Read Noches de tormenta Online
Authors: Nicholas Sparks
—Ha venido —dijo Robert Torrelson al fin.
Su voz era grave y ronca, típica del sur, como si estuviera curtida por años de fumar cigarrillos Camel sin filtro.
—Sí.
—No creía que lo hiciera.
—Al principio tampoco yo estaba seguro.
Robert gruñó como si ya se lo esperase.
—Mi hijo dice que habló con usted.
—Así es.
Robert dibujó una amarga sonrisa, pues sabía lo que se habían dicho.
—Dijo que no intentó dar explicaciones.
—No —respondió Paul—, no lo hice.
—Pero sigue creyendo que no hizo nada mal, ¿verdad?
Paul apartó la mirada, pensando en lo que Adrienne le había dicho: nunca les haría cambiar de opinión. Se enderezó.
—En su carta decía que quería hablar conmigo y que era importante. Y aquí estoy. ¿Qué puedo hacer por usted, señor Torrelson?
Robert sacó un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas de su bolsillo. Se encendió uno, se acercó un cenicero y se recostó en el sillón.
—¿Qué es lo que fue mal? — preguntó.
—Nada —dijo Paul—. La operación fue tan bien como era de esperar.
—Entonces, ¿por qué murió?
—Ojalá lo supiera, pero no es así.
—¿Es eso lo que su abogado le ha aconsejado que diga?
—No —respondió Paul sin alterarse—. Es la verdad. Y creía que era lo que ha venido a buscar. Si pudiese darle una respuesta, lo haría.
Robert se llevó el cigarrillo a la boca e inhaló. Cuando exhaló, Paul oyó un ligero silbido, como aire escapando de un acordeón.
—¿Sabía que ya tenía el tumor cuando nos conocimos?
—No —dijo—, no lo sabía.
Robert dio una larga calada a su cigarrillo. Cuando volvió a hablar, su voz sonó más suave, tamizada por los recuerdos.
—Entonces no era tan grande, claro. Era como la mitad de una nuez, y el color tampoco era tan fuerte. Pero se veía claro como el agua que tenía algo debajo de la piel. Y eso siempre la preocupó, incluso cuando era pequeña. Soy unos años mayor que ella, y recuerdo que cuando iba a la escuela siempre se miraba los zapatos, y no era difícil adivinar por qué.
Robert hizo una pausa, ordenando sus ideas; Paul tuvo el tacto de permanecer en silencio.
—Como muchos chicos de entonces, no terminó sus estudios porque tenía que trabajar para ayudar en casa, y fue entonces cuando pude conocerla. Ella trabajaba en el muelle donde descargábamos la pesca; llevaba las balanzas. Me pasé un año intentando hablar con ella antes de lograr que me dirigiera la palabra, pero me gustaba de todas formas. Era honesta y trabajaba duro, y a pesar de que se cubría la cara con el pelo, de vez en cuando tuve la oportunidad de ver lo que había debajo, y entonces descubrí los ojos más bonitos que he visto nunca. Eran de un marrón oscuro y muy dulces, ¿sabe? Como si no hubiera herido a una sola alma en toda su vida porque no estaba en su naturaleza. Y seguí intentando hablar con ella y ella siguió sin hacerme caso hasta que, supongo, finalmente pensó que no me rendiría. Accedió a salir conmigo, pero apenas me miró en toda la noche. Sólo se miraba los zapatos.
Robert juntó las manos.
—Pero le pedí otra cita igualmente. La segunda vez fue mejor, y me di cuenta de que era muy divertida cuando quería. Cuanto más la conocía, más me gustaba, y al cabo de un tiempo empecé a pensar que tal vez me había enamorado de ella. No me importaba eso que tenía en la cara. Ni me importó entonces ni me importó en el último año. Pero a ella sí. A ella, siempre.
Hizo una pausa.
—En los siguientes veinte años tuvimos siete hijos, y parecía que cada vez que amamantaba a uno, aquella cosa crecía más y más. No sé si era cierto o no, pero ella solía repetírmelo. Pero todos mis hijos, incluido John, al que usted conoció, la consideraban la mejor madre del mundo. Y lo era. Era dura cuando había que serlo, y el resto del tiempo era la mujer más dulce que haya conocido. Y yo la amaba por eso, y éramos felices. La vida aquí no suele ser sencilla, pero ella conseguía que lo fuese. Yo estaba orgulloso de ella; estaba orgulloso de que me vieran con ella y me aseguraba de hacérselo saber a todo el mundo. Creí que eso sería suficiente, pero supongo que no fue así.
Paul permaneció inmóvil mientras Robert continuaba.
—Una noche vio un programa de televisión en el que una mujer que había tenido un tumor de ésos traía esas fotografías de antes y de después. Creo que se le metió en la cabeza que podía librarse de aquello de una vez por todas. Y entonces fue cuando empezó a hablar de la operación. Era cara y no teníamos seguro, pero intentó averiguar si había algún modo de hacerlo. Nada de lo que yo dijera podía hacerle cambiar de idea. Le expliqué que a mí no me importaba, pero no me escuchó. A veces me la encontraba en el baño tocándose la cara, o la oía llorar, y me daba cuenta de qué era lo que ella deseaba más. Había vivido toda su vida con eso y ya estaba cansada. Cansada del modo en que los extraños solían evitar mirarla, o de que los niños la mirasen demasiado rato. Así que finalmente accedí. Cogí todos nuestros ahorros, fui al banco e hipotequé mi barca; entonces fuimos a verle a usted. Aquella mañana estaba tan excitada. Creo que nunca la había visto tan feliz en ningún momento de su vida; el solo hecho de verla así me hizo comprender que hacíamos lo correcto. Le dije que la estaría esperando y que entraría a verla en cuanto despertase. ¿Sabe lo que me contestó? ¿Sabe cuáles fueron sus últimas palabras para mí?
Robert seguía mirando a Paul, asegurándose de que le prestaba atención.
—Dijo: «Toda mi vida he deseado ser bonita para ti». Lo único que pude pensar al oír eso fue que siempre lo había sido.
Paul agachó la cabeza y, aunque procuró tragar saliva, tenía un nudo en la garganta.
—Pero usted no sabía ninguna de estas cosas sobre ella, para usted sólo era la mujer que vino a operarse, o la mujer que murió, o la mujer con la cosa en la cara, o la mujer cuya familia lo ha demandado. No era justo que usted no conociese su historia. Ella merecía más que eso. Se ganó mucho más que eso con la vida que vivió.
Robert Torrelson echó la última ceniza en el cenicero y luego sacó otro cigarrillo.
—Usted fue la última persona con la que habló, la última persona que la vio con vida. Era la mejor mujer del mundo, y usted ni siquiera sabía a quién tenía delante. — Hizo una pausa, dejando que sus palabras calasen—. Pero ahora ya lo sabe.
Dicho esto, se levantó del sillón y un instante después ya se había marchado.
Después de escuchar lo que Robert Torrelson había dicho, Adrienne tocó el rostro de Paul y le secó las lágrimas.
—¿Estás bien?
—No lo sé —dijo él—. Ahora mismo estoy bastante aturdido.
—No me sorprende. Son muchas cosas que asumir.
—Sí —respondió—, lo son.
—¿Te alegras de que haya venido? ¿Y de que te haya dicho todo eso?
—Sí y no. Para él era importante que yo supiera quién era ella, y me alegro por eso. Pero también me entristece. Se amaban tanto el uno al otro, y ahora ella se ha ido…
—Sí.
—No es justo.
Ella le ofreció una sonrisa nostálgica.
—No lo es. Cuanto mayor es el amor mayor es la tragedia cuando termina. Son las dos caras de la misma moneda.
—¿Incluso para ti y para mí?
—Para todo el mundo —dijo ella—. Lo mejor que podemos esperar de la vida es que eso tarde mucho en ocurrimos.
Él la sentó en su regazo. La besó en los labios y luego la rodeó con sus brazos, dejando que ella lo abrazara a su vez. Durante un buen rato se quedaron así, quietos.
Pero más tarde, mientras hacían el amor, a Adrienne le vinieron a la mente sus propias palabras. Era su última noche juntos en Rodanthe; su última noche juntos durante, por lo menos, un año. Y por más que luchó contra ellas, no pudo detener las lágrimas que rodaron por sus mejillas.
Adrienne no estaba en la cama cuando Paul se despertó el martes por la mañana. Por la noche la había oído llorar, pero no había dicho nada, pues sabía que si hablaba también a él le brotarían las lágrimas. Pero aquello lo desveló y ya no pudo dormir durante horas. Así pues, se quedó despierto hasta que ella se durmió acurrucada en sus brazos, sin querer soltarla, como si intentase compensar el año que pasarían separados.
Ella le había doblado la ropa que había sacado de la secadora, y Paul cogió lo que necesitaba para ese día antes de guardar el resto en su equipaje. Después de ducharse y vestirse, se sentó en el borde de la cama, bolígrafo en mano, y plasmó sus pensamientos en un papel. Dejó la nota en su dormitorio, se llevó sus cosas abajo y las puso junto a la puerta principal. Adrienne estaba en la cocina, de pie ante los fogones, removiendo una sartén de huevos revueltos; a su lado, en la encimera, había una taza de café. Cuando se dio la vuelta, él vio que tenía los ojos enrojecidos.
—Hola —dijo Paul.
—Hola —respondió ella, volviéndose. Empezó a remover los huevos más deprisa, sin apartar los ojos de la sartén—. He imaginado que te gustaría comer algo antes de irte.
—Gracias —respondió.
—Traje un termo de mi casa cuando vine aquí, puedes llevártelo si quieres café caliente para el viaje.
—Gracias, pero no hace falta. Estaré bien.
Ella siguió removiendo los huevos.
—Si quieres un par de bocadillos también te los puedo preparar en un momento.
Paul se acercó más hacia ella.
—No tienes por qué hacerlo. Ya me compraré algo más tarde. Y, sinceramente, dudo que vaya a tener hambre.
Ella no parecía escucharle; él le puso las manos en la espalda y luego la oyó exhalar temblorosamente, como si intentase reprimir el llanto.
—Eh…
—Estoy bien —susurró ella.
—¿Estás segura?
Ella asintió mientras apartaba la sartén del fuego. Se enjugó los ojos, esquivando la mirada de Paul. Verla de ese modo le recordó su primer encuentro en el porche, y sintió que se le hacía un nudo en la garganta. No podía creer que hubiera transcurrido menos de una semana desde entonces.
—Adrienne, no…
Entonces, ella levantó la mirada hacia él.
—¿No qué? ¿No estés triste? Tú te vas a Ecuador y yo tengo que volver a Rocky Mount. ¿Qué puedo hacer si no quiero que esto termine ahora?
—Yo tampoco quiero.
—Pues por eso estoy triste. Porque sé que tú tampoco quieres. — Vaciló, procurando controlar sus emociones—. Esta mañana, al despertarme, me he dicho que no volvería a llorar otra vez. Me he dicho que tenía que ser fuerte y estar contenta, para que tú me recordaras así. Pero entonces he oído la ducha y se me ha ocurrido que mañana, cuando me levante, tú no estarás aquí, y no he podido evitarlo. Pero estaré bien, de veras. Soy dura.
Lo dijo como si intentase convencerse a sí misma. Paul le cogió la mano.
—Adrienne…, anoche, después de que te durmieras, me puse a pensar que quizá podría quedarme un poco más. Ya no viene de un mes o dos, y así podríamos estar juntos…
Ella sacudió la cabeza, interrumpiéndolo.
—No —dijo—, no puedes hacerle eso a Mark. No después de lo que ha ocurrido entre vosotros. Y necesitas hacerlo, Paul. Este asunto lleva años consumiéndote; si no te vas ahora algo me dice que tal vez no te vayas nunca. Pasar más tiempo conmigo no hará que sea más fácil decirnos adiós cuando llegue el momento, y aunque nos preparásemos para tu próxima partida, también entonces lloraría. Además, no me lo perdonaría nunca si me interpusiera entre tu hijo y tú. — Una valerosa sonrisa se dibujó fugazmente en su rostro—. No puedes quedarte. Ambos sabemos que ya te estabas marchando antes de que nos conociéramos. Sé que es duro, pero ambos sabemos que es también lo correcto; así son las cosas cuando eres padre. A veces se tienen que hacer sacrificios, y éste es uno de ellos.
Él asintió con los labios apretados. Sabía que ella tenía razón, pero deseaba desesperadamente que no fuese así.
—¿Me prometes que me esperarás? — preguntó él finalmente, con la voz desgarrada.
—Por supuesto. Si pensara que te marchas para siempre, lloraría tanto que tendríamos que desayunar en un bote a remos.
A pesar de todo Paul se rió, y Adrienne se apoyó contra él. Ella lo besó antes de dejar que la abrazara. Él sintió el calor de su cuerpo y olió un tenue rastro de perfume. Le gustaba tanto tenerla entre sus brazos. Era una sensación perfecta.
—No sé cómo ni por qué ha ocurrido, pero creo que estaba escrito que yo debía venir aquí —dijo él—. Para conocerte. Durante años he echado de menos algo en mi vida, pero no sabía qué era. Y ahora lo sé.
Ella cerró los ojos.
—Yo también —susurró.
Él le besó el pelo y luego apoyó la mejilla en su cabeza.
—¿Me echarás de menos?
Adrienne se obligó a sonreír.
—Cada instante de mi vida.
Desayunaron juntos. Adrienne no tenía hambre, pero se obligó a comer algo y a sonreír de vez en cuando. Paul comió desganado y le llevó más tiempo del habitual terminarse el plato. Cuando hubieron terminado, llevaron las cosas al fregadero.
Eran casi las nueve y Paul la condujo hasta la puerta. Levantó su equipaje y se lo echó al hombro; Adrienne sostenía la bolsa de piel con sus billetes y su pasaporte, y se la entregó.
—Supongo que eso es todo —dijo él.
Adrienne apretó los labios. Al igual que los suyos, los ojos de Paul estaban enrojeciendo por los bordes y además miraban el suelo, como si intentase ocultarlos.
—Ya sabes cómo localizarme en la clínica. No sé qué tal va el servicio de correos, pero las cartas tienen que llegarme. Mark siempre recibe todo lo que Martha le envía.
—Gracias.
Él agitó la bolsa de piel.
—Yo también tengo tu dirección. Te escribiré cuando llegue. Y te llamaré en cuanto tenga oportunidad.
—Bien.
Él quiso tocarle la mejilla y ella inclinó la cabeza contra su mano. Ambos sabían que no quedaba nada más que decir.
Adrienne le siguió afuera y bajaron los escalones; lo observó mientras dejaba el equipaje en el asiento trasero del coche. Después de cerrar la puerta, se la quedó mirando largo rato, incapaz de romper el vínculo y deseando una vez más no tener que marcharse. Finalmente fue hacia ella y la besó en las dos mejillas y en los labios. Luego la cogió entre sus brazos.
Ella cerró los ojos con fuerza. No se iba para siempre, se repitió. Estaban hechos el uno para el otro, tendrían todo el tiempo del mundo cuando él regresara. Envejecerían juntos. Además, ya había vivido sin él todos aquellos años; ¿qué significaba un año más?