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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia-Ficción, Terror

Nuestra Señora de las Tinieblas (3 page)

BOOK: Nuestra Señora de las Tinieblas
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—No es ésa mi intención, aunque creo que te preocupas demasiado por el Haight. Se ha apaciguado mucho en los últimos años. Mira, encontré estos dos libros en una de sus fabulosas librerías de viejo.

—Oh, sí, ibas a enseñármelos —dijo ella.

Franz le tendió el que estaba abierto.

—Es el libro de seudociencia más fascinante que he visto jamás…, contiene algunas reflexiones genuinas mezcladas con las paparruchas. No tiene fecha, pero calculo que se imprimió alrededor de 1900.

—«Megapolisomancia» —Cal pronunció con cuidado—. ¿Qué es eso? ¿Predecir el futuro… a partir de las ciudades?

—De las grandes ciudades.

—Oh, sí, las mega.

—El futuro y todo tipo de cosas —continuó él—. Y al parecer también hacer magia a partir de ese conocimiento. De Castries la llama «una nueva ciencia», como si fuera un segundo Galileo. De todos modos, ese De Castries se preocupa mucho por las «enormes cantidades» de acero y papel que se acumulan en las grandes ciudades. Y el combustible de carbón (queroseno), y el gas natural. Y también la electricidad, si puedes creerlo… calcula cuidadosamente cuánta electricidad hay en cuántos miles de kilómetros de cable, cuántas toneladas de gas iluminador en los tanques, cuánto acero en los nuevos rascacielos, cuánto papel para los archivos del gobierno y periódicos sensacionalistas y cosas así.

—Vaya, vaya —comentó Cal—. Me pregunto qué diría si viviera hoy.

—Sus predicciones directas quedarían revalidadas, sin duda. Especuló sobre la creciente amenaza de los automóviles y la gasolina, pero sobre todo por los coches eléctricos capaces de llevar cubos de electricidad directa en sus baterías. Llegó incluso a predecir nuestra actual preocupación por la contaminación: hasta habla de las «grandes acumulaciones de gigantescas tinas humeantes» del ácido sulfúrico necesario para manufacturar acero. Pero lo que más le preocupaba eran los efectos psicológicos o espirituales (los llama «paramentales») de todo ese material acumulándose en las ciudades, su pura masa líquida y sólida.

—Un auténtico protohippie —interrumpió Cal—. ¿Qué tipo de hombre era? ¿Dónde vivió? ¿Qué más hizo?

—En el libro no se hace la menor indicación a ninguna de esas cosas —le dijo Franz—, y nunca he encontrado otra referencia sobre él. En sus libros habla de Nueva Inglaterra y un poco del este de Canadá, y de Nueva York, pero sólo de forma general. También menciona París (estaba loco por la Torre Eiffel) y Francia unas cuantas veces. Y Egipto.

Cal asintió.

—¿De qué trata el otro libro?

—De algo bastante interesante —dijo Franz, tendiéndoselo—. Como puedes ver, no es un libro normal, sino un diario con páginas de papel de arroz, fino como una piel de cebolla pero más opaco, encuadernado en seda que era rosa de té, antes de ajarse. Las entradas, hechas con tinta violeta y a pluma, apenas ocupan una cuarta parte. El resto de las páginas están en blanco. Cuando compré los dos libros venían unidos por un trozo de cuerda. Parecía que hubieran estado juntos desde hacía décadas: todavía se pueden ver las marcas.

—Ajá —coincidió Cal—. ¿Empieza desde 1900 o así? Un diario encantador…. me gustaría tener uno igual.

—Sí, ¿verdad? No, sólo desde 1928. Un par de entradas tienen fecha, y todas parecen haber sido hechas en el espacio de unas pocas semanas.

—¿Era poeta? —preguntó Cal—. Veo grupos de líneas interrumpidas. ¿De quién se trata? ¿Del viejo De Castries?

—No, no De Castries, aunque es alguien que leyó su libro y lo conocía. Pero sí creo que era un poeta. De hecho, me parece que he identificado al escritor, aunque no es fácil demostrarlo, puesto que no firma. Creo que era Clark Ashton Smith.

—He oído ese nombre antes.

—Probablemente me lo has oído a mí —le dijo Franz—. Fue un escritor de historias de horror sobrenatural. Material muy rico, muy denso, estilo mil y una noches. Un ambiente sepulcral. Vivió cerca de San Francisco y conoció a los artistas de] momento, visitó a George Sterling en Carmel, y es muy posible que estuviera en San Francisco en 1928, justo cuando empezó a escribir sus mejores historias. Le he dado una fotocopia de este diario a Jaime Donaldus Byers, que es una autoridad en Smith y vive en Beaver Street (que por cierto está al lado de Corona Heights, el mapa lo demuestra), y él se lo enseñó a De Camp (que piensa que se trata de Smith con toda seguridad), y a Roy Squires (que dice que no lo es). El propio Byers no puede decidir, dice que no hay pruebas de que Smith hiciera entonces un viaje largo a San Francisco, y aunque la letra parece de Smith, es más nerviosa que nunca.

Pero yo tengo motivos para pensar que Smith mantuvo el viaje en secreto y que hubo causas para que estuviera enormemente nervioso.

—Oh, vaya —dijo Cal—. Te has tomado muchas molestias. Pero comprendo por qué. Es
trés romantique
, sólo el contacto de esta encuadernación en seda y el papel de arroz.

—Tenía un motivo especial —dijo Franz, bajando un poco la voz, de modo inconsciente—. Compré los libros hace cuatro años, antes de mudarme aquí, y leí mucho el diario. Quien lo escribió (yo sigo pensando que fue Smith), no para de mencionar la «visita a Tiberio en el 607 de Rhodes». De hecho, casi todo el diario es la narración de una serie de entrevistas. Ese «607 Rhodes» se me quedó en la cabeza, y cuando me puse a buscar un sitio barato para vivir y me mostraron la habitación…

Claro, es tu apartamento, el 607 —interrumpió Cal.

Franz asintió.

—Me pareció que era algo predestinado, o predispuesto de algún modo misterioso. Como si me hubiera puesto a buscar el «607 Rhodes» y lo hubiera encontrado. Tuve muchas misteriosas ideas de borracho en aquellos días, y no siempre sabía lo que hacía o dónde estaba… Por ejemplo, he olvidado el lugar exacto donde está la fabulosa tienda en la que compré esos libros, y su nombre, si es que tenía uno. De hecho, entonces me pasaba borracho la mayor parte del tiempo.

—Sí que lo estabas —recordó Cal—, aunque no molestabas. Saul, Gun y yo sentimos curiosidad y le preguntamos a Dorotea Luque y a Bonita —añadió, refiriéndose a la casera peruana y a su hija de trece años—. Incluso entonces no parecías un borracho típico. Dorotea dijo que escribías «
ficción para asustar, sobre espectros y fantasmas de los muertos y las muertas
» pero que pensaba que eras un caballero.

Franz se echó a reír.

—¡Qué expresión tan española! Con todo, apuesto a que nunca pensaste… —empezó a decir, y se detuvo.

—¿Que algún día me acostaría contigo? —terminó Cal por él—. No estés tan seguro. Siempre he tenido fantasías eróticas con hombres mayores. Pero dime…. ¿cómo encaja tu cerebro confuso de entonces con lo de Rhodes?

—No encaja —confesó Franz—. Aunque sigo pensando que el escritor del diario tenía un lugar preciso en mente, además de la referencia obvia al exilio que Augusto impuso a Tiberio en la isla de Rodas, donde el futuro emperador estudió oratoria junto con perversiones sexuales y algo de brujería. El escritor no dice siempre Tiberio, por cierto. A veces es Teobaldo y otras Tybalt, y en una ocasión Trásilo, que era el adivino y hechicero personal de Tiberio. Pero siempre aparece ese «607 Rhodes». Y una vez es Theudebaldo y otra Dietbold, y tres veces es Thibaut, que es lo que me hace estar seguro, además de todas las otras cosas, que Smith debió de visitar a De Castries casi a diario, para luego escribir sobre él.

—Franz, todo esto es fascinante, pero tengo que empezar a practicar. Tocar el clavicordio con un piano electrónico es ya bastante difícil, y el concierto de mañana por la noche no es cualquier cosa, es el Quinto Concierto de Brandeburgo.

—Lo sé, siento haberío olvidado. Ha sido una desconsideración por mi parte, puro machismo… —empezó a decir Franz mientras se ponía en pie.

—Vamos, no te pongas trágico —dijo Cal alegremente—. He disfrutado cada minuto, de verdad, pero ahora tengo que trabajar. Toma, coge tu taza…. y por el amor de Dios, llévate estos libros, o me pondré a hojearlos en vez de practicar. Alégrate, al menos no eres un cerdo machista: sólo te comiste una tostada.

Cuando él llegó con sus cosas hasta la puerta, Cal volvió a llamarle.

—Franz. Ten cuidado en Beaver y Buena Vista. Llévate a Gun o a Saul. Y recuerda…

En vez de decir nada, ella dio un beso al aire mientras lo miraba solemnemente a los ojos.

Franz sonrió, asintió dos veces, y salió sintiéndose feliz y excitado. Pero al cerrar la puerta tras él decidió que, fuera o no a Corona Heights, no pediría a ninguno de los dos hombres del piso de arriba que lo acompañasen. Era una cuestión de valor, o al menos de independencia. No, hoy sería su aventura. ¡Malditos torpedos! ¡
Avante toda
!

4

El pasillo ante la puerta de Cal duplicaba todos los rasgos del de la planta de Franz: ventanita de ventilación pintada de negro, puerta sin pomos en el trastero sin usar, puerta dorada en el ascensor, y sistema de aspiración en el zócalo, una reliquia de los días en que el sótano contaba con un motor para el sistema de limpieza y la asistenta sólo tenía que manejar una larga manguera y un cepillo. Pero antes de que Franz pasara por delante de ninguno de estos elementos, oyó en el interior una risa íntima y divertida que le hizo recordar la que había imaginado para las doncellas. Luego captó algunas palabras que no pudo diferenciar en la voz de un hombre: bajas, rápidas y jocosas. ¿Era Saul? Parecía venir de arriba. Entonces otra vez la risa femenina o juvenil, más fuerte y un poco explosiva, casi como si estuvieran haciendo cosquillas a alguien. A continuación un rumor de pasos bajando la escalera.

Franz las alcanzó justo a tiempo de ver, abajo y al otro lado del hueco de la escalera, la sombra de una figura desapareciendo en el último ángulo visible, apenas la sugestión de cabellos y ropas negras y delgadas muñecas y tobillos blancos, todo en rápido movimiento.

Se acercó al hueco y se asomó, asombrado al comprobar que los pisos sucesivos de debajo eran como la serie de reflejos que se ven cuando uno se interpone entre dos espejos. Los rápidos pasos continuaron su descenso en espiral por todo el camino, pero quien los daba se mantenía pegado a la pared y apartado de la barandilla, como impulsado por alguna fuerza centrífuga, así que no pudo ver nada.

Mientras continuaba asomado a aquel tubo largo y estrecho iluminado por la claraboya de arriba, todavía pensando en la ropa negra y en la risa, un recuerdo sombrío se alzó en su mente y por unos instantes lo poseyó por completo. Como si rehusara aparecer por entero, lo asió con la autoridad de un sueño muy desagradable o una mala borrachera. Se encontraba de pie en un espacio oscuro, maloliente, claustrofóbicamente estrecho. A través del tejido de sus pantalones sintió una mano pequeña colocada sobre sus genitales y oyó una risa baja y perversa. Rebuscó en su memoria y vio el óvalo espectral y sin rasgos de una cara pequeña y la risa se repitió, burlona. De algún modo, parecía que había tentáculos negros alrededor. Sintió el peso de una excitación enfermiza, culpa y miedo.

El oscuro recuerdo desapareció cuando Franz advirtió que la figura de la escalera tenía que ser Bonita Luque con el pijama negro y la bata y las zapatillas que había recibido de su madre y que ya le quedaban pequeñas, aunque a veces las usaba para corretear por el edificio cumpliendo los encargos matinales de su madre. Sonrió desdeñosamente ante la idea de que casi lamentaba (aunque no del todo) no estar ya borracho y poder así acariciar varias sucias pasiones.

Subió la escalera, pero se detuvo casi de inmediato cuando oyó las voces de Gun y Saul en el piso de arriba. No quería verlos ahora, al principio simplemente por reluctancia a compartir su estado de ánimo de hoy y sus planes con nadie que no fuera Cal, pero mientras escuchaba las voces claras y agudas sus motivos se volvieron más complicados.

—¿Qué pasaba? —preguntó Gun.

—La madre envió a la chica para comprobar si alguno de nosotros había perdido una radiocassette —respondió Saul—. Cree que la cleptómana del segundo piso tiene uno que no le pertenece.

—Esa expresión es muy elevada para una persona como la señora Luque.

—Oh, supongo que dijo «mangante». Le dije a la chica que no, que todavía conservaba el mío.

—¿Por qué no me consultó Bonita? —preguntó Gun.

—Porque le dije que no tenías radiocassette —contestó Saul—. ¿Qué pasa? ¿Te sientes abandonado?

—¡No!

Durante la conversación, la voz de Gun se fue haciendo cada vez más regañona, y la de Saul progresivamente más fría y más burlona. Franz había oído las especulaciones sobre el grado de homosexualidad en la relación de Gun y Saul, pero ésta era la primera vez que se lo preguntaba en serio. No, decididamente no quería interrumpir ahora.

—¿Que qué pasó entonces? —insistió Saul—. Demonios, Gun, sabes que siempre tonteo con Bonny.

—Sé que soy un europeo puritano, pero me gustaría saber hasta dónde va a llegar la liberación de los tabúes anglosajones con respecto al contacto corporal —la voz de Saul casi parecía imitada.

—Bueno, hasta donde los dos consideréis adecuado, supongo —replicó Saul, casi con tensión.

Se produjo el sonido de una puerta al ser cerrada deliberadamente. Se repitió. Luego, silencio. Franz suspiró aliviado, continuó subiendo con cuidado, y al llegar al rellano del quinto piso casi se encontró de cara con Gun, que esperaba delante de la puerta cerrada de su habitación, mirando a la de Saul. En el suelo, a su lado, había un alto objeto rectangular con un asa cromada, sobresaliendo de su cubierta gris.

Gunnar Nordgren era un hombre alto y esbelto, con cabello de color rubio ceniza, en fin, un vikingo refinado. Se movió y miró a Franz con vergüenza creciente, sensación que era pareja a la del propio Franz.

Bruscamente, la amabilidad habitual de Saul regresó a su rostro.

—Vaya, me alegro de verte. Hace un par de noches estuviste preguntando por máquinas destructoras de documentos. Aquí tengo una que he traído de la oficina.

Retiró la cubierta, revelando una alta caja azul y plata con una ancha boca en lo alto y un botón rojo. La boca desembocaba en una profunda bolsa que Franz, al acercarse, comprobó

estaba llena hasta casi la mitad con una sucia capa de diamantes de papel que tenían menos de un cuarto de pulgada de diámetro.

Las incómodas sensaciones de un instante antes desaparecieron.

—Sé que tienes que ir a trabajar —dijo Franz, alzando la cabeza—, pero ¿podría oírla funcionar?

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