—Supongo que no era más que un nombre —repliqué—. A la gente le gusta llamar a sus casas con nombres rimbombantes para darles una importancia que nunca tienen.
La muchacha se echó a reír.
—No me extrañaría nada. Ésta, quizás usted lo sepa, yo no estoy muy segura, ¿ésta era la finca que vendían hoy, o que sacaban a subasta?
—Así es. Ahora vengo de la subasta.
—Vaya. —Me miró sorprendida—. ¿Estaba... quiero decir, está usted interesado?
—No es probable que yo compre una casa en ruinas con unos cuantos centenares de acres de bosque —respondí—. No es para mí.
—¿La vendieron?
—No, no alcanzó el precio de salida.
—Comprendo.
Me pareció captar un tono de alivio en su voz.
—¿Está usted interesada en comprarla?
Mi pregunta la inquietó.
—Oh, no, por supuesto que no.
Vacilé, pero después no pude contener mis palabras.
—Sólo estoy fingiendo. La verdad es que no puedo comprarla porque no tengo dinero, pero estoy interesado. Me
gustaría
comprarla,
quiero
comprarla. Ríase si quiere, pero así son las cosas.
—¿No cree que está en un estado demasiado ruinoso?
—Sí, por supuesto. No me refería a que la quiero como está ahora. La echaría abajo, no dejaría ni rastro. Es una casa fea y creo que tuvo que ser una casa triste. Pero este lugar no es triste ni feo. Es hermoso. Mire, venga aquí. Observe entre los árboles. Fíjese en aquella vista entre las colinas y los páramos. ¿La ve? Si se despeja esta zona y después se coloca aquí...
La sujeté por el brazo y la guié hasta el nuevo punto de observación. Si me comportaba de una manera poco correcta, no hizo ningún comentario. En cualquier caso, no se trataba de la manera en que la sujetaba. Quería mostrarle lo que veía.
—Aquí —dije—, desde aquí se ve el mar y también aquella formación rocosa de allá. Hay una ciudad entre nosotros y todo aquello, pero no podemos verla porque las colinas la tapan. Además, si mira en aquella otra dirección, se ve el valle. Si se talan los árboles para despejar el panorama y se limpia esta zona alrededor de la casa, ¿se imagina qué casa tan hermosa se podría construir? Pero no en el mismo lugar donde está la vieja. Habría que ubicarla unas cincuenta o cien yardas más a la derecha. Allí es donde pondríamos la casa, una casa maravillosa diseñada por un arquitecto que sea un genio.
—¿Conoce usted a algún arquitecto que sea un genio? —preguntó con un tono de duda.
—Conozco a uno.
Le hablé de Santonix. Nos sentamos en un tronco y continué hablando. Sí, le hablé de los bosques a aquella delgada muchacha a la que nunca había visto antes y puse todo mi corazón en lo que le decía. Le hablé del sueño que se podía levantar aquí.
—Sé que es un imposible —afirmé—. Lo sé. Pero imagíneselo. Véalo con mis mismos ojos. Allí talaríamos los árboles y allá dejaríamos una zona despejada para plantar rododendros y azaleas, y vendría mi amigo Santonix. Tose mucho porque creo que se está muriendo de tuberculosis o algo parecido, pero podría hacerlo. Podría construir una casa fantástica antes de morir. Usted no sabe cómo son sus casas. Las construye para personas muy ricas y tienen que ser personas que quieran lo mejor. No me refiero a lo mejor en un sentido convencional, hablo de sueños que la gente quiere ver convertidos en realidad. Algo maravilloso.
—Yo quiero una casa así —dijo Ellie—. Usted me hace verla, sentirla. Sí, éste sería un lugar precioso. Todo lo que una ha soñado convertido en realidad. Una podría vivir aquí y sentirse libre, sin compromisos, sin verte rodeada de personas que te obligan a hacer cosas que no quieres hacer y te impiden hacer cualquier cosa que deseas. ¡Estoy tan harta de mi vida, de las personas que me rodean y de todo en general!
Fue así como comenzó. Ellie y yo juntos. Yo con mis sueños y ella rebelándose contra su vida. Dejamos de hablar y nos miramos.
—¿Cómo se llama?
—Mike Rogers. Quiero decir Michael Rogers. ¿Y usted?
—Fenella —vaciló un momento—, Fenella Goodman —añadió al tiempo que me miraba con una expresión preocupada.
Esto no pareció llevarnos mucho más allá, pero continuamos mirándonos. Ambos queríamos volver a vernos, pero en aquel momento no sabíamos muy bien cómo arreglarlo.
Así fue como comenzó todo entre nosotros dos. En realidad, no fue una cosa muy rápida porque supongo que ambos teníamos nuestros secretos. Los dos teníamos cosas que nos reservábamos, así que no nos podíamos decir todas las cosas que queríamos de nosotros mismos, y eso era una barrera contra la que chocábamos continuamente. No éramos capaces de ventilar nuestras cosas al aire libre y preguntar: ¿Cuándo nos volveremos a encontrar? ¿Dónde puedo encontrarte? ¿Dónde vives? Porque, verán, si uno le hace estas preguntas a otra persona, ella espera que tú hagas lo mismo.
Fenella me había parecido asustada cuando me dijo su nombre. Tanto que, por un momento, creí que no era el verdadero. ¡Casi pensé que se lo había inventado! Pero, desde luego, sabía que era imposible. Yo le había dado mi nombre auténtico.
Aquel día no sabíamos como despedirnos. Resultaba muy embarazoso. Hacía frío y ambos queríamos alejarnos de la casa en ruinas, pero ¿y después qué?
—¿Está alojada por aquí cerca? —pregunté, porque no se me ocurrió nada más ocurrente.
Me respondió que se alojaba en Market Chadwell. Era una ciudad que no estaba muy lejos. Yo estaba al corriente de que había un hotel de tres estrellas. Supuse que se alojaría allí. Fenella, con la misma torpeza que yo, me preguntó a su vez:
—¿Vive aquí?
—No, no vivo aquí. Sólo he venido a pasar el día.
Luego siguió un largo silencio que se nos hacía insoportable. Ella se estremeció. El viento era cada vez más frío.
—Será mejor que caminemos para mantenernos calientes —propuse—. ¿Tiene coche o viaja en tren?
Dijo que había dejado el coche en el pueblo.
—No se preocupe por mí. Llegaré bien.
Parecía un poco nerviosa. Pensé que quizá deseaba desembarazarse de mí, pero no sabía cómo hacerlo,
—¿Qué le parece si bajamos juntos, sólo hasta el pueblo?
Me dirigió una rápida mirada de agradecimiento. Caminamos a paso lento por la sinuosa carretera donde habían ocurrido tantos accidentes mortales. Al llegar a una de las curvas, una figura que había estado oculta a la sombra de un abeto se acercó a la carretera. Fue una aparición tan súbita que Ellie se sobresaltó y soltó un gritito de alarma. Se trataba de Mrs. Lee, la vieja que me había leído la buenaventura hacía tres semanas junto a la reja de su jardín. Hoy tenía un aspecto mucho más fiero con el pelo negro alborotado por el viento y un chal rojo sobre los hombros; el porte autoritario la hacía parecer más alta.
—¿Qué están haciendo aquí, jovencitos? ¿Qué les ha traído al Campo del Gitano?
—Oh, no hemos invadido ninguna propiedad ajena, ¿verdad?
—No lo sé. Ésta era tierra de gitanos en otros tiempos y nos expulsaron. Aquí no tienen nada que hacer y no sacarán ningún provecho de rondar por el Campo del Gitano.
Ellie no discutió. No era de las que protestaba.
—Lamento mucho si hemos cometido un error al venir aquí —manifestó con un tono muy amable—. Creía que hoy se celebraba la subasta de la finca.
—¡La desgracia caerá sobre el que la compre! —afirmó la vieja—. Haga caso de mis palabras, bonita, porque es usted muy bonita, y créame si le digo que quien la compre vivirá sumido en la desgracia. Esta tierra está maldita. La maldijeron hace muchos años. Manténgase bien lejos. No intente tener nada que ver con el Campo del Gitano. No puede traerle más que peligro y muerte. Regrese a su casa al otro lado del mar y no vuelva nunca más al Campo del Gitano. No diga después que no la avisé.
—No estábamos haciendo nada malo —replicó Ellie con un leve tono de enfado.
—Vamos, Mrs. Lee, no asuste usted a la señorita. —Me volví para explicar a Ellie—: Mrs. Lee vive en el pueblo. Tiene una casa. Lee la buenaventura y adivina el futuro. Es así, ¿no, Mrs. Lee? —le pregunté jocoso.
—Tengo ese don —respondió la mujer sencillamente, irguiéndose todavía un poco más su esbelto cuerpo gitano-—. Es algo innato. Todos los de mi raza lo tenemos. Le diré la buenaventura, señorita, a cambio de una moneda.
—No creo que me interese.
—Siempre es bueno saber algo del futuro. Saber lo que debe evitar, saber lo que le puede pasar si no va con cuidado. Vamos, tiene mucho dinero en el bolsillo. Mucho dinero. Sé cosas que le convendría saber.
Creo que el ansia de que les digan la buenaventura es algo innato en las mujeres. Lo había visto en todas las chicas que conocía. Casi siempre les daba dinero para que entraran en las tiendas de las adivinas cuando las llevaba a las ferias. Ellie abrió el bolso y sacó dos medias coronas que puso en la mano de la vieja.
—Eso, guapetona, muchas gracias. Oirás lo que la vieja mamá Lee tiene que decirte.
Ellie se quitó el guante y apoyó su pequeña y delicada mano sobre la mano de la vieja, que le echó una ojeada mientras musitaba:
—¿Qué veo ahora? ¿Qué veo?
De pronto, apartó la mano de Ellie bruscamente.
—Si estuviera en su lugar me marcharía de aquí —exclamó—. ¡Vayase y no regrese nunca más! ¡Se lo digo de veras! Lo he visto de nuevo en su palma. Olvídese del Campo del Gitano, olvide que alguna vez lo vio. No es sólo la casa en ruinas de allá arriba, sino la misma tierra la que está maldita.
—Tiene usted una auténtica manía con esa historia —manifesté con un tono áspero—. Para empezar, esta señorita no tiene nada que ver con esta tierra. Sólo ha venido a dar un paseo. No tiene nada que ver con la gente de aquí.
La vieja no me prestó la más mínima atención.
—Se lo digo a usted, bonita —añadió agriamente—. Se lo advierto. Tendrá una vida muy feliz, pero debe evitar el peligro. No vaya a ningún lugar peligroso o que esté maldito. Vaya donde la quieran, donde se preocupen por usted y la cuiden. Tiene que estar segura. No lo olvide. De lo contrario... —Se estremeció—. No me gusta verlo. No me gusta ver lo que está escrito en su mano. —De pronto, con un gesto extraño y brusco, puso las dos medias coronas en la palma de Ellie, murmurando algo que apenas se entendía. Dijo algo así como: «Es cruel. Es muy cruel lo que va a suceder». —Dio media vuelta y se alejó a paso rápido.
—Qué mujer tan horrible —dijo Ellie.
—No le haga caso —le aconsejé con voz ronca—. Creo que está medio loca. Sólo quería asustarla. Tienen no sé qué obsesión sobre esta tierra.
—¿Han ocurrido accidentes? ¿Ocurrió algo malo?
—Es un lugar propicio para los accidentes. Mire la curva y el ancho de la carretera. Deberían fusilar a los del ayuntamiento por no tomar medidas. ¡Claro que aquí se producen accidentes! No hay ninguna señal que advierta del peligro.
—¿Sólo accidentes o algunas otras cosas?
—Oiga, a la gente le gusta recordar los desastres. Siempre hay desgracias para recordar. Es así como comienzan las historias sobre un lugar.
—¿Es esa una de las razones por las que dicen que la propiedad se venderá barata?
—No lo sé, pero es posible. Al menos, eso dicen en el pueblo. Sin embargo, no creo que la compre nadie de por aquí. Supongo que la comprará alguna constructora para hacer una urbanización. Está temblando. No tiemble. Vamos, caminemos a paso rápido. ¿Prefiere que la deje antes de entrar en el pueblo?
—No, desde luego que no. ¿Por qué iba a querer semejante cosa?
Me lancé a la desesperada.
—Escuche. Mañana estaré en Market Chadwell. Supongo que... bueno, no sé si usted todavía estará allí. Quiero decir que... ¿hay alguna posibilidad de que nos veamos? —Restregué los pies contra el suelo al tiempo que meneaba la cabeza. Creo que tenía las mejillas encendidas. Pero si no le decía algo ahora, ¿cómo podría seguir adelante?
—Sí. No regresaré a Londres hasta la noche.
—Entonces quizá querría usted... me refiero a... supongo que soy un tanto impertinente.
—No, no lo es.
—Entonces quizás aceptaría venir a tomar el té conmigo en el Blue Dog. Es un local muy agradable. Es... —No conseguía encontrar la palabra y utilicé una que le había escuchado decir a mi madre en algunas ocasiones—... muy femenino.
Ellie se echó a reír. Su risa tenía un sonido peculiar.
—Estoy segura de que el Blue Dog es un local muy agradable. Sí, iré. Sobre las cuatro y media, ¿le parece bien?
—La estaré esperando. Me alegro. —No le dije de qué me alegraba.
Llegamos a la última curva donde empezaban las casas.
—Adiós, hasta mañana —me despedí—. No vuelva a pensar en lo que dijo esa vieja bruja. Le gusta asustar a la gente. Creo que no está muy bien de la cabeza.
—¿A usted le da la sensación de que sea un lugar siniestro? —preguntó Ellie.
—¿El Campo del Gitano? No, que va. —Quizá respondí con demasiada decisión, pero no creía que fuera siniestro. Pensaba lo mismo que antes: que era un lugar hermoso, el sitio perfecto para construir una casa preciosa.
Así fue como se desarrolló mi primer encuentro con Ellie.
Al día siguiente en Market Chadwell, yo estaba en el Blue Dog y Ellie se presentó a la hora convenida. Tomamos el té y conversamos. Ya nos tuteábamos. No dijimos gran cosa sobre nosotros mismos, me refiero a que no hablamos de nuestras vidas. Hablamos más que nada de las cosas que pensábamos y sentíamos. Después Ellie miró su reloj y dijo que debía marcharse porque el tren de Londres salía a las cinco y media.
—Creía que tenías coche —comenté.
Ella pareció un tanto avergonzada. Contestó que no, que el coche de ayer no era suyo. No mencionó de quién era. Una vez más topamos con aquella misteriosa barrera. Llamé a la camarera, pagué la cuenta y después le dije a Ellie directamente:
—¿Podré... podré volver a verte?
Evitó mirarme a la cara y, en cambio, miró la mesa.
—Estaré en Londres otras dos semanas —dijo.
—¿Dónde?
Quedamos en encontrarnos en Regent's Park al cabo de tres días. Hacía un día precioso. Comimos en la terraza de un restaurante, paseamos por Queen Mary's Garden, nos sentamos en dos tumbonas y hablamos. A partir de aquel momento, comenzamos a hablar de nosotros mismos. Le conté que había ido a una buena escuela, pero por lo demás no había hecho gran cosa. Le hablé de los trabajos que había tenido, no de todos sino de algunos, de que no era capaz de estar mucho tiempo en un mismo empleo y de la permanente inquietud que me impulsaba a ir de aquí para allá buscando algo que no tenía claro. A ella le pareció fantástico.