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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (109 page)

BOOK: Nueva York
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Cada vez llegaban más unidades de bomberos. Había que reconocer que habían reaccionado con impresionante celeridad. Los bomberos, que parecían irlandeses casi todos, conectaban las mangueras a las bocas de incendios de la calle y las introducían en el edificio.

No dejaban entrar a nadie. Lo único que pudo hacer Salvatore fue correr de una entrada a otra intentando conseguir alguna información de las muchachas que salían, o captar algo de lo que decían los bomberos.

Las mangueras del edificio no funcionaban, oyó, pero la presión de las bocas de incendios era adecuada. El fuego se había iniciado en la octava planta, que había quedado ahora engullida por las llamas, lo cual impedía el paso a los bomberos. Alguien dijo que había una salida de incendios que bajaba por el hueco situado en el centro del edificio pero que se había venido abajo. Algunas chicas habían conseguido llegar a los pisos inferiores por allí, mientras que otras se encontraban en la escalera cuando ésta se había derrumbado. Para entonces de las ventanas de arriba brotaba humo y llamas por el lado de Greene Street.

Viendo que la gente señalaba a la azotea, Salvatore retrocedió un poco para tener perspectiva. Allí se había refugiado una multitud de trabajadores. Desde el edificio adyacente de la Universidad de Nueva York, que era un poco más alto, habían tendido unas escaleras para que pudieran escapar. ¿Habrían llegado hasta allá arriba las muchachas del noveno piso? No había forma de saberlo.

Al final regresó junto a la estatua de Garibaldi.

—¿Dónde está Anna? —preguntó, con ojos desorbitados, Angelo.

—Vendrá dentro de poco.

—¿Dónde está?

—Quizás esté bajando por el ascensor, aunque algunas de las chicas se van por la azotea. Si la esperamos aquí, nos encontrará.

—¿Es peligroso?

—No. —Salvatore intentó sonreír—. Fíjate en todos esos coches de bomberos y toda la gente que sale.

Angelo asintió, aunque no se le quitó el miedo.

Entonces Salvatore la vio.

Anna estaba de pie junto a una de las ventanas del noveno piso. En las otras ventanas de esa planta también aparecían más chicas, que se veían borrosas. Entonces dedujo que era porque había humo detrás de ellas. Una de las muchachas abrió una ventana, de la que surgió una bocanada de humo. En el cavernoso espacio de atrás se veía una vacilante luz. Las llamas debían de haber llegado a esa planta.

¿Por qué estaban las chicas al lado de las ventanas? ¿Acaso no podían salir? Debía de hacer mucho calor allá adentro, muchísimo.

La muchacha salió a la repisa de la ventana. Por encima del noveno piso rodeaba el edificio una recia cornisa de medio metro de ancho más o menos. La muchacha la miró. Quizá se planteaba si podía llegar hasta ella y utilizarla como camino para huir de allí. Tal vez no sabía que el fuego ya había alcanzado la novena planta. De todas maneras, cada piso tenía tres metros y medio de altura, por lo que le habría sido imposible llegar hasta allí.

Otras ventanas se abrían y otras muchachas salían a las repisas. También salió un joven. Miraban abajo, a la calle situada treinta metros más abajo. Para entonces ya se veían las llamas a sus espaldas. Seguro que el calor les resultaba ya insoportable.

Al verlas, los bomberos arrastraron una de las mangueras hasta allí. El arco de agua brotó hacia el cielo, pero treinta metros más arriba quedaba reducido a un insignificante chorro. Comenzaron a extender una escalera en un lado del edificio, pero fue un gesto fútil, pues no llegaba más allá de nueve metros. La escalera quedó apoyada allí, tentadora e inútil. A continuación desplegaron redes en la acera. Los que habían buscado refugio en las repisas las miraban. ¿Resistirían si saltaban? La distancia era mucha. Los bomberos no se decidían a animarlos a saltar. Ellos también dudaban.

Entonces Salvatore vio que Anna miraba en dirección a ellos. Desde allí debía de ver la estatua de Garibaldi y estaría intentando verlos a ellos dos. Con el agua de las mangueras y el humo que subía del piso de abajo no debía de ser fácil distinguirlos. Agitó una mano y, a su lado, el pequeño Angelo imitó su ejemplo. Anna no correspondió, sin embargo, al saludo.

—¿Es Anna a quien saludamos? —preguntó Angelo—. ¿La ves?

Salvatore no contestó. Una de las chicas había saltado. Después saltó el joven. A continuación lo hizo Anna.

Angelo no la vio.

—Espera aquí —le gritó Salvatore mientras se dirigía corriendo al edificio.

Las redes eran inservibles, desde luego. Los bomberos las habían puesto sólo como último recurso. Cuando Salvatore llegó, el jefe de bomberos ordenaba a sus hombres que las retirasen.

El joven que había saltado había traspasado la red. Ésta apenas había amortiguado a Anna y a las otras chicas que se habían precipitado tras ella antes del choque contra la acera. Anna tenía la cara casi intacta, pese a que se le había quedado completamente aplastada la parte posterior de la cabeza. Salvatore no tuvo necesidad de que el bombero le dijera que estaba muerta.

—Es mi hermana —le dijo al hombre, antes de informarle de su nombre—. Tengo que llevar a mi hermano pequeño a casa y después volveré.

Sorprendido de su propia compostura, regresó junto a la estatua.

—¿Ha saltado Anna? —inquirió Angelo.

—Sí. Está bien, pero se ha hecho daño en una pierna y quizá la lleven al hospital. Me ha dicho que te llevara a casa y se lo dijera a mamá. Después vamos a ir a verla todos.

—Yo quiero verla ahora.

—No, ella ha dicho que te llevara directamente a casa.

—¿Estás seguro de que está bien?

—Sí.

El 23 de mayo de 1911, el presidente de los Estados Unidos en persona se encontraba en la ciudad de Nueva York para presidir una importante ceremonia. En la Quinta Avenida, en el lugar donde antes se elevaba el viejo depósito con aspecto de fortaleza, la gran biblioteca se iba a abrir por fin al público.

La colección, basada en la suma de las bibliotecas Astor y Lenox, era inmensa. Financiado con los legados de Watts y Tilden, el espléndido edificio de estilo neoclásico proyectado por Carrère & Hastings ocupaba dos manzanas entre las calles Cuarenta y Cuarenta y Dos. Había llevado mucho tiempo construirlo, pero había valido la pena. La fachada y las amplias escalinatas de mármol, flanqueadas por dos leones, eran un modelo de magnificencia, pese a lo cual el lugar tenía también su lado acogedor. Gracias a la cuantiosa donación de Andrew Carnegie, el sistema de bibliotecas de Nueva York se encontraba entre las instituciones más generosas del mundo, de acceso libre al público.

Aunque el edificio no se iba a abrir al común de la gente hasta el día siguiente, después de que el presidente Taft efectuara los honores, visitó las instalaciones un nutrido grupo de personas compuesto por las personalidades más ricas y destacadas de la ciudad.

La anciana Hetty Master se movía con bastante lentitud.

—Estoy muy contenta de que me acompañes a ver esto —dijo a Mary O’Donnell.

El año anterior el estado de Hetty había degenerado de manera considerable, lo cual no era de extrañar a su edad. Después de entrar en el gran vestíbulo de mármol, insistió de todas formas en subir a pie las escaleras.

—Son dos pisos —le advirtió Mary.

Los pisos, además, eran muy altos.

—Puedo subirlos —reiteró la anciana—. Y quiero ver esa sala de lectura de la que tanto hablan. —La sala de lectura del tercer piso abarcaba la totalidad de la longitud del edificio, de casi cien metros—. Recuerdo que vine aquí cuando había el Crystal Palace, justo detrás —señaló.

—Lo sé —dijo Mary.

Les llevó un tiempo, pero llegaron a la sala de lectura, y cuando entraron, quedaron impresionadas. La estancia se prolongaba a la manera de los vastos pasillos del Vaticano.

—Pues sí que es grande —acordó Hetty.

—Sí —convino Mary.

—Espero —dijo Hetty, observando las hileras de mesas— que encuentren a tanta gente que quiera leer. A mí siempre me da sueño en las bibliotecas. ¿A ti no?

—Yo casi no las utilizo —confesó Mary.

—Hay mucho espacio para dormir aquí —dictaminó Hetty—. Bajemos.

Afuera lucía el sol cuando descendieron lentamente las escaleras que desembocaban en la Quinta Avenida.

—Estoy contenta de haberlo visto —reconoció Hetty—, pero querría ir a casa. Me encuentro un poco cansada. —Calló un momento mientras Mary buscaba un taxi—. ¿Te he dicho que mi marido me pidió que me casara con él justo aquí, cuando acababan de construir el depósito?

—Sí —confirmó Mary con una sonrisa.

—Fue un día maravilloso —evocó Hetty.

—Seguro que sí —concedió Mary.

—Oh —dijo de improviso Hetty.

—¿Qué ocurre? —Hetty no respondió. Se tambaleó como si hubiera recibido un golpe—. ¿Te encuentras bien? —dijo Mary.

Aún no había terminado la pregunta cuando Hetty comenzó a caer. Intentó sostenerla, pero no pudo, de modo que Hetty se desplomó en el suelo.

Fue una suerte que un joven limpiabotas pasara justo entonces por allí. El chico dejó sus cosas en el suelo y las socorrió sin dilación. Levantó a Hetty y, mientras Mary la sostenía, llamó a un taxi. Luego, como parecía que Hetty estaba inconsciente, ayudó a Mary a subirla al vehículo y preguntó si quería que la acompañara a su casa.

—Sería muy amable de tu parte —agradeció Mary.

El chico dejó sus cosas en el suelo del taxi y Mary indicó al conductor que siguiera por la Quinta. Hetty tenía la boca abierta y temblaba. El muchacho se inclinó para apuntalarla, con torpeza, en la esquina del asiento.

—A Gramercy Park —dijo el chico al conductor.

—¿Cómo lo sabías? —preguntó Mary.

—He estado en la casa —explicó el muchacho.

Entonces Mary cayó en la cuenta de que ya lo había visto con anterioridad.

—Pero si eres el hermano de la muchacha italiana que vino a la comida hace unos meses —dijo—. Tu hermana trabaja en la Triangle Factory.

El chico guardó silencio. Entonces Mary se acordó de la terrible tragedia que había ocurrido allí en marzo. El espantoso incendio fue un gran escándalo… en él fallecieron ciento cuarenta personas, en su mayoría muchachas judías que trabajaban en la empresa.

Salvatore Caruso tardó un momento en responder. Estaba mirando a la anciana. Se dio cuenta, antes que Mary, de que Hetty Master acababa de morir. Por eso pensó que aquella amable señora ya tendría bastante pena por aquel día.

—Está bien —dijo.

El Empire State

1917

D
urante más de un siglo, Estados Unidos de América había evitado las trágicas disputas y desatinos del Viejo Mundo. Tres años atrás, cuando atrapados en su compleja maraña de rivalidades y alianzas los países de Europa se habían enzarzado en una guerra mundial, William y Rose Master, como la mayoría de los norteamericanos, hicieron votos por que su país pudiera mantenerse al margen de aquella fútil pelea. Durante un tiempo pareció que sus deseos se iban a cumplir.

En realidad no había ninguna necesidad estratégica de implicarse. Lo de los motivos sentimentales era un tanto complicado. Pese a que la mayoría de los estadounidenses daban por sentado que la población de su país era de origen predominantemente inglés, en realidad los habitantes de ascendencia alemana superaban a los de ascendencia inglesa o irlandesa. Aparte, en el año 1917, los británicos no gozaban de mucha popularidad. La cruel represión del Alzamiento de Pascua había suscitado la indignación de los norteamericanos de origen irlandés y el bloqueo naval británico había hostigado a muchas embarcaciones americanas. El presidente Woodrow Wilson, que todavía manifestaba simpatías por los británicos, les enviaba comida, pero allí acababa todo. Si los europeos querían destrozarse mutuamente, allá ellos, opinaba la mayoría de la gente. Había que evitar los conflictos ajenos.

Al final, fue Alemania la que provocó la intervención americana en la guerra. Procurando mantener la neutralidad de su país, Wilson logró mantener a raya a los alemanes. Cuando sus submarinos hundieron el
Lusitania
, que tenía americanos a bordo, protestó, y el alto mando alemán interrumpió la guerra submarina. Ahora, sin embargo, todo había cambiado. Los alemanes habían tenido un comportamiento abominable. Viendo que Rusia se hundía en el caos y que los británicos casi pasaban hambre, habían llegado a la conclusión de que podían ganar la guerra con una ofensiva final. De improviso, los submarinos alemanes volvieron a entrar en acción. «Puesto que sus barcos llevan comida a los británicos —comunicó Alemania al presidente Wilson—, torpedearemos todo barco americano que encontremos en los mares». Con asombrosa actitud insultante de cara a Estados Unidos, los representantes alemanes llegaron incluso a animar a México: «Atacad Estados Unidos y nosotros os ayudaremos a recuperar Texas, Nuevo México y Arizona».

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