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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (114 page)

BOOK: Nueva York
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Al acabar el día, Salvatore le preguntó a Teresa si podría volver a verla y ella le dijo que tenía previsto ir a la ciudad el domingo siguiente, con otra prima. Acordaron que se encontrarían en el restaurante del tío Luigi, para tomar un helado, y luego irían a pasear.

—Puedes traer a tu prima, y yo llevaré a Angelo —dijo.

Le pareció advertir cierta decepción en ella ante la perspectiva de tener acompañantes. Aunque a él le gustó, prefirió actuar con cautela y hacer las cosas como era debido.

Al tío Luigi le cayó bien Teresa. Le pareció una chica bonita y juiciosa. Albanesa era casi igual de bien que italiana, aseguró. A Teresa también le gustó el tío Luigi. Después de tomar los helados, dijo que quería pasear por Central Park y luego mirar tiendas. Salvatore pronto comprendió que aunque quería a su familia, que vivía en Long Island, el mayor placer de Teresa era ir a la ciudad.

Dos semanas después se reunió con ella en el hipódromo de Coney Island. Teresa iba con un primo, pero Salvatore acudió solo. Lo pasaron bien con las carreras, y mientras se dirigían al metro, ella enlazó el brazo con el suyo en un gesto amigable. Su primo los dejó solos un momento, ocasión que Salvatore aprovechó para darle un beso en la mejilla. Teresa se echó a reír, pero no pareció molesta. Después le dijo que volvería a la ciudad al cabo de dos semanas y se dieron cita para entonces.

Esa vez fue con Angelo, a quien había dado instrucciones de que si Teresa llegaba con su prima debía quedarse, pero si iba sola, tendría que esfumarse, a lo cual Angelo no puso objeción. No obstante, Salvatore se llevó una decepción, porque acudió acompañada. De todas maneras, fueron a una sala de baile y lo pasaron muy bien, de modo que acordaron repetir la salida al cabo de quince días.

A lo largo de las semanas siguientes, Salvatore meditó con calma lo que le convenía hacer. Pese a que no sentía una pasión arrolladora por Teresa, desde el momento en que la conoció tuvo la certeza de que era la mujer adecuada para él. Fue a consultar la cuestión al tío Luigi, que respondió con toda humildad.

—¿Y cómo voy yo a saber de estas cosas, si nunca he estado casado?

—De todas maneras, me fío de tu buen juicio.

—En ese caso, yo creo que es importante que tu esposa sea también tu amiga.

Habría sido más sencillo si Teresa viviera en la ciudad para poder verse más a menudo. De todos modos, cada vez que se encontraban, notaba que crecía el sentimiento de amistad y ternura que le inspiraba, y aunque Teresa procuraba no dejar entrever gran cosa, estaba seguro de que a ella le ocurría lo mismo. Caminaba cogida del brazo con él y le permitía besarla en la mejilla. Al concluir el verano, resuelto a seguir adelante con la relación, se planteaba qué estrategia adoptar cuando ella tomó la iniciativa.

A finales de agosto se produjo un terrible acontecimiento que dejó consternada a la comunidad italiana y conmocionó a todas las mujeres del mundo occidental. Rodolfo Valentino, la rutilante estrella masculina del cine mudo, falleció de manera repentina tras someterse a una operación en Nueva York. Tenía sólo treinta y un años. En cuanto se supo la noticia, en el hospital se congregaron cien personas.

Ante los cines donde proyectaban su última película recién estrenada,
El hijo del jeque
, se formaban interminables colas. Unos días después, Salvatore llevó a Teresa a verla, junto con su prima y Angelo. Cuando salieron, Teresa le dijo que el domingo próximo iban a celebrar una gran comida familiar y sugirió discretamente que podía ir con Angelo. De ello se desprendía que quería presentarlo a su familia.

El sábado siguiente, los dos hermanos fueron a ver a sus padres a casa de Giuseppe, en Long Island. El domingo hizo un tiempo espléndido y sólo tardaron una hora andando desde la casa de Giuseppe a Inwood.

La familia de Teresa vivía en una gran casa de tablones de madera construida en una parcela de dos mil metros cuadrados, provista de un amplio porche y una torrecilla de estilo victoriano en una esquina. En el patio había también otra vivienda. Teresa los esperaba afuera cuando llegaron y enseguida los hizo pasar para irles presentando a todos.

Los primeros a quienes conocieron fueron a tres hermanos suyos, dos de los cuales estaban casados, una hermana casada y dos solteras. Uno de los hermanos casados vivía con su esposa en la pequeña casa que había atrás. Pese a que los otros hermanos casados disponían de vivienda propia en las proximidades, estaba claro que aquella casa constituía el centro donde giraba la vida de toda la familia.

Había un ambiente acogedor y bastante bullicioso, con la media docena de niños que correteaban por allí. Los hermanos de Teresa se dirigieron a Salvatore en italiano, aunque sus hijos parecían hablar sólo en inglés.

—Mis padres hablan un poco de inglés, pero entre ellos normalmente hablan tosco —le explicó Teresa, mientras los conducía a la cocina.

—Te presento a Salvatore y a Angelo —dijo a una mujer de pronunciadas facciones, que los observó con severidad—. Mi madre —aclaró Teresa—. Y éste es mi padre —añadió, volviéndose hacia un hombre alto de barba cana que acababa de entrar.

El padre de Teresa se movía con una digna parsimonia que no dejaba margen de duda sobre su posición de cabeza de aquella amplia familia. Se parecía a las fotos de Garibaldi. Saludó a los jóvenes de forma educada pero lacónica.

Salvatore no tardó en caer en la cuenta de que, aparte de la familia, él y Angelo eran los únicos invitados. Antes de que llegara el momento de instalarse en la mesa, se había enterado ya de que aparte de cultivar sus propios campos, el padre de Teresa regentaba una verdulería junto con uno de sus hijos. Su yerno se dedicaba al comercio de marisco y los otros dos hijos varones tenían una empresa de transporte.

La mesa estaba dispuesta en forma de «T» para dar cabida a catorce adultos y seis niños. Teresa se sentó entre Salvatore y Angelo. Su cuñado, un robusto y formal individuo de unos treinta años, se encontraba delante de Salvatore. Poco más allá, desde su posición en la cabecera de la mesa, el padre podía controlarlos a todos. Al empezar la comida, acorde a las normas de cortesía, formuló unas cuantas preguntas a Salvatore sobre sus orígenes y su familia.

Salvatore respondió que era italiano y vivía en Nueva York, pero que el resto de la familia se habían instalado en Long Island y que su hermano mayor heredaría una granja. El padre de Teresa asintió al oírlo y luego señaló que esperaba que Salvatore y su hermano abandonaran también pronto la ciudad.

—Mi padre cree que la ciudad no es buena para la salud —explicó Teresa con una carcajada.

A partir de ese momento, el padre lo dejó tranquilo y la comida se desarrolló en un clima cordial. Teresa se mostró muy animada, explicándole anécdotas graciosas sobre sus parientes. Observando en torno a sí, Salvatore pensó que la familia Caruso podría haber sido igual si hubieran tenido más dinero.

Teresa hablaba con Angelo durante el postre cuando su cuñado entabló conversación con Salvatore. Le preguntó por su trabajo y al oír que era albañil, sacudió la cabeza.

—El trabajo manual no está mal cuando uno es joven, pero hay que pensar en el porvenir. ¿Consigues ahorrar algo? —Salvatore asintió—. Eso está bien, porque para montar un negocio se necesita dinero. ¿Qué vas a hacer? —Salvatore nunca había pensado en eso. Para él, los ahorros iban destinados a comprar ropa, en previsión de una posible enfermedad o para adquirir lo que pudiera necesitar, sobre todo si se casaba. Advirtiendo su incertidumbre, el cuñado prosiguió—: El viejo —señaló al padre de Teresa— no permitirá que su hija se case con alguien que no tenga algún tipo de negocio, o por lo menos algo que aportar. —Se sirvió un pedazo de pastel antes de remachar—: Eso es muy importante para él.

Salvatore guardó silencio. Después de la comida, los hombres jóvenes se fueron a pasear mientras las mujeres recogían la mesa. Como Teresa tenía invitados le permitieron ir con los chicos. Fueron hasta el borde del agua, donde los pescadores llegaban con su carga de ostras y almejas. Teresa le dijo que le gustaría ir a la ciudad a ver una película.

—A mi padre no le gusta la ciudad, pero a mí sí —precisó.

Convinieron pues volver a encontrarse al cabo de dos semanas.

Antes de marcharse, Salvatore dio las gracias a los padres de Teresa por su hospitalidad, y aunque éstos respondieron con educación, no expresaron el deseo de que volviera a visitarles. Se habría sentido un poco incómodo, de no haber aparecido en ese momento Angelo con un pedazo de papel.

—Es un regalo de parte mía y de mi hermano —anunció con una sonrisa, mientras lo entregaba a la madre de Teresa, que frunció un poco el entrecejo al recogerlo.

Luego, cuando vio de qué se trataba, lo enseñó con expresión radiante a su marido. Era un dibujo de su casa, una excelente reproducción a la que había tenido el buen tino de añadir algunas aves marinas que volaban en círculo sobre el tejado. Con aquello, la despedida resultó mucho más cordial.

Aun así, cuando hubo regresado a la ciudad, Salvatore se puso a considerar la situación. No le cabía duda de que el cuñado de Teresa le había hablado en serio. ¿Había alguna posibilidad de que la familia de Teresa lo aceptara? Y en caso de que así fuera, ¿sería ella feliz con un pobretón como él? No estaba seguro, ni tampoco estaba seguro de qué debía hacer para remediarlo.

Charlie Master iba a menudo a Harlem, atraído por el jazz. En ocasiones se reunía con Edmund Keller en la calle Ciento Cuarenta y Dos, en el Cotton Club. El público del club estaba estrictamente limitado a los blancos, aunque a veces se podía encontrar en su interior alguna celebridad negra acompañada de sus amigos.

Por aquel entonces, en lo tocante a la mezcla de razas, Harlem era todavía un territorio fronterizo.

Hasta los terribles ataques de que fueron víctimas durante las revueltas del Reclutamiento de 1863, la mayoría de los negros sureños de la ciudad vivían en el centro de Nueva York. Después, se desplazaron hacia el área de los prostíbulos, en el Midtown’s West Side. Sus
cabarets
y teatros alcanzaron tanto éxito que pronto la zona pasó a ser conocida como la «Bohemia Negra». Hacia finales de siglo, los emigrantes que habían llegado de Virginia y Carolina huyendo de las leyes segregacionistas implantadas en dichos estados produjeron un gran aumento de la población de color, lo que de nuevo desembocó en tensiones con la comunidad irlandesa. El traslado masivo de los afroamericanos a las calles de Harlem, anteriormente habitadas por judíos e italianos, no tuvo sin embargo lugar hasta el periodo de infancia de Charlie. Aunque no recibieron una buena acogida, y a menudo les reclamaban unos alquileres superiores, siguieron afluyendo hacia la zona, en la que en aquel momento se estaban convirtiendo ya en mayoría.

El Cotton Club era un local llamativo. Desde la calle, con su emplazamiento en la esquina de Lenox Avenue y su entrada realzada con profusión de luces, podría haberse confundido con un cine. Sólo los clientes con sus trajes de gala que se apeaban de los caros modelos de coches daban una idea de cómo podía ser el interior del establecimiento.

El club era espacioso y elegante. La clientela se distribuía en torno a pequeños veladores, provistos cada uno de una vela colocada en el centro de un inmaculado mantel de lino blanco. Había una pista de baile, pero la gran atracción del lugar era el espectáculo. El gran proscenio estaba iluminado por candilejas a ambos lados. Esa noche, en el borde del escenario había espejos en el suelo, de tal forma que el reflejo de las coristas quedaba proyectado hacia arriba. El fondo del escenario lo ocupaba la Fletcher Henderson Band.

Charlie tenía intención de llevar a Peaches con él esa noche, pero al final no fue así. Peaches salió con otro hombre y Charlie estaba bastante molesto. De todas maneras, no valía la pena enojarse con Peaches, se dijo a sí mismo; ya sabía cómo era. Lo supo desde el principio, como lo sabía ahora al final. Llamó a Edmund Keller para preguntarle si querría acompañarlo al club, y por suerte estaba libre. Pidieron la cena y mientras tanto escucharon la música.

—Qué bueno ese Henderson —alabó Keller, y Charlie asintió.

Después de comer pidieron otra copa. Charlie paseó la mirada por la sala.

—¿Ves a alguien? —preguntó Keller.

Uno nunca sabía a quién podía encontrarse en el Cotton Club. Al alcalde, por supuesto; aquél era su tipo idóneo de local. A la gente del mundo de la música como Irving Berlin y George Gershwin, cantantes como Al Jolson y Jimmy Durante. A cualquier miembro de la gente de clase de Nueva York. Charlie había comenzado a escribir una novela hacía poco. Le gustaba tomar nota de cualquier escena o anécdota que pudiera tal vez utilizar un día y siempre procuraba hablar con la gente, por una parte porque le interesaba y por otra porque podían proporcionarle diálogos de utilidad.

—No sé si habrá venido Madden —dijo Charlie.

¿A cuál de todas aquellas selectas personas le importaba que el propietario del club fuera Owney Madden, el estraperlista, que lo había comprado mientras estaba encerrado en Sing Sing por una condena por asesinato? Por lo visto, a ninguna. Madden podía matar a las personas que lo enfurecieran, pero ¿qué importancia tenían unos cuantos asesinatos cuando regentaba el mejor club de jazz de la ciudad? Madden tenía, además, amigos. Hacía mucho tiempo que la policía no había realizado una redada en su local.

Charlie había hablado un par de veces con él. Pese a su apellido irlandés, Madden había nacido y se había criado en el norte de Inglaterra, y estaba orgulloso de ello. El estraperlista y propietario del club de jazz tenía un marcado acento de Yorkshire.

Charlie acababa de dar un repaso visual a la sala cuando reparó en la mesa que tenían justo detrás. Había tres hombres sentados a ella, hablando en voz baja, a quienes no había prestado atención. Dos de ellos se marcharon en ese momento. El tercero se quedó, de espaldas a él, pero luego se volvió hacia el escenario.

Su cara le resultó familiar y no tardó mucho en recordarla. Después, viendo una ocasión propicia para hablar, miró al hombre, lo saludó con un ademán y sonrió. Su vecino de mesa le devolvió una mirada neutra.

—Seguramente no se acordará de mí —dijo Charlie con soltura—, pero lo vi una vez en el Fronton. Usted estuvo muy amable con mi madre. Le dijo que no se preocupara por la policía.

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