquilado y se metió en la boca otra pastilla de menta mientras sopesaba las posibilidades. ¿Podía tratarse de un simple robo con escalo que había acabado de manera trágica? No había forma de saberlo hasta que leyera el informe del forense y viera lo que le habían hecho al pobrecito Greenie.

¿Y si no se había tratado sólo de un robo? ¿Y si alguien, deliberadamente, quería a Green muerto? ¿Si quería verlo muerto porque era un tío horrible y malvado?

Hasta ahora, nada de lo que Knack había podido averiguar apuntaba en esa dirección, pero eso no significaba que no fuera verdad.

Knack bajó del coche y empezó a pasearse cerca de la casa. De vez en cuando, algún poli le decía que no se parara y siguiera su camino; entonces Knack le mostraba su tarjeta de visita del Departamento de Policía de Chapel Hill (otro regalo de su amigo en el cuerpo). El estómago de Knack se quejaba, pero no quería arriesgarse a alejarse ni cinco minutos para tomar un bocado de comida rápida. Si te ausentabas de la escena de un crimen aunque sólo fuera durante unos minutos podías perderte toda la función.

En lugar de eso, se metió en la boca unas cuantas pastillas de menta e intentó convencer a su estómago de que era comida de verdad. Antes solía fumar, pero aborrecía la forma en que los demás comenzaron a apartarse de él hacía unos años. De modo que lo dejó. Y ahora Knack consumía compulsivamente pastillas de menta. No podía esperar a acabarlas, de modo que las escupía cuando se habían convertido en un diminuto guijarro. Entonces se metía otra en la boca. A pesar de todo, la gente tendía a apartarse de él cuando abría la boca.

Knack estaba paseando alrededor de la casa, montando diferentes argumentos, buscando una forma de poder entrar, cuando vió que llegaba alguien interesante. Un tipo joven. Vaqueros, reloj caro, buenos zapatos y un coche de alquiler. No llevaba chaleco del FBI ni otro detalle que sirviera para identificarlo, pero prácticamente llevaba escrito «Federal» en la frente.

Oh, sí. Knack necesitaba averiguar quién coño era ese tío. Inmediatamente.

Claro, podía intentarlo con las fuentes oficiales, pero habitualmente esa opción era una absoluta pérdida de tiempo. En cambio, se acercó al coche de alquiler del tipo y probó la manija de la puerta del acompañante. No tenía el seguro echado. Le encantaba la absoluta seguridad que mostraban los agentes federales. Un tío llega a una escena del crimen llena de policías, ¿por qué habría de molestarse en echar el seguro a la puerta del coche?

Se inclinó sobre el asiento y abrió la guantera. Allí estaba, tal como había pensado. Una copia del contrato de alquiler del coche. Se suponía que uno debía llevarlo consigo, desde luego, pero ese tío probablemente se había limitado a meterlo en la guantera porque tenía prisa por llegar a la escena del crimen.

«Veamos quién eres…

»¿Señor Jeb Paulson?».

Knack apuntó el nombre, junto con la dirección y el número de teléfono, antes de volver a meter el contrato de alquiler dentro del sobre y guardarlo todo nuevamente en la guantera. Examinó rápidamente el interior del coche. El vehículo tenía ese olor característico a nuevo, un producto con el que las agencias de alquiler rociaban sus coches. Hacía algún tiempo, Knack había escrito un artículo sobre ese tema.

En el asiento trasero había una pequeña bolsa de lona de cuyo bolsillo exterior asomaba una carpeta.

Knack echó un vistazo alrededor. Nadie lo había visto. Todavía.

Se estiró hacia atrás, cogió la carpeta y la abrió. En su interior había unas cuantas notas con información sobre Martin Green, la misma que él había averiguado unas semanas antes. Sin embargo, en la parte trasera, encontró un verdadero tesoro.

Una copia impresa de la fotografía de una escena del crimen adjuntada a un correo electrónico.

De alguien llamado Tom Riggins para aquel tipo misterioso, Paulson. El escueto mensaje decía:

REVISAR, VIAJAR A CHAPEL HILL

Pero la foto, ¡oh, la foto! Incluso en la copia en blanco y negro Knack podía ver que eso no había sido un simple robo con escalo. Alguien había dedicado tiempo a jugar con el pobre Marty Green. Lo había colgado del techo, arrancado la piel a tiras, quemado, y sólo Dios sabía qué otras cosas le había hecho. No había duda de que alguien se había divertido con él.

La escena le recordó algo aunque no podía precisar qué. Knack había sido educado como un buen chico católico y la escena parecía la tortura de un santo. En la historia había santos a los que habían acuchillado en la cabeza. Santos que habían sido despellejados vivos y luego arrojados a una salina. Santos a los que les habían arrancado la lengua y los ojos para luego obligarlos a que se los comieran. Olvida los golpecitos de las torturas sadomasoquistas: si quieres auténtico material duro de verdad lee vidas de santos.

¿Quién era el santo al que habían torturado cabeza abajo? Si se hubiera mantenido en contacto con la hermana Marianne… Ella podría haberlo ayudado a resolver aquello en un minuto.

De pronto Knack recordó dónde estaba. Dentro del coche de alquiler de alguna clase de agente federal sin identificar. Si lo cogían allí, esa misma noche podría estar respirando a través de una capucha en una prisión secreta situada en territorio cubano. Con la copia de la fotografía en el regazo, deslizó nuevamente con cuidado la carpeta en la bolsa del asiento trasero, salió del vehículo y cerró la puerta. Luego regresó sin prisa a su propio coche preguntándose dónde podría encontrar un escáner.

Mientras esperaba a que la imagen se escaneara en una copistería local, Knack pensó cómo podría ponerse en una situación que le permitiera echar un vistazo a esa documentación legal. Entretanto se dedicó a buscar en la red al misterioso Tom Riggins utilizando un netbook. El tipo resultó ser un veterano en algo llamado «Casos especiales», y era conocido sólo porque no se lo citaba con frecuencia. Casos especiales parecía estar relacionado con el FBI, pero el nombre de Riggins también surgió en conexión con el Departamento de Justicia. Interesante. De modo que Paulson también debía de formar parte de Casos especiales. ¿Por qué lo habían enviado a investigar el asesinato de Green?

Una hora más tarde, Knack había mandado por correo electrónico una nota diciendo que Green había sido el objetivo de un «culto de la muerte vigilante» (oooh, sí, le gustaba cómo sonaba eso) según «fuentes anónimas bien informadas». Respaldó esta afirmación con citas anónimas atribuidas a policías locales, además de citas inofensivas de amigos y vecinos que, con el contexto adecuado, podían leerse como siniestras y desesperadas. Por ejemplo:

«Green se mantenía apartado…», lo que también podía significar que se estaba escondiendo.

«Green bebía ocasionalmente…», lo que también podía significar que estaba ahogando su culpa en whisky de malta.

«Green estaba divorciado…»: ni siquiera su familia podía soportar estar a su lado. Por extensión, Green merecía morir.

El truco consistía en no decir esas cosas de una manera explícita. Había que dejar que los «hechos» y las citas quedaran suspendidos allí fuera. Los lectores eran muy buenos uniendo sus propios puntos. Sólo querían unos pocos detalles superficiales que los ayudarían a catalogar a un tipo como Green y luego archivarlo. Era una versión taquigráfica para el verdadero pensamiento lógico.

«Green = millonario codicioso —atormentado por la culpa = Green se convirtió en el objetivo de los Vigilantes».

Simple.

Este «culto de la muerte» estaba destinado a provocar una reacción de los federales. Querrían saber cuáles eran sus fuentes. Bueno, amigos, quid pro jodido quo. Además, Knack tenía la mejor baza: la fotografía de la escena del crimen.

Capítulo 10

West Hollywood, California

Otra noche, otro despertar sumido en el pánico. Otro barrido frenético por toda la casa comprobando puertas y ventanas, demorándose en la habitación a medio acabar de su hija. Más horas muertas antes de que amaneciera.

De modo que Dark se deslizó a través de las historias de asesinatos.

Sabía que no debía hacerlo. Hacía tiempo que se había prometido a sí mismo que sacaría todos los asesinatos de su cabeza. Por amor a su hija, aunque sólo fuera por eso. Cuando leía acerca de esos crímenes era como un alcohólico que sólo echa un vistazo a la tienda de licores o un heroinómano que se pincha en el brazo con una jeringuilla… sólo para recordar cómo era la sensación.

Dark lo sabía.

De todos modos, leyó las historias.

El resumen de las primeras horas de la mañana incluyó a una mujer que había asesinado a su esposo en un lujoso hotel de Fort Lauderdale de 3.500 pavos la noche. Era su aniversario de bodas. En la nota de suicidio había dejado escrito que había tenido que soportar trece años de un verdadero infierno. Un padre en Sacramento había asfixiado a su hija de dos años. Luego se había entregado a la policía pidiendo que lo ejecutaran inmediatamente. Un contable había sido apuñalado en una calle de Edimburgo, Escocia. Un atracador que afirmaba que su pistola se había disparado accidentalmente mientras la tenía apoyada contra la sien del chico al que estaba robando. Al menos ocho, no, nueve casos de chicos que habían disparado contra otros chicos. Y todo eso había sucedido apenas desde la medianoche pasada.

Todos los días se cometen en el mundo 1.423 asesinatos. Eso supone un asesinato cada 1,64 segundos. Dark repasaba diariamente las noticias acerca de asesinatos, que incluían las palabras más crueles en lengua inglesa: Apaleado. Apuñalado. Acuchillado. Disparado. Destripado.

Pero esa mañana encontró una noticia que prácticamente saltó fuera de la pantalla.

El asesinato y la tortura rituales de un hombre llamado Martin Green.

Dark leyó rápidamente los detalles de la historia, que había aparecido por primera vez en un sitio web de chismes llamado Daily Slab. El artículo contenía todo aquello que él detestaba acerca del periodismo criminal moderno. Era sensacionalista, con elementos vagamente sádicos, macabro y, no obstante, escasamente informado. El redactor, Johnny Knack, había tejido una historia utilizando las hebras más finas. Pero lo que más fastidiaba a Dark era la pobreza de detalles. El material que realmente tenía era engañoso y oscurecía la historia real de los hechos. El aspecto más ofensivo de todos era que la historia se basaba en una premisa absolutamente infundada: que un asesor financiero llamado Martin Green había sido víctima de un «culto de la muerte vigilante».

A pesar de todo, Knack sí tenía una exclusiva: una fotografía de la escena del crimen tomada por Casos especiales. O, como él mismo había escrito: «Fuentes del más alto nivel próximas a la investigación».

Dark copió el JPEG del sitio de Slab y lo arrastró hasta una pieza de software de presentación en su escritorio. Después de unos cuantos clics, la imagen fue proyectada sobre la única pared desnuda del sótano. Dark se levantó y apagó las luces. La imagen brillante del momento final de Martin Green se destacaba sobre la superficie de cemento blanca. Distaba mucho de estar a escala, pero era lo bastante grande como para que Dark pudiera reparar en los pequeños detalles.

Cuanto más miraba, más evidente se le hacía que la posición del cuerpo de Green no respondía a ningún propósito específico de la tortura. Eso no era como asfixiar a alguien o practicarle el «submarino» echándole agua sobre la cara con la cabeza inmovilizada e inclinada hacia atrás hasta que sintiera que se ahogaba. El cuerpo de aquel hombre formaba parte de una escenografía. La intención era que se pareciera a algo. Aquello era un ritual.

«¿Porqué su asesino le hizo eso, señor Green?

»¿Porqué le quemó la cabeza y nada más?

»¿Porqué le cruzó las piernas en esa posición? Un número 4 invertido. ¿Acaso ese número tenía algún significado para su asesino? ¿Para usted?

»¿Quién era usted, señor Green? ¿Sólo el tipo equivocado en el lugar equivocado a la hora equivocada? ¿O acaso nuestro asesino lo eligió a usted para este horrible ritual con algún propósito específico? ¿Lo encontró, lo estudió y lo siguió? Entonces, una noche, tarde, lo cogió desprevenido y…».

A Dark le asombró el hecho de que siquiera hubiese una foto de la escena del crimen. En Casos especiales tomaban las máximas precauciones para mantener sus investigaciones al margen de los principales medios de comunicación. Y esa fotografía significaba que su viejo amigo Tom Riggins tenía un topo en su departamento o, al menos, un ambicioso miembro de su personal que intentaba aumentar el magro salario que recibía del gobierno. Filtrar de ese modo las fotos a la prensa no era solamente un flagrante delito, en opinión de Riggins. Eso era la clase de delito que hacía que te torturasen lentamente antes de llevarte a Guantánamo. Dark podía imaginar la reacción de Riggins ante un hecho de esa naturaleza. En ese momento sería una especie de tiburón furioso que recorría los pasillos buscando sangre.

Dark se encontró cogiendo su móvil y con el pulgar a punto de pulsar la tecla de autollamada —el número 6— que lo pondría en contacto con Riggins. Luego lo pensó mejor y arrojó el pequeño teléfono sobre la mesa de autopsias.

Riggins lo había dejado claro: ningún contacto. Ninguna conversación, ni siquiera una taza de café y una cordial charla sobre el tiempo. Riggins y él habían terminado.

Capítulo 11

El móvil comenzó a vibrar en su bolsillo. Dark lo cogió y reconoció el número: sus suegros, desde Santa Bárbara. Le llegó el sonido de una voz dulce y delicada.

—¿Hola…, papi?

Era su pequeña, Sibby. Llamada así por su madre, quien había muerto el día que había nacido su hija. La pequeña Sibby tenía cinco años pero, de alguna manera, parecía aún más pequeña por teléfono.

—Hola, cariño —dijo Dark con los ojos fijos aún en la imagen del hombre torturado en la pared del sótano—. ¿Cómo estás?

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