Read Noches de tormenta Online
Authors: Nicholas Sparks
Britt Blackerby, su abogado, había realizado una última intentona por disuadirlo. Eran amigos desde hacía años; seis meses antes, cuando Paul le habló por primera vez de sus intenciones, Britt creyó que estaba bromeando y se rió mientras decía: «Sí, claro, un día de éstos». Sin embargo, al mirar el rostro de su amigo al otro lado de la mesa comprendió que Paul hablaba en serio.
Por supuesto, Paul se había preparado para esa reunión. Era la única costumbre de la que no podía deshacerse; colocó tres páginas pulcramente mecanografiadas, donde había subrayado lo que consideraba que eran precios justos y sus opiniones específicas sobre las propuestas de contratos. Britt se los había quedado mirando un buen rato antes de levantar la vista.
—¿Esto es por Martha?—preguntó.
—No —contestó él—, sólo es algo que necesito hacer.
En el coche, Paul encendió la calefacción y colocó la mano encima de la rejilla, dejando que el aire le calentara los dedos. Al echar un vistazo al espejo retrovisor vislumbró los rascacielos de Raleigh y se preguntó cuándo volvería a verlos de nuevo.
Le había vendido la casa a una pareja; el marido era un ejecutivo de Glaxo y la esposa era psicóloga, y habían visto la casa el primer día que estuvo a la venta. Habían vuelto al día siguiente y, al cabo de unas horas, ya habían hecho una oferta. Era la primera y la única pareja que había puesto los pies en la vivienda.
Paul no se sorprendió. Había estado presente la segunda vez que vinieron y se habían pasado una hora repasando las características de la casa. A pesar de los intentos por disimular sus sentimientos, Paul supo que la comprarían desde el momento en que los vio. Les mostró el funcionamiento del sistema de seguridad y cómo abrir la puerta que separaba aquel vecindario del resto de la comunidad; les ofreció el número y la tarjeta del jardinero al que empleaba, así como el de la empresa de mantenimiento de la piscina, con la que todavía tenía un contrato vigente. Explicó que el mármol del vestíbulo era importado de Italia y que los cristales de colores de las ventanas estaban trabajados por un artesano de Génova. Habían remodelado la cocina hacía sólo dos años: el frigorífico Sub—Zero y la cocina Viking todavía eran últimos modelos. Les dijo que no, que no sería ningún problema cocinar para veinte o más. Les llevó a la suite principal, que contaba con un baño propio, y luego a las demás habitaciones. Notó que los ojos de la pareja se detenían en las molduras labradas a mano y en las paredes pintadas a la esponja.
En el piso de abajo, Paul señaló los muebles hechos a medida y la araña de cristal; finalmente, dejó que examinaran la alfombra persa que había debajo de la mesa de madera en el comedor. En la biblioteca, Paul observó cómo el marido recorría con los dedos los paneles de arce y luego miraba la lámpara Tiffany del rincón del escritorio.
—¿Y el precio incluye todos los muebles?—preguntó el marido.
Paul asintió.
Al salir de la biblioteca pudo oír a sus espaldas unos sofocados murmullos de excitación.
Transcurrida casi una hora, cuando ya estaban en la puerta dispuestos para salir, le hicieron la pregunta que Paul ya sabía que llegaría:
—¿Por qué la vende?
Paul recordaba haber mirado al marido, consciente de que la pregunta se debía a algo más que a simple curiosidad.
Lo que Paul estaba haciendo tenía cierto aire escandaloso, y sabía que el precio era demasiado bajo, incluso si hubiera vendido la casa vacía.
Paul podría haber respondido que, desde que estaba solo, ya no necesitaba una casa tan grande. O que la vivienda era más adecuada para gente más joven, a quien no le importaran las escaleras. O que tenía pensado comprar o construir una casa distinta y quería una decoración diferente. O que pensaba retirarse y todo aquello era demasiado para hacerse cargo.
Pero ninguno de estos motivos era cierto. En lugar de contestar, fijó la mirada en la de aquel hombre.
—¿Por qué quieren ustedes comprarla?—preguntó.
Su tono fue amistoso y el marido se tomó un momento para mirar a su esposa. Era bonita, morena y menuda; ambos parecían tener la misma edad, unos treinta y cinco años, más o menos. El hombre también era atractivo y mantenía la espalda erguida; era obvio que tenía futuro y que nunca le había faltado confianza. Por un instante, parecieron no comprender qué les preguntaba.
—Es el tipo de casa con la que siempre hemos soñado —respondió finalmente la mujer.
Paul asintió: «Sí; recuerdo que yo sentí lo mismo. Pero sólo hasta hace seis meses», pensó.
—Entonces espero que les haga felices —dijo.
Un momento más tarde la pareja se marchó; Paul observó cómo se dirigían a su coche. Los saludó con la mano antes de cerrar la puerta y, una vez dentro, sintió un nudo en la garganta. Se dio cuenta de que contemplar al marido le había recordado cómo se sintió él mismo en cierta ocasión, mientras se miraba en el espejo. Y, por alguna razón que no podía explicar muy bien, notó que de repente sus ojos se llenaban de lágrimas.
La autopista pasó por Smithfield, Goldsboro y Kinston, pequeñas ciudades separadas por cincuenta kilómetros de campos de algodón y tabaco. Él había crecido en esta parte del mundo, en una pequeña granja a las afueras de Williamston, así que los puntos de referencia le resultaban familiares. Pasó de largo establos y granjas que se tambaleaban, y vio manojos de muérdago en las ramas altas y yermas de los robles que había junto a la autopista. Largas y delgadas líneas de pinos separaban cada propiedad de la contigua.
En New Bern, una pintoresca localidad situada en la confluencia de los ríos Neuse y Trent, paró para almorzar. Se compró un sándwich y una taza de café en una tienda del barrio histórico y, a pesar del frío intenso, se sentó en un banco junto al Sheraton, con vistas al puerto. Yates y veleros se sostenían en sus amarres, balanceándose ligeramente al ritmo de la brisa.
El aliento de Paul se elevaba en pequeñas nubes. Después de terminarse el sándwich quitó la tapa de su taza de café. Mientras observaba cómo se levantaba el vapor, pensó en el curso de los acontecimientos que lo había llevado al punto donde estaba ahora.
Pensó que había sido un largo trayecto. Su madre había muerto al darle a luz, y como hijo único de un padre que tenía que labrar la tierra para ganarse la vida no lo había tenido nada fácil. En lugar de jugar al béisbol con sus amigos o pescar siluros gigantes y róbalos de boca grande, se pasaba el día arrancando maleza y limpiando de gorgojos las hojas de tabaco en jornadas de doce horas, bajo el sol alto y redondo de los veranos sureños que doraba permanentemente su espalda. Como todos los niños, a veces se quejaba, pero normalmente asumía su trabajo. Sabía que su padre necesitaba su ayuda, y su padre era un buen hombre. Era paciente y amable, aunque, como su propio padre antes que él, raramente hablaba sin motivo. Las mayoría de las veces, su pequeña casa ofrecía la quietud que suele encontrarse en una iglesia. Aparte de las preguntas acostumbradas sobre cómo había ido la escuela o qué ocurría en los campos, las cenas no estaban salpicadas más que por los sonidos de los cubiertos al chocar contra los platos. Después de limpiar los cacharros, su padre se trasladaba a la sala y leía detenidamente reportajes agrícolas, mientras que Paul se sumergía en los libros. No tenían televisor y muy pocas veces encendían la radio, excepto para informarse del tiempo.
Eran pobres y, aunque siempre tuvo un plato en la mesa y una cama donde dormir, a veces Paul se sentía avergonzado por la ropa que llevaba, o por el hecho de no tener nunca dinero suficiente para ir a la tienda a comprarse un pastelito o una botella de cola como sus amigos. De vez en cuando oía comentarios maliciosos sobre esas cosas, pero, en lugar de rebelarse, Paul se consagraba a sus estudios, como si no le importara intentar demostrar nada. Año tras año traía a casa unas calificaciones perfectas; y aunque su padre estaba orgulloso de sus logros, había en él cierta melancolía cuando miraba los informes de Paul, como si eso significara que su hijo dejaría la granja algún día para no volver nunca más.
Los hábitos de trabajo adquiridos en el campo se extendieron a otras áreas de la vida de Paul. No sólo se graduó con matrícula de honor, sino que también se convirtió en un excelente atleta. Cuando recortaron la plantilla del equipo de fútbol estando él en el primer año, el entrenador le aconsejó que probara con las carreras de fondo. Entonces descubrió que era el esfuerzo y no los genes lo que solía distinguir a los ganadores de los perdedores en una carrera, por lo que empezó a levantarse a las cinco de la mañana para poder entrenar cada día. Y funcionó. Asistió a la Universidad de Duke con una beca de atletismo: fue su mejor corredor durante cuatro años, además de continuar sobresaliendo en las aulas. En sus cuatro años allí sólo una vez bajó la guardia, y como consecuencia estuvo a punto de morir, así que no dejó que aquello ocurriese otra vez. Se especializó en química y en biología y se graduó con sobresaliente. Aquel año también se convirtió en un atleta de alto nivel al acabar tercero en el encuentro nacional de corredores de fondo.
Después de la carrera le entregó la medalla a su padre y le dijo que había hecho todo aquello por él.
—No —replicó su padre—, has corrido por ti. Sólo espero que estés corriendo en dirección a algo, y no para escapar de algo.
Aquella noche, Paul contempló el techo mientras estaba tumbado en la cama, intentando imaginar qué había querido decir su padre. En su mente estaba corriendo hacia algo, hacia todo. Una vida mejor. Estabilidad económica. Una forma de ayudar a su padre. Respeto. Libertad sin preocupaciones. Felicidad.
En febrero de su último año, después de saber que lo habían aceptado en la Facultad de Medicina de Vanderbilt, fue a visitar a su padre para darle las buenas noticias. Éste le dijo que se alegraba por él. Pero aquella noche, cuando se suponía que su padre dormía desde hacía rato, Paul miró por la ventana y lo vio: una figura solitaria de pie junto a la cerca, mirando hacia los campos.
Tres semanas después, su padre murió de un ataque al corazón mientras labraba la tierra, preparándose para la primavera.
Paul quedó deshecho por la pérdida, pero en lugar de tomarse un tiempo para el duelo eludió los recuerdos lanzándose aún más de lleno al trabajo. Se inscribió temprano en Vanderbilt, fue a la escuela de verano y cursó tres asignaturas para adelantar sus estudios; luego añadió tres asignaturas más para completar el programa. Después de eso, su vida era una mancha uniforme. Fue a clase, hizo los trabajos y estudió hasta que despuntaba el alba. Corrió ocho kilómetros al día y siempre cronometró sus tiempos, para intentar mejorar con cada año que pasaba. Evitó los bares y los clubes nocturnos e ignoró las idas y venidas de los equipos de atletismo de la facultad. Se permitió el capricho de comprarse un televisor, pero nunca lo sacó de la caja y lo acabó vendiendo al año siguiente. Aunque era tímido con las chicas le presentaron a Martha, una rubia de Georgia de carácter dulce que trabajaba en la biblioteca de la Facultad de Medicina, y como él nunca se pasaba por allí para pedirle una cita decidió hacerlo ella misma. Aunque a Martha le preocupaba el ritmo frenético en que él vivía sumergido, aceptó su propuesta de matrimonio y fueron juntos al altar diez meses más tarde. Con los finales tan cerca no hubo tiempo para la luna de miel, pero él le prometió que irían a algún lugar bonito cuando terminara la carrera. Nunca hicieron tal cosa. Mark, su hijo, nació un año después. Durante los dos primeros años de la vida del niño, Paul no cambió un solo pañal, ni meció nunca al bebé para que se durmiera.
Se dedicaba a estudiar en la mesa de la cocina, atento a los esquemas de la fisiología humana o a las ecuaciones químicas, tomando notas y sacándose un examen tras otro. Se graduó el primero de su clase en tres años y se mudó a Baltimore con su familia, donde hizo su residencia como cirujano en el hospital Johns Hopkins.
Para entonces ya sabía que la cirugía era lo suyo. Muchas especialidades requieren una gran dosis de interacción humana y de psicología, y Paul no era especialmente bueno en ninguna de las dos cosas. Pero la cirugía era distinta; a los pacientes no les interesaban tanto las dotes comunicativas como la destreza, y Paul no sólo tenía la confianza necesaria para tranquilizarlos antes de la operación, sino también la destreza para hacer lo que fuese necesario. Prosperó en aquel entorno. En los dos últimos años de su residencia, Paul trabajó noventa horas a la semana y durmió cuatro horas al día; sin embargo, curiosamente, no mostraba signo alguno de fatiga.
Después de su residencia, completó una beca de investigación en cirugía craneoencefálica y se mudó con su familia a Raleigh, donde montó una consulta con otro cirujano justo cuando la población empezaba a aumentar y aumentar. Al ser los únicos especialistas de ese campo en la comunidad, su consultorio creció. A los treinta y cuatro años ya había pagado sus deudas con la Facultad de Medicina. A los treinta y seis trabajaba con todos los grandes hospitales de la zona y desempeñaba la mayor parte de su trabajo en el Medical Center de la Universidad de Carolina del Norte. Allí participo en una investigación junto con científicos de la clínica Mayo sobre neurofibromas. Un año después le publicaron un artículo sobre el paladar mellado en el New England Journal of Medicine. Cuatro meses después le siguió otro artículo sobre hemangiomas; en él contribuyó a redefinir los procedimientos quirúrgicos para los niños en dicho campo. Su fama aumentó y, tras operar con éxito a la hija del senador Norton, que había quedado desfigurada en un accidente de coche, fue primera plana en The Wall Street Journal.
Además del trabajo de reconstrucción, fue uno de los primeros cirujanos de Carolina del Norte en expandir su ejercicio para incluir la cirugía plástica, y pilló la ola justo cuando empezaba a crecer. Su consultorio funcionaba con fuerza, sus ingresos se multiplicaron y empezó a acumular cosas. Se compró un BMW, luego un Mercedes, luego un Porsche y luego otro Mercedes. Él y Martha construyeron la casa de sus sueños. Adquirió bonos y acciones de una docena de fondos de inversiones distintos. Cuando se dio cuenta de que no podía lidiar con los entresijos del mercado, contrató a un asesor financiero. Después de eso, su capital comenzó a doblarse cada cuatro años. Entonces, cuando tenía más de lo que iba a necesitar para el resto de su vida, su dinero se comenzó a triplicar.