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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (14 page)

BOOK: Nuestra especie
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Mi próximo paso consistirá, pues, en determinar los componentes de la naturaleza humana que contrastan o filtran las pautas específicas de conducta o pensamiento. Pese a las encomiadas facultades del habla y la conciencia, las grandes aventuras culturales de nuestro género siguen sujetas a las terrenales condiciones que impone nuestra humanidad específica. Si en algún lado del universo existen criaturas inteligentes sociales, asexuadas, blindadas, hechas de silicio, activadas por receptores fotovoltaicos y que se reproduzcan por fisión, estoy seguro de que carecen del don de pintar renos en las paredes de las cuevas o de empujar carritos por los pasillos del súper.

Respirar

Convenientemente entrenados, algunos seres humanos aguantan sin respirar bajo el agua trece minutos. La mayoría de las personas empiezan a ahogarse después de dos. La respiración es, pues, un buen ejemplo de instinto biopsicológico, que forma parte de la naturaleza humana y actúa como tamiz de las alternativas culturales. Raras veces las grandes teorías sobre la evolución cultural se dignan tener en cuenta algo tan obvio, y ello a pesar de que la necesidad de oxígeno explica por qué el drama de la historia humana se ha desarrollado, en su mayor parte, en lugares situados más o menos entre el nivel del mar y los 4.000 metros de altura. Más recientemente la necesidad de aire respirable o, mejor, el fracaso a la hora de proteger el suministro de aire respirable se ha afirmado de formas menos evidentes. En la actualidad, una parte considerable de los modos de vida de la era industrial es objeto consciente de selección positiva o negativa de conformidad con su contribución a la satisfacción de los requisitos de calidad del aire que exige la naturaleza humana.

Antiguamente, el aire era tan onmipresente y abundante que, a decir de los economistas, constituía un «bien gratuito». Con ello, ocultaban el hecho de que las industrias petroquímicas, las fábricas de automóviles y las empresas de servicios públicos estaban utilizando la atmósfera como alcantarilla, sin pagar y sin tener en cuenta los efectos que el aire impuro tendría sobre las personas que tuviesen que aspirar de él su aliento vital. De hecho, el aire dejó de ser gratuito en el momento mismo en que nuestros antepasados empezaron a producir humo como resultado de sus hogueras de cocina y calefacción. Para deshacerse del humo, tuvieron que pagar el precio de practicar agujeros en el techo y construir chimeneas y ventanas. Con la industrialización, los costes añadidos de respirar fueron reducidos al principio, comparados con los beneficios que reportaban las nuevas tecnologías basadas en los combustibles sólidos. Pero el cielo demostró pronto una capacidad limitada para absorber los productos tóxicos de origen químico y el smog se ha convertido ahora en un factor importante de la evolución cultural. Para evitarlo, pagamos con catalizadores, depuradoras de chimenea, filtros y acondicionadores del aire. Y, para alejarnos de él, pagamos construyendo casas carísimas, precariamente encaramadas en las laderas resbaladizas de los montes, o recorriendo doscientos cincuenta kilómetros diarios en nuestros viajes de ida y vuelta desde urbanizaciones relativamente libres de contaminación.

No obstante, no deja de ser cierto que la necesidad de aire no ha tenido la importancia de otras necesidades dentro de la evolución cultural. La industrialización aumentó el protagonismo de la necesidad de aire, pero no sirve para explicar cómo empezó a decantarse la selección a favor de la propia industrialización. Ni para explicar ningún aspecto fundamental de las trayectorias evolutivas que conducen desde las bandas de cazadores-recolectores [
foraging bands
] a los Estados e imperios agrarios anteriores a la irrupción de los sistemas industriales contemporáneos. Creo que es importante comprender la razón de ésto. Dicho de modo sencillo, en el pasado nadie podía trocar aire por bienes y servicios, ni el aire podía almacenarse, repartirse o constituir la base del poder sobre otros. Desde luego, se podía privar de aire a las personas por asfixia, estrangulamiento o ahorcamiento. Pero la facultad de hacer cosas de tal naturaleza se basaba (y se basa todavía) en el control de otro tipo de recursos y recompensas, y no en el racionamiento y la venta del aire. Durante los próximos años estaremos a salvo de tiranos o empresarios que quieran monopolizar el mercado del aliento vital. Pero, dada la probada capacidad de destruir y contaminar el cielo de ciudades pequeñas, como Denver y Salt Lake City, o grandes, como Ciudad de México y Nueva York, no se debería dar por supuesto que tener acceso al aire será un derecho de nacimiento protegido para las futuras generaciones. ¿Llegará el día en que empresas gigantes amenacen con cortar el suministro de aire a los clientes por no pagar a tiempo el recibo? Cosas más extrañas han ocurrido en el transcurso de la evolución cultural.

Beber

La sed, como la necesidad de aire, impone exigencias implacables al organismo humano. En circunstancias de temperatura ambiente elevada, poca humedad y gran actividad, la carencia de fluidos puede ocasionarla muerte por deshidratación en pocas horas. En condiciones de humedad se puede resistir más tiempo. Andress Mihaverz, preso austriaco que fue encarcelado en una celda y abandonado por error, sobrevivió tras pasar dieciocho días sin agua (ni comida). La sed apremia mucho más que el hambre. Una persona gruesa que prescinda de todo menos de líquidos puede vivir durante un período sorprendentemente largo. Angus Barbieri, de Tayport (Fife, Escocia), vivió tomando sólo té, café, agua, sifón y vitaminas durante 382 días. Cuando empezó el ayuno, pesaba 175 kilos; al terminarlo, 66 kilos. Después de una privación prolongada, se reduce el ansia de comida y aumenta la de líquidos.

Pero la sed, como la necesidad de aire, no ha desempeñado un papel capital en la evolución de la cultura, por lo menos hasta épocas recientes. El agua para saciar la sed empieza a constituir un problema sólo después de la aparición de las ciudades y del desplazamiento de poblaciones a hábitats áridos. Durante la mayor parte de la prehistoria y de la historia, nuestro género ha vivido en regiones donde el agua potable era casi tan abundante como el aire. Grandes cortinas de agua caían del cielo, se derramaban por ríos y arroyos y se acumulaban en innumerables charcas y lagos. No constituían el tipo de material que las personas intercambiasen por comida y servicios. Podían obtenerla por sí mismas. Además, la mayoría de los alimentos se componen principalmente de agua, por lo que resulta difícil que se deshidrate alguien que esté bien alimentado. Debido a ello, el agua ha desempeñado en la evolución cultural un papel más importante como condicionante de la producción alimentaria —en los sistemas de regadío, por ejemplo— que como fuente de bebida.

El agua potable es todavía tan abundante que fluye en nuestras casas mezclada de modo indiscriminado con el agua para lavar los platos y la ropa, llenar la cisterna del retrete y regar el jardín. Si queremos agua pura, limpia y sin cloro, todavía podemos comprarla embotellada en el súper algo más barata que un refresco. El invitado modélico todavía no se presenta con un bidón de agua de manantial a modo de regalo para el anfitrión. Pero si las sociedades industriales continúan ensuciando y contaminando ríos, lagos y acuíferos subterráneos, el valor de una botella de agua natural, sin cloro, sin destilar, pura, rivalizará irresistiblemente con el de una botella de buen vino. Y las personas buscarán afanosamente las mejores marcas en las tiendas de delicatessen.

La comida es diferente. A través de la historia y de la prehistoria, la comida se ha podido intercambiar siempre por otros bienes y servicios. El agua potable podía empezar a escasear sólo en algunos hábitats áridos; la comida, en cualquiera. La comida ha requerido siempre un esfuerzo productivo. Nunca nadie ha confundido jamás la comida con un bien gratuito.

Comer

Durante la Segunda Guerra Mundial, los nazis intentaron matar de hambre a los habitantes del ghetto de Varsovia. La comida, pasada clandestinamente ante los guardias, permitía a quienes residían en el ghetto consumir cerca de 800 calorías diarias. Los médicos del ghetto, que también se morían lentamente de inanición, decidieron realizar un estudio sobre lo que denominaron la «enfermedad del hambre». Los médicos, que esperaban que sus observaciones fuesen útiles algún día para comprender la situación clínica de otras víctimas de inanición, reseñaron lo siguiente:

Incluso durante un corto período de hambre… los síntomas son una sed constante y un aumento persistente de la producción de orina… Entre otros síntomas iniciales se encuentran la sequedad de boca, rápida pérdida de peso y ansia constante de comida.

Cuando el hambre se prolonga, estos síntomas se atenúan. Los pacientes sufren entonces debilidad general e incapacidad para realizar el mínimo esfuerzo, y no tienen disposición para el trabajo. Se pasan el día en la cama, abrigados porque siempre tienen frío, sobre todo en la nariz y en las extremidades. Se vuelven apáticos, depresivos y carentes de iniciativa. No se acuerdan del hambre, pero cuando ven pan, carne o dulces, se ponen agresivos, arrebatan la comida y la devoran instantáneamente, aun en el caso de que se les golpee por ello y no tengan fuerzas para salir corriendo. Al final de la enfermedad del hambre, el único síntoma es el agotamiento completo.

Mientras la grasa excedentaria desaparece, la piel se oscurece, seca y arruga. El vello del pubis y de las axilas se cae. Las mujeres dejan de menstruar y se vuelven estériles. Los hombres se vuelven impotentes. Los recién nacidos se mueren en pocas semanas.

Las funciones vitales disminuyen simultáneamente. El pulso y la respiración se hacen más lentos. Cada vez les resulta más difícil a los pacientes mantener la conciencia, hasta que llega la muerte. Las personas se quedan dormidas en la cama o en la calle y a la mañana siguiente están muertas. Se mueren al realizar esfuerzos físicos, como buscar comida, a veces incluso con un trozo de pan entre las manos.

Como muestra el estudio de Varsovia, aunque la vida pueda mantenerse durante meses con una dieta que acabe en la muerte, el deterioro orgánico y psicológico se inicia rápidamente. El hambre que tenemos cuando estamos bien alimentados es una señal a prueba de error, más del peligro futuro que del peligro presente. En cuanto la última comida sale del estómago, comienzan a llegar señales al cerebro, especialmente a la parte denominada hipotálamo, que nos indican que ya es hora de comer nuevamente. Las señales informan que el estómago está vacío, que ha bajado el nivel de glucosa en la sangre y que empiezan a desequilibrarse las reservas orgánicas de aminoácidos. Percibimos dichas señales como un pequeño malestar que, si no se atiende, se convierte en una obsesión despiadada y dolorosa. Para evitar un castigo mayor, comemos (si podemos). Pero esto no es todo. Comer no tiene que ser sólo un reflejo que disminuya el dolor, como lo es la acción de retirar rápidamente la mano de una estufa caliente, La comida puede constituir también una rica fuente de fragancias, texturas y sabores deliciosos que recompensan a las personas por comer, aun cuando no tengan hambre.

Al principio, nuestros antepasados comían carroña, cazaban y recolectaban su comida. Después vino la agricultura y la ganadería, y, más recientemente, las explotaciones industriales, petroquímicas y mecanizadas. Independientemente de que se recolecte, se plante, se coma carroña, se cace o se produzca en fábricas, los costes de la producción de alimentos son elevados. La comida ha absorbido siempre una parte considerable del tiempo, energía y conocimientos técnicos de nuestro género. Puesto que las personas necesitan y quieren comer varias veces al día, la comida no sólo es cara, sino intercambiable por otros bienes y servicios. Más adelante mostraré cómo surgió una organización distintiva de la vida social de los homínidos, cuando la comida empezó a intercambiarse por servicios sexuales. Pero todavía no estoy preparado para contar esta parte de la historia.

¿Por qué comemos de más?

En una sociedad cuyo principal problema de nutrición es la obesidad, se olvida fácilmente lo horrible que puede ser para el organismo humano la falta de comida y de bebida. Sin embargo, la obesidad es sólo una forma de hambre encubierta. El espectro del exceso de peso nos acecha a algunos como el del hambre acecha a otros, porque nuestra necesidad y apetito de comida son el resultado de dos millones de años, por lo menos, de selección positiva de la facultad no sólo de comer, sino de comer en exceso. El estómago lo atestigua. Cuando está vacío es una bolsa pequeña, pero se agranda con rapidez para dar cabida a tres cuartos de kilo o un kilo de alimentos juntos. Las grandes comidas, de 10.000 o más calorías, no plantean problemas mecánicos o fisiológicos. En todo el mundo, los festines y banquetes dan testimonio del respaldo entusiástico que la sobrealimentación recibe de nuestro género, incluso por parte de personas bien alimentadas.

Las personas sanas que han soportado una pérdida de peso considerable por falta de comida durante cierto número de meses son capaces de zamparse cantidades de comida asombrosas. Cuando los voluntarios de un célebre experimento sobre el hambre, realizado por Anselm Keys, volvieron a comer con libertad, empezaron a engullir 10.000 calorías diarias. No obstante, con independencia del hambre que se tenga al principio, las personas no siguen normalmente atiborrándose, resueltas a hincharse hasta alcanzar las proporciones pantagruélicas de una atracción de feria. Sentimos un deseo casi irresistible de comer, pero disponemos también de algunos controles internos que reducen nuestro apetito de comida y limitan la acumulación de grasa excedentaria. En cierto experimento, algunos presos se prestaron como voluntarios para atiborrarse hasta aumentar de peso un 20 por ciento. Conseguido este objetivo, se les permitió comer lo mucho o poco que quisieran. Muchos de ellos empezaron inmediatamente a consumir sólo unos cientos de calorías diarias hasta que recuperaron su peso original. Otra indicación de que nuestros organismos deben de estar equipados con alguna clase de «alimentostato» (al estilo de un termostato) es que las personas, por término medio, aumentan relativamente poco de peso durante toda la vida. Entre los dieciocho y los treinta y ocho años de edad, los estadounidenses no engordan por lo general más de cuatro u ocho kilos, comiendo una tras otra veinte toneladas de comida. Los expertos en nutrición consideran que el hecho de que la ganancia de peso se mantenga en este pequeño porcentaje de los alimentos consumidos significa que el alimentostato funciona con una tolerancia de menos del 1 por ciento. Por impresionante que esto pueda parecer, no cabe confiar en el alimentostato humano para evitar que la gente coma demasiado. Aumentar de cuatro a ocho kilos hasta los treinta y ocho años de edad significa muchas veces ser de cuatro a ocho kilos más gordo a esa edad. Esta misma tolerancia aparentemente baja a las desviaciones nos permitirá a muchos de nosotros engordar de ocho a dieciséis kilos antes de cumplir los cincuenta y ocho. Según el Centro Nacional de Estadística Sanitaria, el 24,2 por ciento de los hombres adultos y el 27,1 de las mujeres adultas pesan un 20 por ciento más de lo que es conveniente para ellos. Lo verdaderamente notable en la incidencia de la obesidad de la época moderna es que persiste, pese a las modas y los cánones estéticos que menosprecian a los gordos, pese al gran esfuerzo educativo emprendido por las autoridades sanitarias para relacionar la obesidad con las enfermedades cardiovasculares y pese a las industrias multimillonarias dedicadas a la salud, la comida dietética y el control de peso. Puesto que la mitad de la población adulta de las naciones occidentales sigue una dieta u otra, creo que ha de concluirse que el alimentostato no funciona muy bien en las circunstancias actuales. La razón de ello me parece bastante clara: durante la mayor parte del tiempo que los homínidos llevan sobre la tierra, no ha sido el alimentostato lo que les ha impedido engordar, sino la falta de comida.

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