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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (13 page)

BOOK: Nuestra especie
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La carga del racismo resulta más pesada para quienes sufren el desprecio de sus supuestos superiores. Pero el precio lo pagan tanto los vejadores como los vejados. Cuando un pueblo empieza a creer que el color de la piel o la forma de la nariz garantizan su futura preeminencia, está generalmente contribuyendo a cavar su propia tumba. Me pregunto, por ejemplo, en qué medida la humillación sufrida por el comercio y la industria estadounidense a manos de los competidores japoneses no se debe al orgullo racial. En la década de 1930, los estadounidenses consideraban que los japoneses fabricaban juguetes baratos, abanicos de papel y relojes cuyos resortes se rompían al darles cuerda por primera vez. Los ingenieros estadounidenses afirmaban con soberbia que, por mucho que se esforzasen los japoneses, nunca podrían alcanzar a las superpotencias y especialmente a los Estados Unidos. Carecían de esa cualidad innata, especial, que los estadounidenses denominan «ingenio yanqui». ¡Con qué seriedad afirmaban los Julio César de la industria estadounidense que el Japón sólo podía fabricar imitaciones! Nadie que estuviese en su sano juicio podía imaginar que en cincuenta años las importaciones de automóviles japoneses pondrían de rodillas a Detroit y que los microscopios, cámaras, relojes digitales, calculadoras, aparatos de televisión y de vídeo, y docenas de otros productos de consumo fabricados en el Japón dominarían el mercado de los Estados Unidos.

Impertérritos ante estos vuelcos, muchos creen que el África negra constituye una excepción, condenada por su herencia genética al atraso perpetuo. Irónicamente, los japoneses piensan de modo parecido (en cierta ocasión, el primer ministro japonés atribuyó públicamente la decadencia de los Estados Unidos a la presencia de demasiados individuos de linaje africano). El África subsahariana ¿carece en cierta manera de aptitud para crear unos Estados Unidos o un Japón? Teniendo en cuenta que con frecuencia quienes están más atrasados en un período adelantan más que nadie en el siguiente, no creo que los factores raciales merezcan ser considerados seriamente como explicación de la difícil situación de África. Por lo menos, no hasta que se hayan explorado por completo las razones históricas del lento ritmo de desarrollo del continente.

En el año 500 de nuestra era, los reinos feudales de África occidental (Ghana, Mali, Sanghay) se parecían mucho a los europeos, con la única diferencia de que el Sahara aislaba a los africanos de la herencia tecnológica que Roma había legado a Europa. Posteriormente, el gran desierto impidió que se extendiesen hacia el sur las influencias árabes, que tan gran papel desempeñaron en la revitalización de la ciencia y el comercio europeo. Mientras que los ribereños de la cuenca mediterránea hacían en barco el comercio y la guerra, y se convertían en potencias marítimas, sus iguales de piel oscura que habitaban al sur del Sahara tenían como principal preocupación cruzar el desierto y carecían de motivación para las aventuras marítimas. Por eso, cuando en el siglo XV los primeros barcos portugueses arribaron a las costas de Guinea, pudieron hacerse con el control de los puertos y marcar el destino de África durante los 500 años siguientes. Después de agotar las minas de oro, los africanos se pusieron a cazar esclavos para intercambiarlos por ropa y armas de fuego europeas. Esto ocasionó un incremento de la guerra y las rebeliones, así como la quiebra de los estados feudales autóctonos, con lo que se frustró prematuramente la trayectoria del desarrollo político africano y regiones enormes del interior se convirtieron en tierra de nadie cuyo producto principal era la cosecha humana que se exportaba a las plantaciones de azúcar, algodón y tabaco del otro lado del Atlántico.

Cuando terminó el comercio de esclavos, los europeos obligaron a los africanos a trabajar para ellos en los campos y en las minas. Entretanto, las autoridades coloniales hicieron todos los esfuerzos posibles para mantener a África subyugada y atrasada, fomentando las guerras tribales, limitando la educación de los africanos al nivel más rudimentario posible y, sobre todo, evitando que las colonias desarrollasen una infraestructura industrial que podía haberles permitido competir en el mercado mundial una vez que consiguiesen la independencia política. Con una historia semejante, habrá que considerar a los africanos no una raza inferior sino superhombres si por su cuenta consiguen crear una única sociedad industrial avanzada antes de mediados del próximo siglo.

Si se abrigan dudas de que el colonialismo pueda acarrear estas consecuencias duraderas, basta con pensar en Indonesia y el Japón. En el siglo XVI ambas civilizaciones isleñas compartían muchas características de los estados feudales agrarios. Indonesia se convirtió en colonia de Holanda, en tanto que Japón cerró sus puertas a los comerciantes y misioneros europeos, aceptando de Occidente sólo las importaciones de libros, especialmente libros técnicos que explicaban cómo fabricar municiones, construir ferrocarriles y producir sustancias químicas. Después de 300 años de estrecho contacto con sus señores europeos, Indonesia entró en el siglo XX subdesarrollada, superpoblada y empobrecida, mientras que los japoneses estaban listos para ocupar el lugar que les correspondía como potencia industrial más avanzada del Extremo Oriente. Por supuesto, en esta historia han de considerarse otros elementos, pero la raza no es uno de ellos.

¿Difieren las razas en inteligencia?

Pero ¿acaso no obtienen los negros de los Estados Unidos puntuaciones más bajas en las pruebas de CI (cociente de inteligencia). que los blancos? ¿No prueba esto que Huxley tenía razón y que los negros adolecen de una desventaja innata para competir en una lucha «a golpe de pensamiento y no a mordiscos»?

Nadie discute el hecho de que en los Estados Unidos los negros obtienen en las pruebas de CI normalizadas resultados que se sitúan siempre quince puntos por debajo de los de los blancos. Pero muchos científicos dudan de que éstas sirvan para medir las diferencias de inteligencia innatas existentes entre las razas. Parece mucho más probable que lo que dichas pruebas midan sea la continua falta de preparación social para alcanzar buenas puntuaciones en ellas, que incluye un largo historial de asistencia a escuelas peores, de crianza en familias rotas y de ausencia de modelos de personas que hayan triunfado en carreras intelectuales.

Incluso quienes defienden estas pruebas como instrumento de medición de la inteligencia admiten que el 20 por ciento de los puntos de diferencia refleja sólo diferencias raciales de carácter ambiental y no de carácter genético. Es importante saber cómo se calcula este porcentaje: se comparan las puntuaciones conseguidas por pares de gemelos idénticos separados durante la infancia por los organismos de adopción y educados por familias adoptivas diferentes. Pese a que los gemelos hayan sido criados por separado, el CI de cada par propende a ser igual en cerca del 80 por ciento de los casos. Pero la validez de esta cifra depende de estar razonablemente seguro de que los hogares independientes, en los cuales se crían los pares de gemelos, constituyen ambientes no menos diferentes que los experimentados por niños adoptados que no son gemelos idénticos. Esta condición no puede cumplirse porque los organismos de adopción tratan por lo general de colocar a los niños que necesitan padres adoptivos en casas que reúnan las características socioeconómicas, religiosas, étnicas y raciales de los padres. Dichos organismos se esfuerzan especialmente en lograr un máximo parecido en el caso de gemelos idénticos.

La estrategia de emplear gemelos criados por separado para discernir los efectos ambientales y culturales en las puntuaciones de las pruebas de inteligencia adolece de un defecto metodológico aún mayor, que en mi opinión la invalida. Si lo que se desea es medir qué efectos tiene el entorno social de los niños negros sobre sus resultados en las pruebas del CI, no es admisible medir, como si fueran equivalentes, los efectos del entorno en que se crían los niños blancos sobre sus resultados en las mismas. Dado que no se puede de ninguna manera extrapolar las experiencias de un niño blanco, educado en una familia blanca, en el seno de la comunidad blanca, a las de un niño negro, educado en una familia negra, en el seno de una comunidad negra, las mediciones de la influencia genética derivadas de los estudios sobre niños blancos educados separadamente en familias blancas nunca reproducirán en su auténtico alcance e intensidad las diferencias ambientales experimentadas por los niños negros y blancos en los Estados Unidos. La única forma de salir del atolladero consistiría en educar a niños blancos en hogares negros, y viceversa, para luego comparar los resultados de CI. Por supuesto, la extraordinaria situación de unos niños blancos educados en hogares negros constituiría una variable más a tener en cuenta. Además, los negros educados en hogares blancos seguirían experimentando los efectos de los prejuicios raciales fuera del hogar. Así pues, podría ser necesario idear alguna forma de cambiar el color de los niños para determinar los efectos de su raza en sus CI (¿pintándoles la cara?). Una persona en su sano juicio no propondría experimentos de tal naturaleza, y si lo hiciese, serían declarados inmorales e ilegales. Esto demuestra lo absurdo que resulta afirmar que se han medido científicamente los efectos ambientales en las diferencias de CI entre blancos y negros. En la práctica, dichas mediciones no pueden realizarse sin modificar sustancialmente el entero universo social en que viven blancos y negros. Como dice Jerry Hirsch, genetista del comportamiento de la Universidad de Washington (Saint Louis), el intento de medir las diferencias raciales de inteligencia es «imposible y por tanto inútil».

Al igual que el subdesarrollo de África, las inferiores puntuaciones de los estadounidenses negros son producto de cientos de años de represión sistemática. Quienes atribuyen el subdesarrollo de África, o la pobreza, la delincuencia y drogodependencia que padecen los estadounidenses negros a un déficit intelectual innato están difundiendo una información falsa que no puede sino dificultar todavía más la lucha por la igualdad. No existe nada en la herencia de las personas de estirpe africana que las haga menos capaces de figurar en la cresta del cambio tecnológico, científico y social que las demás grandes divisiones de la especie humana. Ya les llegará su momento.

Otro tipo de selección

Una vez que la selección natural hubo llevado el organismo, el cerebro y la conducta de nuestros antepasados al despegue cultural, comenzó a evolucionar la propia cultura con arreglo a sus propios principios de selección y a sus propias pautas de orden y desorden, azar y necesidad. Durante los 35.000 años siguientes, la selección natural continuó moldeando el organismo humano y adaptándolo a los niveles de radiación solar, calor, frío, altitud y presión alimentaria propios de los diferentes hábitats. Pero estos cambios no pueden en modo alguno explicar las inmensas diferencias existentes entre los repertorios culturales de las modernas sociedades industriales y de la época prehistórica. Las teorías basadas en la selección natural resultan inútiles y básicamente engañosas para comprender la relación entre las muescas paleolíticas en espiral descritas por Marshak y la escritura mediante un ordenador personal. Nosotros, que construimos y utilizamos ordenadores, no somos intrínsecamente más inteligentes que los observadores de la era de las glaciaciones que vigilaban y posiblemente anotaban las fases lunares. Nada hay en nuestros genes que ordene al cerebro utilizar disquetes en lugar de buriles y placas de piedra. Nada existe en nuestros genes que nos ordene vivir en altos apartamentos y no en la entrada de una cueva, u obtener nuestra provisión de carne de manadas de toros Blackangus, y no de caballos salvajes. Poseemos disquetes y animales domésticos no porque lo favoreciese la selección natural, sino porque lo favoreció la selección cultural.

Permítanme que intente precisar esta distinción. La selección natural actúa sobre cambios en el programa hereditario que portan las moléculas de ADN localizadas en el núcleo de las células del organismo. Si los cambios del programa y los rasgos físicos y de conducta que éstos controlan tienen como resultado una tasa neta de reproducción más elevada en las personas en las cuales se operan, dichos cambios se verán favorecidos en las generaciones siguientes y pasarán a formar parte del programa genético de una población.

¿Cómo procede la selección cultural? Nuestros organismos poseen, como resultado de la selección natural, cierto número de deseos, necesidades, instintos, límites de tolerancia, vulnerabilidades y pautas de crecimiento y debilitamiento concretos, que, en resumidas cuentas, definen más o menos lo que se entiende por naturaleza humana. Las culturas humanas son sistemas organizados de conducta y pensamiento aprendidos socialmente, que satisfacen o atienden las exigencias y potencialidades de la naturaleza humana. La selección cultural es la servidora de la naturaleza humana. Funciona conservando o propagando la conducta y los pensamientos que con mayor eficacia satisfagan las exigencias y potencialidades biológicas de los individuos de un grupo o subgrupo determinado. En el transcurso de la vida social se produce un flujo continuo de variaciones, en las formas de pensar y conducirse de las personas, cuya capacidad para aumentar o disminuir el bienestar se somete constantemente a prueba. Esta contrastación o filtro puede verificarse con o sin una evaluación consciente de los costes y beneficios por parte de las personas. Lo importante es que algunas variaciones resultan más beneficiosas que otras, y se conservan y propagan dentro del grupo (o subgrupo) y a través de las generaciones, en tanto otras, que resultan serlo menos, no se conservan ni se propagan.

Una vez que se ha iniciado el despegue cultural y que la selección cultural funciona a pleno rendimiento, las diferencias en cuanto al éxito reproductor dejan de constituir el medio a través del cual se seleccionan o propagan las variaciones de conducta y pensamiento. Para que la selección cultural se decante a favor de los calendarios, las vacas domésticas o los disquetes, no es necesario que aumente la tasa de éxito reproductor de los inventores o propagadores de dichos rasgos. De hecho, algunas grandes invenciones culturales que aumentan el bienestar, satisfacen a la naturaleza humana y son seleccionadas precisamente porque reducen las tasas de éxito reproductor (por ejemplo, los anticonceptivos). El éxito reproductor no sirve como pulsión o apetito de selección cultural porque las pulsiones o apetitos de estas características no forman parte de la naturaleza humana (este aspecto se estudiará con más detalle posteriormente). Por supuesto, si tiene como resultado un descenso continuo de la tasa de reproducción, la selección cultural conducirá al final a la extinción de la población a cuyo bienestar sirve. Pero esta consecuencia no tiene nada que ver con el problema de si la selección cultural, al igual que la natural, contribuye siempre a aumentar la tasa de éxito reproductor. Como señalaré más adelante, la conducta humana en materia de reproducción durante los trescientos últimos años resulta completamente ininteligible si se suscribe el axioma sociobiológico en boga, según el cual nuestro género procura siempre aumentar al máximo el número de hijos y de parientes próximos en generaciones sucesivas. En las poblaciones humanas posteriores al despegue las tasas de éxito reproductor pueden aumentar o disminuir dependiendo de que las tasas altas o bajas satisfagan los deseos, necesidades, instintos, límites de tolerancia, vulnerabilidades y otros componentes biopsicológicos conocidos de la naturaleza humana. Las personas procuran aumentar al máximo su tasa de éxito reproductor, no porque los impulse un anhelo irresistible de progenie numerosa, sino porque bajo ciertas circunstancias contar con una descendencia numerosa permite acceder a más sexo, ocio, comida, riqueza, aliados, apoyo en la vejez u otros beneficios que aumentan la calidad de vida.

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