Noches de tormenta (7 page)

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Authors: Nicholas Sparks

BOOK: Noches de tormenta
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Aunque ya sabía de antemano que sería el único huésped del fin de semana, no había pensado lo extraño que resultaría estar a solas en la casa con él. O a solas sin más. Claro que sus hijos hacían sus propias cosas y ella disponía de algo de tiempo de vez en cuando, pero nunca duraba mucho, y podían aparecer de nuevo en cualquier momento. Además, se trataba de su familia. No era para nada la misma situación en que se encontraba ahora; no podía evitar sentir que estaba viviendo la vida de otra persona, una vida en la qué no estaba segura de cuáles eran las reglas.

Se preparó una taza de café y vertió el resto en el recipiente de aluminio. Lo estaba dejando otra vez en la bandeja de la sala cuando oyó que él bajaba las escaleras.

—Justo a tiempo —le dijo—. El café ya está listo. ¿Quieres que encienda la chimenea?

Al entrar en la cocina, Paul olió un rastro de perfume. La rodeó para coger una taza.

—No hace falta, se está bien. Quizá más tarde.

Ella sonrió y dio un pequeño paso atrás.

—En fin, si necesitas algo estaré en la cocina.

—¿No habías dicho que querías una taza?

—Ya me la he servido. La he dejado en la encimera.

Él levantó la mirada.

—¿No te la beberás conmigo?

Había cierta expectación en el modo en que lo dijo, como si realmente quisiera que se quedara.

Adrienne vaciló. A Jean se le daba muy bien charlar con los extraños; sin embargo, ella…, nunca había sido lo suyo. Se sentía halagada por su ofrecimiento, aunque no sabía muy bien por qué.

—Supongo que podría —dijo al fin—. Deja que vaya a buscar mi taza.

Cuando regresó, Paul estaba sentado en una de las dos mecedoras que había junto a la chimenea. Aquella sala siempre había sido la estancia favorita de Adrienne, con sus fotografías en blanco y negro colgadas en la pared, en las que se mostraba la vida en la Barrera de Islas durante los años veinte, y una larga estantería con libros muy gastados. En la pared más alejada, había dos ventanas que daban al mar. Por su parte, una pequeña pila de leños junto a la chimenea y una cesta con astillas parecían prometer una acogedora velada en familia.

Paul tenía la taza de café apoyada en el regazo y se mecía adelante y atrás mientras disfrutaba de la vista. El viento levantaba la arena y la niebla se aproximaba, proporcionándole al entorno la ilusión de un anochecer. Adrienne se sentó en la silla que había junto a la suya y por un instante contempló la escena en silencio, intentando no ponerse nerviosa.

Paul se volvió hacia ella.

—¿Crees que mañana se nos llevará la tormenta? — preguntó.

Adrienne se pasó la mano por el pelo.

—Lo dudo. El hotel lleva aquí sesenta años y aún no se ha derrumbado.

—¿Alguna vez has estado aquí durante una tempestad del noreste? Me refiero a una grande, como la que se nos avecina.

—No. Pero Jean sí, así que no puede ser tan horrible. Claro que ella es de aquí, seguramente estará acostumbrada.

Mientras ella hablaba, Paul se sorprendió evaluándola. Era unos años más joven que él; llevaba el pelo castaño claro cortado justo por encima de los hombros y ligeramente ondulado. No era delgada, pero tampoco corpulenta; le pareció que su figura era atractiva de un modo que se apartaba de los patrones poco realistas de la televisión o las revistas. Tenía una ligera protuberancia en la nariz y patas de gallo alrededor de los ojos, y su piel había alcanzado aquel punto delicado entre la juventud y la madurez, antes de que la gravedad comenzara a pasar factura.

—¿Y dices que es amiga tuya?

—Nos conocimos hace años en la universidad. Jean era una de mis compañeras de cuarto y desde entonces siempre hemos mantenido el contacto. Ésta era la casa de sus abuelos, pero sus padres la convirtieron en un hostal. Después de que tú quedaras con ella, me llamó porque tenía que asistir a una boda fuera del pueblo.

—Pero ¿tú no vives aquí?

—No, yo vivo en Rocky Mount. ¿Has estado alguna vez?

—Muchas. Solía pasar por ahí para ir a Greenville.

Ante esta respuesta, Adrienne volvió a pensar en la dirección que Paul había apuntado en el formulario de registro. Tomó un sorbo de café y apoyó la taza en su regazo.

—Sé que no es asunto mío —dijo—, pero ¿puedo preguntarte qué estás haciendo aquí? No tienes por qué contestar si no quieres; es simple curiosidad.

Paul se agitó en su silla.

—He venido para hablar con una persona.

—Has conducido un largo trecho para tener una conversación.

—No tenía otra opción. Esa persona quería verme personalmente.

Su voz sonaba tensa y distante y, por un momento, pareció perdido en sus pensamientos. En el silencio, Adrienne podía oír el batir de la bandera en el exterior. Paul dejó su café en la mesa que los separaba.

—¿A qué te dedicas? — Preguntó finalmente, de nuevo con una voz cálida—. Además de cuidar de los hostales de tus amigas…

—Trabajo en una biblioteca pública.

—¿De veras?

—Pareces sorprendido.

—Supongo que lo estoy. Creí que dirías otra cosa.

—¿Cómo qué?

—No estoy seguro, la verdad. Pero eso no. No pareces lo bastante vieja para ser bibliotecaria. Donde yo vivo, todas tienen más de sesenta años.

Ella sonrió.

—Sólo es a tiempo parcial. Tengo tres hijos, así que también hago de madre.

—¿Cuántos años tienen?

—Quince, diecisiete y dieciocho.

—¿Te dan mucho trabajo?

—No, no mucho. Mientras esté en pie a las cinco y no me meta en la cama hasta medianoche, puedo con ello.

Él se rió entre dientes y Adrienne sintió que empezaba a relajarse.

—¿Qué hay de ti? ¿Tienes hijos?

—Sólo uno. Un chico. — Por un instante bajó la mirada, pero volvió a dirigirla hacia ella—. Ejerce la medicina en Ecuador.

—¿Vive allí?

—Por el momento. Se fue a trabajar un par de años como voluntario a una clínica cerca de Esmeraldas.

—Debes de estar muy orgulloso de él.

—Sí, lo estoy. — Hizo una pausa—. Pero, para ser sinceros, creo que es así por mi mujer. O mi ex mujer, mejor dicho. Era algo más propio de ella que de mí.

Adrienne sonrió.

—Es bonito oír eso.

—¿El qué?

—Que sigues apreciando sus cualidades. Aunque estéis divorciados, quiero decir. No mucha gente dice cosas así después de separarse. Normalmente, cuando la gente habla de su anterior pareja sólo sacan lo que fue mal y las cosas desagradables que hizo la otra persona.

Paul se preguntó si hablaba por propia experiencia, y supuso que así era.

—Háblame de tus hijos, Adrienne. ¿Qué les gusta hacer?

Adrienne tomó otro sorbo de café mientras pensaba en lo extraño que resultaba oír su nombre en labios de él.

—¿Mis hijos? Oh, veamos… Matt era
quarterback
en su equipo de fútbol y ahora juega como defensa en un equipo de baloncesto. A Amanda le encanta el teatro y le acaban de dar el papel de María en
West Side Story
. Y Dan…, bueno, ahora mismo Dan también juega al baloncesto, pero está pensando en cambiarse a la lucha el año que viene. El entrenador lo ha estado persiguiendo para que lo intente desde que le vio en el campo el verano pasado.

Paul levantó las cejas.

—Impresionante.

—¿Qué puedo decir? Todos han salido a su madre —bromeó.

—¿Por qué no me sorprende?

Ella sonrió.

—Claro que eso sólo son sus cosas buenas. Si te hablara de sus cambios de humor y de su actitud o si vieras lo desordenados que están sus cuartos, probablemente pensarías que soy malísima educándolos.

Paul sonrió.

—Lo dudo. Lo que pensaría es que estás educando a unos adolescentes.

—En otras palabras: ¿me estás diciendo que tu hijo, el médico concienciado, también pasó por esto y que no debo perder la esperanza?

—Seguro que él era igual.

—Pero ¿no lo sabes a ciencia cierta?

—La verdad es que no. — Hizo una pausa—. No pasé con él todo el tiempo que debería haber pasado. Hubo una época de mi vida en que trabajé demasiado.

Adrienne se dio cuenta de que no era algo fácil de admitir para él, y se preguntó por qué se lo habría dicho. Antes de que pudiera pensar demasiado en ello, el teléfono sonó y ambos se giraron ante el timbre.

—Perdona —dijo ella levantándose de su asiento—. Tengo que cogerlo.

Paul la observó alejarse y otra vez se dio cuenta de lo atractiva que era. A pesar del rumbo que su carrera médica había tomado en los últimos años, siempre le había interesado menos la apariencia que aquellas cosas que no se pueden ver: la amabilidad y la integridad, el humor y la sensibilidad. Adrienne, estaba seguro, tenía todas esas características, pero le daba la sensación de que llevaban largo tiempo inadvertidas, tal vez incluso para ella misma.

Creía adivinar que se había puesto nerviosa al sentarse al lado de él, cosa que le pareció extrañamente simpática. Demasiado a menudo, sobre todo en el campo al que se dedicaba, la gente parecía muy resuelta o intentaba impresionar, asegurándose de decir siempre lo correcto y alardeando de sus habilidades. Otros divagaban como si las conversaciones fuesen de una sola dirección, y nada era más aburrido que un fanfarrón. Ninguna de esas características parecía aplicable a Adrienne.

Y tenía que admitir que resultaba agradable hablar con alguien que no lo conocía. Durante los últimos meses, había alternado el tiempo que pasaba a solas con el que dedicaba a esquivar preguntas sobre si estaba bien o no. Más de una vez, sus colegas le habían dado el nombre de un reputado terapeuta y le habían confesado que ellos mismos habían recibido ayuda de aquella persona. Paul se había cansado de asegurar que sabía lo que estaba haciendo y que estaba seguro de su decisión. Y estaba incluso más cansado de las miradas de preocupación que recibía como respuesta.

No obstante, había algo en Adrienne que le decía que el entendería lo que le estaba ocurriendo. No sabía explicar por qué lo sentía así ni por qué le importaba. Pero en cualquier caso, estaba seguro de ello.

Capítulo 7

Unos minutos después, Paul dejó su taza vacía en la bandeja y luego la llevó a la cocina.

Adrienne todavía estaba al teléfono cuando llegó allí, dándole la espalda. Estaba inclinada sobre la encimera con una pierna cruzada sobre la otra, mientras jugueteaba con un mechón de pelo entre sus dedos. Por su tono adivinó que estaba a punto de colgar, y dejó la bandeja en la encimera.

—Sí, ya lo he apuntado… Ajá…, sí, ya se ha registrado…

Hubo una larga pausa en que se mantuvo a la escucha y, cuando habló de nuevo, Paul oyó que su voz era más grave.

—Llevan todo el día diciéndolo en las noticias… Por lo que he oído será de las grandes… Ah, de acuerdo… ¿Debajo de la casa? Sí, creo que puedo hacerlo…, es decir, tampoco puede pesar mucho, ¿no? De nada… Pásatelo bien en la boda… Adiós.

Paul estaba dejando su taza en el fregadero cuando ella se volvió.

—No tenías por qué traerla —le dijo.

—Lo sé, pero venía hacia aquí de todos modos. Quería averiguar qué hay para cenar.

—¿Te está entrando hambre?

Paul abrió el grifo.

—Un poco. Pero podemos esperar si lo prefieres.

—No, yo también tengo hambre. — Luego, al ver lo que él se disponía a hacer, le dijo—. Deja que lo haga yo. Tú eres, el huésped.

Paul se hizo a un lado para dejarle sitio mientras Adrienne se acercaba a él. Esta limpió las tazas al tiempo que hablaba.

—Esta noche puedes elegir pollo, bistec o pasta con crema. Puedo preparar lo que quieras, pero piensa que lo que no comas hoy, seguramente lo comerás mañana. No puedo asegurarte que encontremos una tienda abierta este fin de semana.

—Cualquier cosa está bien. Elige tú.

—¿Pollo? Ya está descongelado.

—Bien.

—Y pensaba acompañarlo con patatas y judías verdes.

—Suena estupendo.

Ella se secó las manos con papel de cocina y luego cogió el delantal que colgaba del tirador del horno. Mientras se lo ponía por encima del jersey, continuó:

—¿Te apetece también ensalada?

—Si tú vas a comer… Pero si no, también está bien.

Ella sonrió.

—Chico, no bromeabas cuando has dicho que no estás nada quisquilloso.

—Mi lema es que, mientras no tenga que cocinar, me comeré lo que sea.

—¿No te gusta cocinar?

—La verdad es que nunca he tenido que hacerlo. Martha, mi ex mujer, siempre estaba probando nuevas recetas. Y desde que se fue, he estado comiendo fuera prácticamente todos los días.

—Vaya, pues intenta no compararme con el nivel de un restaurante. Sé cocinar, pero no soy un chef. Por regla general a mis hijos les interesa más la cantidad que la originalidad.

—Estoy seguro de que me gustará. Aunque me encantaría echarte una mano.

Ella lo miró, sorprendida por su ofrecimiento.

—Sólo si quieres hacerlo. Si prefieres subir a descansar o a leer, puedo avisarte cuando esté listo.

Él negó con la cabeza.

—No he traído nada para leer, y si me tumbo ahora, esta noche no podré dormir.

Adrienne vaciló, considerando la oferta antes de dirigirse finalmente hacia la puerta del otro extremo de la cocina.

—Bien, gracias… Puedes empezar pelando patatas. Están en esa despensa de ahí, en el segundo estante, al lado del arroz.

Paul fue hacia la despensa. Cuando ella abrió el frigorífico para sacar el pollo, lo observó por el rabillo del ojo y pensó que era agradable, a la vez que algo desconcertante, saber que él iba a ayudarla en la cocina. Había en ello una familiaridad implícita que la desconcertaba ligeramente.

—¿Hay algo para beber? — Preguntó Paul a su espalda—. En el frigorífico, quiero decir.

Adrienne apartó algunos productos antes de mirar en el último estante. Había tres botellas tumbadas que se aguantaban en su sitio gracias a un tarro de pepinillos.

—¿Te gusta el vino?

—¿De qué clase es?

Ella dejó el pollo en la encimera y luego sacó una de las botellas.

—Es un pinot grigio. ¿Está bien?

—Nunca lo he probado. Normalmente bebo chardonnay. ¿Tienes?

—No.

Él cruzó la cocina llevando las patatas. Después de dejarlas en la encimera, cogió el vino. Adrienne vio cómo estudiaba la etiqueta durante unos momentos, antes de levantar la mirada.

—Suena bien. Dice que tiene matices de manzanas y naranjas, así que no puede estar mal. ¿Sabes dónde hay un sacacorchos?

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