Read Noches de tormenta Online
Authors: Nicholas Sparks
Aunque Adrienne compadecía a su hija, estaba preocupada por los hijos de Amanda. Max tenía seis años y Greg cuatro, y en los últimos ocho meses Adrienne había notado cambios evidentes en su carácter. Ambos se habían vuelto anormalmente retraídos y silenciosos. Ninguno de los dos había jugado al fútbol en todo el otoño y, aunque a Max le iba bien en el parvulario, lloraba todas las mañanas antes de salir de casa. Greg había empezado a mojar la cama otra vez y le daban berrinches a la menor provocación. Adrienne sabía que algunos de estos cambios se debían a la pérdida de su padre, pero también eran un reflejo de la persona en que Amanda se había convertido desde la pasada primavera.
Gracias al seguro, Amanda no necesitaba trabajar. No obstante, los dos primeros meses después de la muerte de Brent, Adrienne se pasó casi todos los días en casa de su hija, poniendo las cuentas en orden y preparando la comida para, sus nietos, mientras Amanda dormía y lloraba en su habitación. La abrazó siempre que lo necesitó, la escuchó cuando quiso hablar y la obligó a salir a la calle al menos una o dos horas cada día, convencida de que el aire fresco le recordaría a Amanda que era posible empezar de nuevo.
Adrienne había llegado a creer que su hija estaba mejorando. A principios de verano Amanda había empezado a sonreír otra vez, con poca frecuencia al principio, pero luego algo más a menudo. Se aventuró a ir a la ciudad en un par de ocasiones, se llevó a los niños a patinar y Adrienne se fue apartando gradualmente de las tareas que había asumido. Sabía que era importante que Amanda se volviese a ocupar de las responsabilidades de su propia vida. Adrienne había aprendido que se podía encontrar consuelo en la rutina de la vida cotidiana, y esperaba que, al disminuir su presencia en la vida de su hija, ésta también se viese obligada a darse cuenta de ello.
Sin embargo, en agosto, el día del séptimo aniversario de su boda, Amanda abrió el armario del dormitorio principal, vio que el polvo se acumulaba en los hombros de los trajes de Brent y de repente dejó de mejorar. No se trataba exactamente de un retroceso, todavía había momentos en que parecía la de siempre; pero, la mayor parte del tiempo, parecía congelada en algún lugar intermedio. No estaba ni deprimida ni contenta, ni excitada ni lánguida, ni interesada ni aburrida por nada de cuanto la rodeaba. Para Adrienne, era como si Amanda se hubiera convencido de que seguir adelante sería empañar, de algún modo, la memoria de Brent, y como si su hija hubiera decidido no permitir que ocurriera tal cosa.
No obstante, no era justo para los niños. Necesitaban su guía y su amor, necesitaban su atención. Necesitaban que les dijera que todo iba a salir bien. Habían perdido a su padre y eso ya era bastante duro. Pero, últimamente, a Adrienne le parecía que también habían perdido a su madre.
Bajo el suave tono de la luz de la cocina, Adrienne consultó su reloj. Le había pedido a Dan que se llevara a Max y a Greg al cine para poder pasar la velada con Amanda. Al igual que Adrienne, sus dos hijos también estaban preocupados por los niños de Amanda. No sólo se estaban esforzando por tener un papel activo en las vidas de los chicos, sino que casi todas sus conversaciones recientes con Adrienne empezaban o terminaban con la misma pregunta: «¿Qué hacemos?».
Hoy, cuando Dan se lo había vuelto a preguntar, Adrienne le había asegurado que hablaría con Amanda. Y aunque Dan se había mostrado escéptico (¿no lo habían intentado desde un principio?), ella sabía que esa noche sería diferente.
Adrienne se hacía pocas ilusiones respecto a lo que sus hijos pensaban de ella. La querían y la respetaban como madre, sí, pero sabía que en el fondo no la conocían. A los ojos de sus hijos era una persona amable pero predecible; dulce, equilibrada; un espíritu cordial perteneciente a otra época que se había abierto camino en la vida manteniendo intacta su ingenua visión del mundo. Y su aspecto, por supuesto, se ajustaba a esa percepción: venas que empezaban a abultar en los dorsos de sus manos, una figura más parecida a un cuadrado que a un reloj de arena y unas gafas que se tornaban más y más gruesas con los años. Sin embargo, cuando veía que la miraban con cara de seguirle la corriente, a veces tenía que reprimir una carcajada.
Sabía que parte de ese error se debía al deseo de sus hijos de verla de una manera determinada, de tener una imagen preconcebida que encajara con una mujer de su edad. Era más fácil y, francamente, más cómodo, pensar que su madre era más tranquila que atrevida, una persona bonachona que nunca podría sorprenderles con sus experiencias. Y, de acuerdo con la madre amable, predecible, dulce y equilibrada que era, no había sentido ningún deseo de hacerles cambiar de opinión.
Sabiendo que Amanda llegaría en cualquier momento, Adrienne fue al frigorífico y dejó una botella de pinot grigio sobre la mesa. La casa se había enfriado desde el atardecer, así que subió el termostato de camino al dormitorio.
Su habitación, la que una vez había compartido con Jack, había sido redecorada dos veces desde el divorcio. Adrienne consiguió la cama con dosel que había deseado desde que era joven. Oculta entre la pared y la cama había una pequeña caja para cartas; Adrienne la puso a su lado, sobre la almohada.
Su interior contenía las cosas que había conservado: la nota que él había dejado en el Inn, una fotografía instantánea de él en la clínica y la carta que había recibido unas semanas antes de Navidad. Entre estos objetos se encontraban dos fajos atados de cartas, y, en medio, una concha que habían recogido en la playa.
Adrienne dejó la nota a un lado y extrajo un sobre del montón, mientras recordaba cómo se había sentido la primera vez que lo leyó. Luego sacó la carta. Se había vuelto más fina y quebradiza, y aunque la tinta había perdido intensidad desde la época en que él la escribiera, las palabras aún se leían bien.
Querida Adrienne:
Nunca se me ha dado bien escribir cartas, así que espero que me perdones si no soy lo bastante claro.
He llegado esta mañana en burro, lo creas o no, y he descubierto el lugar donde pasaré una temporada. Ojalá pudiera decirte que es mejor de lo que había imaginado, pero, para ser sinceros, no puedo. La clínica anda escasa de casi todo: medicinas, equipo y las camas necesarias; pero he hablado con el director y creo que podré solventar al menos parte del problema. Aunque tienen un generador para producir electricidad, no hay teléfonos, por lo que no podré llamar hasta que vaya a Esmeraldas. Está a un par de días de camino, y la próxima caravana de suministros no pasa hasta dentro de unas semanas. Siento que sea así, pero creo que ambos sospechábamos que era probable.
Todavía no he visto a Mark. Ha estado en una clínica asistencial en las montañas y no volverá hasta hoy por la noche. Ya te contaré cómo va, pero no espero gran cosa al principio. Como tú dijiste, creo que tenemos que dedicar un tiempo a conocernos mutuamente antes de poder solucionar nuestros problemas.
Ni siquiera puedo calcular la cantidad de pacientes que he tenido hoy. Más de un centenar, supongo. Hacía mucho tiempo que no veía a pacientes de este modo, con esta clase de problemas; la enfermera ha sido de gran ayuda, incluso cuando yo parecía perdido. Creo que se sentía agradecida de que yo estuviera allí.
No he dejado de pensar en ti desde que me marché, preguntándome por qué el viaje que estoy haciendo parecía tener que pasar por ti. Sé que el viaje aún no ha terminado y que la vida da muchas vueltas, pero no puedo evitar esperar que, de alguna forma, esas vueltas me devuelvan al lugar al que pertenezco.
Así es como lo siento ahora. Te pertenezco a ti. Mientras estaba conduciendo, y de nuevo cuando el avión estaba en el aire, me imaginaba que, al llegar a Quito, te vería esperándome entre la multitud. Sabía que era imposible, pero por alguna razón eso hacía que dejarte fuese un poco más fácil. Casi era como si una parte de ti viniese conmigo.
Quiero creer que es cierto. No, mejor dicho…, sé que es cierto. Antes de conocernos yo estaba todo lo perdida que puede estar una persona; sin embargo, supiste ver algo en mí que, de algún modo, me volvió a marcar un rumbo. Ambos sabemos por qué fui a Rodanthe, pero no puedo evitar pensar que intervino una fuerza mayor. Fui allí para cerrar un capítulo de mi vida, con la esperanza de que eso me ayudara a encontrar mi camino. Pero creo que tú eras lo que yo había buscado todo el tiempo. Y eres tú quien ahora está conmigo.
Ambos sabemos que debo quedarme aquí un tiempo. No estoy seguro de cuándo volveré; aunque no lleve mucho en este lugar me doy cuenta de que te echo de menos más de lo que he añorado jamás a nadie. Una parte de mí anhela subirse a un avión y venir a verte, pero si lo nuestro es tan real como creo, estoy seguro de que superaremos esto. Y volveré, te lo prometo. En el breve tiempo que pasamos juntos compartimos algo que para muchas personas no es más que un sueño, y cuento los días que faltan para poder volver a verte. No olvides jamás cuánto te quiero.
Paul
Cuando terminó de leerla, Adrienne dejó la carta a un lado y cogió la concha con la que habían tropezado en una lejana tarde de domingo. Aún olía a salobre, a eternidad, al aroma primordial de la vida misma. Tenía un tamaño mediano y una forma perfecta, sin grietas, algo poco menos que imposible de encontrar entre el agitado oleaje de la Barrera de Islas después de una tormenta. Un buen augurio, había pensado ella entonces, y recordaba habérsela llevado al oído y asegurar que podía escuchar el sonido del océano. Aquello había hecho reír a Paul, que dijo que era el propio océano lo que estaba escuchando. Luego la rodeó con sus brazos y dijo: «¿No te has dado cuenta de que la marea está alta?».
Adrienne echó un vistazo a los otros objetos, buscando lo que pudiera necesitar para su charla con Amanda y deseando tener más tiempo para el resto. «Tal vez luego», pensó. Metió las demás cosas en el cajón de abajo, pues sabía que no había ninguna necesidad de que Amanda las viera. Después de coger la caja, Adrienne se levantó de la cama y se alisó la falda.
Su hija iba a llegar enseguida.
Adrienne estaba en la cocina cuando oyó que la puerta principal se abría y se cerraba; un instante después, Amanda avanzaba por el salón.
—¿Mamá?
Adrienne dejó la caja en la encimera.
—Estoy aquí —gritó.
Cuando Amanda empujó las puertas oscilantes para entrar en la cocina, encontró a su madre sentada a la mesa, con una botella de vino sin abrir delante de ella.
—¿Qué ocurre?—preguntó.
Adrienne sonrió, pensando en lo bella que era su hija: con su cabello castaño claro y esos ojos color de avellana coronando sus elevados pómulos; siempre había resultado adorable. Aunque era medio centímetro más baja que Adrienne, siempre mantenía la postura de una bailarina y parecía más alta. Además era delgada, un poco demasiado en opinión de Adrienne, pero ya había aprendido a no hacer comentarios al respecto.
—Quería hablar contigo —dijo Adrienne.
—¿Sobre qué?
En lugar de responder, Adrienne hizo un gesto señalando la mesa.
—Creo que deberías sentarte.
Amanda se sentó con ella a la mesa. Al acercarse más pareció tensa, y Adrienne le cogió la mano. Se la apretó sin decir nada y luego, a su pesar, se la soltó mientras se volvía hacia la ventana. Durante largo rato no se oyó ningún ruido en la cocina.
—¿Mamá? — preguntó Amanda al fin—. ¿Estás bien?
Adrienne cerró los ojos y asintió.
—Sí, estoy bien. Sólo estaba pensando por dónde empezar.
Amanda se puso un poco rígida.
—¿Se trata de mí otra vez? Porque si es así…
Adrienne la interrumpió haciendo un gesto con la cabeza.
—No, se trata de mí —dijo—. Voy a contarte algo que ocurrió hace catorce años.
Amanda inclinó la cabeza y, en mitad de aquella cocina pequeña y familiar, Adrienne dio comienzo a su relato.
Rodanthe, 1988
El cielo de la mañana estaba gris cuando Paul Flanner salió del despacho de abogados. Se abrochó la cremallera de la chaqueta y avanzó entre la neblina hasta su Toyota Camry alquilado; se sentó detrás del volante, consciente de que la vida que había llevado durante el último cuarto de siglo acababa de terminar oficialmente al estampar su firma en el contrato de venta.
Era principios de enero de 1988; en el último mes había vendido sus dos coches, su consultorio y, ahora, en esta última reunión con su abogado, su casa. No sabía qué sentiría al venderla, pero al dar la vuelta a la llave se había dado cuenta de que no sentía gran cosa, aparte de una vaga sensación de completar un ciclo. Aquella misma mañana se había paseado por la casa una última vez, habitación por habitación, esperando recordar escenas de su vida. Creyó que se imaginaría el árbol de Navidad y rememoraría lo nervioso que se ponía su hijo cuando bajaba las escaleras en pijama para ver los regalos que Papá Noel le había traído. Había intentado recordar los olores de la cocina en el día de Acción de Gracias, o las tardes lluviosas de domingo cuando Martha preparaba un guiso, o los sonidos de las voces que emergían del salón, donde él y su esposa habían celebrado docenas de fiestas.
Pero mientras pasaba de una habitación a otra, deteniéndose de vez en cuando para cerrar los ojos, ningún recuerdo acudió a él. Comprendió que la casa no era más que una cáscara vacía, y se preguntó, una vez más, por qué había vivido allí tanto tiempo.
Paul abandonó el aparcamiento, se sumergió en el tráfico y se dirigió a la carretera interestatal, evitando las aglomeraciones de los habitantes de los suburbios que venían a trabajar a la ciudad. Veinte minutos después giró hacia la autopista 70, una vía de dos carriles que llevaba al sureste, a la costa de Carolina del Norte. En el asiento de atrás llevaba dos bolsas grandes de tela gruesa. Sus billetes de avión y su pasaporte estaban en la bolsa de piel que había a su lado, en el asiento del copiloto. En el maletero tenía un botiquín médico y material diverso que le habían pedido que llevara.
Fuera, el cielo era una lona blanca y gris; el invierno se había instalado con firmeza. Aquella mañana había llovido durante una hora y, debido al viento del norte, parecía que hiciera más frío. La autopista no estaba llena ni resbaladiza, así que Paul conectó el control remoto por debajo del límite de velocidad y dejó que sus pensamientos derivaran de nuevo hacia lo que había hecho aquella mañana.