Read Noches de tormenta Online
Authors: Nicholas Sparks
En aquellos momentos siempre pensaba en Paul; sin embargo, cuando su imagen se hacía más real era cuando veía subir la camioneta del cartero por su calle, deteniéndose y arrancando otra vez con cada entrega.
El correo solía llegar entre las diez y las once de la mañana; Adrienne se quedaba junto a la ventana, observando cómo el camión aminoraba la marcha al llegar ante su casa. Cuando ya se había ido, iba hasta el buzón y revolvía los papeles en busca de las señales inequívocas de sus cartas: los sobres de color marrón que él utilizaba, los sellos que describían un mundo desconocido para ella y su nombre plasmado en la esquina superior izquierda.
Cuando llegó su primera carta la leyó en el porche de atrás. Tan pronto como la terminó, la volvió a leer desde el principio, aunque más despacio, deteniéndose y recreándose en sus palabras. Hizo lo mismo con cada una de las cartas que fueron llegando después, y cuando comenzaron a llegar con regularidad comprendió que el mensaje de la nota de Paul era cierto. Aunque no era tan gratificante como verlo o sentirse estrechada entre sus brazos, de algún modo la pasión de aquellas palabras hacía que la distancia que los separaba pareciese mucho más pequeña.
Le encantaba imaginárselo escribiendo aquellas cartas. Lo veía sentado en un escritorio destartalado, con una simple bombilla iluminando la concentrada expresión de su rostro. Se preguntaba si escribiría deprisa, con un flujo ininterrumpido de palabras, o si se detendría de vez en cuando para dejar vagar la mirada, ordenando sus pensamientos. A veces tomaba forma una imagen determinada que, con la siguiente carta, podía variar en función de lo que le hubiera escrito; Adrienne cerraba los ojos mientras la sostenía, intentando adivinar su estado de ánimo.
Ella también le escribía, respondiendo a las preguntas que le hacía él y explicándole las cosas que ocurrían en su vida. En esas ocasiones casi podía verlo a su lado; si la brisa agitaba sus cabellos, era como si Paul la acariciase suavemente; si oía el débil tictac de un reloj, era el latido del corazón de Paul cuando ella apoyaba la cabeza sobre su pecho. Cuando dejaba la pluma, sus pensamientos regresaban a sus últimos instantes juntos, cuando se abrazaron en el camino de grava y él le rozó los labios con delicadeza, como si le prometiera que sólo estarían separados un año y, después, pasarían toda una vida juntos.
Paul también llamaba algunas veces, cuando tenía la oportunidad de ir a la ciudad; escuchar la ternura de su voz siempre le provocaba un nudo en la garganta. Lo mismo ocurría con el sonido de su risa o su tono doliente al decirle que la echaba de menos. Llamaba durante el día, cuando los chicos estaban en la escuela, y cada vez que sonaba el timbre del teléfono Adrienne se detenía antes de contestar, con la esperanza de que fuese Paul. Las conversaciones no eran muy largas: normalmente no duraban más de veinte minutos; pero unidas a las cartas bastaban para pasar unos meses.
En la biblioteca empezó a fotocopiar páginas de toda una serie de libros que hablaban sobre Ecuador, desde su geografía a su historia, o cualquier otra cosa que llamase su atención. Una vez, cuando una revista de viajes publicó un especial sobre la cultura ecuatoriana, la compró y se sentó durante horas observando las fotografías y prácticamente memorizó todo el artículo, procurando aprender cuanto podía sobre el pueblo con el que él trabajaba. En ocasiones, sin quererlo, se preguntaba si alguna de las mujeres que había allí lo habría mirado alguna vez con el mismo deseo que ella sentía.
También escaneó microfichas de páginas de periódicos o publicaciones médicas, buscando información de la vida de Paul en Raleigh. Sentía curiosidad, aunque nunca le mencionó que lo hacía; como a menudo decía él en sus cartas, se trataba de una persona que no quería volver a ser nunca. Encontró un artículo publicado en
The Wall Street Journal
con una foto suya en la cabecera. El texto decía que tenía treinta y ocho años. Al mirar aquel rostro vio por primera vez el aspecto que Paul tenía cuando era mucho más joven. Aunque le reconoció de inmediato, algunas diferencias llamaron su atención y le resultaron desconocidas: el cabello, más oscuro, estaba peinado a un lado, no tenía arrugas en la cara y su expresión era demasiado seria, casi dura. Se preguntó qué pensaría él, ahora, del artículo; si le importaría en lo más mínimo.
También encontró algunas fotografías suyas en viejos ejemplares del
News and Observer
de Raleig, donde aparecía con el gobernador o asistiendo a la inauguración de la nueva ala del hospital Duke Medical Center. Se dio cuenta de que no parecía sonreír en ninguna fotografía. Se trataba de un Paul diferente, al que ni siquiera podía concebir.
En marzo, sin ningún motivo concreto, Paul se las arregló para mandarle rosas a casa y a partir de entonces llegaron todos los meses. Ella dejaba los ramos en su habitación, suponiendo que finalmente los chicos se darían cuenta y dirían algo al respecto; pero estaban tan inmersos en su propio mundo que nunca lo hicieron.
En junio volvió a Rodanthe para pasar un fin de semana largo con Jean. Esta parecía tensa cuando ella llegó, como si aún intentara imaginarse lo que había trastornado a Adrienne la última vez que había estado allí, pero después de hablar tranquilamente durante una hora Jean volvió a ser la de siempre. Adrienne paseó varias veces por la playa aquel fin de semana en busca de otra concha, pero no encontró ninguna que no hubieran roto las olas.
Cuando regresó a casa, había una carta de Paul con una fotografía que Mark le había hecho. Al fondo se veía la clínica y, aunque Paul estaba más delgado que hacía seis meses, se le veía sano. Adrienne apoyó la foto en el salero y el pimentero mientras le escribía una respuesta. En su carta él le pedía una fotografía suya, y ella buscó en sus álbumes hasta encontrar una que le apeteciera regalarle.
El verano fue húmedo y caluroso y la mayor parte de julio lo pasó dentro de casa, con el aire acondicionado en marcha; en agosto, Matt se fue a la universidad y Amanda y Dan volvieron al instituto. A medida que las hojas de los árboles se volvían de color ámbar bajo el delicado sol del otoño, Adrienne empezó a pensar en las cosas que Paul y ella podrían hacer juntos a su regreso. Se imaginaba que iban a Biltmore Estate, en Asheville, para ver las decoraciones de las fiestas; se preguntaba qué pensarían de él los chicos cuando viniera a cenar en Navidad o qué haría Jean cuando reservaran una habitación en el Inn a nombre de los dos, justo después de Año Nuevo. Seguro, pensaba Adrienne con una sonrisa, que Jean levantaría una ceja. Conociéndola, al principio no diría nada y optaría por pasearse con cara de suficiencia, dando a entender que ella ya lo sabía desde el principio y que esperaba su visita.
Ahora, sentada al lado de su hija, Adrienne recordaba todos aquellos planes y pensaba que, en determinados momentos del pasado, casi había creído que realmente se cumplirían. Solía imaginarse los escenarios con todo detalle, pero últimamente se había obligado a no hacerlo. El dolor que siempre seguía al placer de aquellas fantasías la dejaba con una sensación de vacío, y sabía que era mejor invertir su tiempo en aquellos que tenía a su alrededor, aquellos que todavía formaban parte de su vida. No quería volver a experimentar nunca la tristeza que comportaban aquellos sueños. Sin embargo, algunas veces, a pesar de sus mejores intenciones, sencillamente, no podía evitarlo.
—Caray —murmuró Amanda al terminar de leer la nota y entregársela otra vez a su madre.
Adrienne la dobló en sus pliegues originales, la dejó a un lado y sacó la fotografía de Paul que le había hecho Mark.
—Éste es Paul —dijo.
Amanda cogió la foto. A pesar de su edad, era más guapo de lo que había imaginado. Se quedó mirando aquellos ojos que, al parecer, tanto habían cautivado a su madre. Un instante después, sonrió.
—Ya entiendo por qué te gustó. ¿Tienes más?
—No—dijo—, es la única.
Amanda asintió, observando otra vez la imagen.
—Lo has descrito muy bien. — Vaciló—. ¿Mandó alguna foto de Mark?
—No, pero se parecen mucho—dijo Adrienne.
—¿Lo conociste?
—Sí —contestó.
—¿Dónde?
—Aquí.
Amanda levantó las cejas.
—¿En casa?
—Se sentó dónde estás tú ahora.
—¿Dónde estábamos nosotros?
—En la escuela.
Amanda sacudió la cabeza, intentando procesar esta nueva información.
—Esta historia se está volviendo muy confusa—dijo.
Adrienne miró a lo lejos y luego se levantó lentamente de la mesa. Mientras salía de la cocina, murmuró.
—Para mí también lo era.
Hacia octubre, el padre de Adrienne se había recuperado un poco de sus anteriores ataques, aunque no lo suficiente como para abandonar la residencia. A lo largo de todo el año Adrienne le había dedicado su tiempo, como siempre, haciéndole compañía y procurando que estuviese lo más a gusto posible.
Mediante una cuidadosa administración, consiguió ahorrar el dinero suficiente para mantenerle en la residencia de ancianos hasta abril, pero después de eso se encontraría sin saber qué hacer. Como las golondrinas a Capistrano, esta preocupación siempre regresaba a su cabeza, aunque hacía cuanto podía por ocultarle a él sus miedos.
La mayoría de las veces, cuando llegaba, el televisor estaba a todo volumen, como si las enfermeras de la mañana creyeran que el ruido podía disipar de algún modo la niebla de su mente. Lo primero que hacía Adrienne era apagarla. Aparte de las enfermeras, era la única visita que su padre recibía con regularidad. Aunque comprendía que sus hijos se resistieran a ir, de todos modos le habría gustado que lo hicieran. Siempre había pensado que era importante pasar tiempo con la familia tanto en las buenas épocas como en las malas, pues siempre había algo que aprender.
Su padre había perdido la capacidad de hablar, pero ella sabía que comprendía a quienes le hablaban. Con la parte derecha de la cara paralizada, tenía una sonrisa torcida que ella encontraba muy simpática. Se requería paciencia y madurez para no hacer caso del aspecto exterior y ver al hombre que había sido antes; y aunque sus hijos la habían sorprendido a veces demostrando poseer esas cualidades, normalmente se incomodaban cuando los llevaba a visitar a su abuelo. Era como si, al mirarlo, viesen un futuro al que no podían imaginar enfrentarse y les asustara la idea de que también ellos podían acabar de aquel modo.
Ella le ahuecaba las almohadas antes de sentarse en la cama, luego le cogía una mano y hablaba. La mayoría de las veces le ponía al día sobre los acontecimientos recientes, o sobre la familia, o sobre cómo les iba a los chicos; él la miraba sin apartar los ojos de su cara, comunicándose en silencio del único modo que podía. Sentada a su lado, ella recordaba inevitablemente su infancia: el aroma a Aqua Velva de su padre, cómo echaban heno en el establo, el roce de su barba cuando ella le daba un beso de buenas noches, las tiernas palabras que le decía siempre desde que era pequeña…
La víspera de Halloween fue a visitarlo, consciente de lo que tenía que hacer y pensando que ya era hora de que él lo supiera.
—Tengo que contarte algo —comenzó.
Luego, con la mayor sencillez posible, le habló de Paul y de cuánto significaba para ella.
Cuando hubo terminado, se preguntó qué pensaría su padre de lo que acababa de contarle. Su cabello blanco era cada vez más escaso y sus cejas parecían bolas de algodón.
Entonces dibujó su sonrisa torcida y, aunque no emitió ningún sonido, movió los labios y ella supo lo que intentaba decir.
A Adrienne se le hizo un nudo en la garganta, se inclinó sobre la cama y apoyó la cabeza en su pecho. Él posó su reconfortante mano en la espalda de su hija y la movió débilmente, suave y ligera. Debajo de ella, Adrienne podía sentir las costillas de su padre, ya frágiles y quebradizas, y el delicado latido de su corazón.
—Oh, papá —susurró—, yo también estoy orgullosa de ti.
En la sala de estar, Adrienne fue a la ventana y descorrió las cortinas. La calle estaba vacía y alrededor de cada farola brillaba un halo de luz. En algún lugar, a lo lejos, un perro ladró para eptar a un intruso, real o imaginario.
Amanda estaba aún en la cocina, pero su madre sabía que acabaría por ir a su lado. Había sido una larga noche para ambas. Adrienne apoyó un dedo en el cristal.
¿Qué habían sido ella y Paul? ¿Qué habían representado el uno para el otro? Ni siquiera entonces estaba segura. No había una forma sencilla de definirlo. No había sido su esposo ni su prometido; llamarle novio hacía que pareciese un capricho adolescente; y el calificativo de amante abarcaba tan sólo una pequeña parte de lo que habían compartido. Él era la única persona, pensó, que parecía eludir cualquier definición. Se preguntó cuánta gente podría decir lo mismo sobre alguien que formara parte de su vida.
Sobre su cabeza, el círculo de la luna estaba rodeado de nubes de color añil que avanzaban hacia el este con la brisa. Para la mañana siguiente estaría lloviendo en la costa; Adrienne se convenció de que había hecho bien al no enseñarle las demás cartas a Amanda. ¿Qué habría sabido leyéndolas? ¿Tal vez los detalles de la vida de Paul en la clínica y de los días que pasó allí? ¿O cómo había evolucionado su relación con Mark? Todo ello estaba claramente expuesto en las cartas, al igual que sus pensamientos, sus esperanzas y sus miedos; pero no era necesario que las leyera para lo que ella esperaba transmitirle a Amanda. Las cosas que había apartado serían suficientes.
Sin embargo, sabía que, cuando Amanda se hubiera ido, ella volvería a leer todas esas cartas, aunque sólo fuese por lo que había hecho esa noche. Bajo la luz anaranjada de la lámpara de su mesita, recorrería las palabras con los dedos, saboreándolas una por una, pues para ella tenían más valor que cualquier otra de sus posesiones.
Esa noche, a pesar de la presencia de su hija, Adrienne estaba sola. Siempre lo estaría. Lo supo hacía un rato, en la cocina, cuando relataba su historia; y lo sabía ahora, de pie junto a la ventana. A veces se preguntaba en quién se habría convertido si Paul no hubiese entrado en su vida. Tal vez se hubiera casado otra vez y, aunque sospechaba que habría sido una buena esposa, a menudo se preguntaba si hubiera escogido a un buen marido.
No habría sido fácil. Algunas de sus amigas viudas o divorciadas se habían vuelto a casar. La mayoría de los caballeros con quienes lo habían hecho parecían bastante agradables, pero no tenían nada que ver con Paul. Con Jack, tal vez, pero no con Paul. Ella creía que el romance y la pasión eran posibles a cualquier edad, pero había escuchado a suficientes amigas suyas como para saber que muchas relaciones acababan representando más molestias de las que valían la pena. Adrienne no quería estabilizarse con un marido como los que tenían sus amigas, no cuando tenía unas cartas que le recordaban lo que se estaría perdiendo. ¿Un nuevo marido susurraría, por ejemplo, las palabras que Paul había escrito en su tercera carta, palabras que ella había memorizado desde el primer día que las leyó?