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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (110 page)

BOOK: Nueva York
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Después de aquello había que recurrir a la guerra. Con la masiva movilización norteamericana que se estaba llevando a cabo, los alemanes no tardarían en comprender que no se ofendía en vano a aquella nación libre instituida al otro lado del Atlántico. La semana anterior, William y Rose habían ido al parque de Washington Square para ver la gran hoguera donde algunos centenares de jóvenes quemaban una efigie del káiser alemán.

Hasta la fecha, el lejano conflicto europeo no había afectado apenas a la familia Master. William Master se sorprendió, de hecho, al comprobar que le había reportado beneficios. La Bolsa había permanecido cerrada durante unos meses en 1914, pero se había desarrollado un activo mercado de bonos de guerra y pronto se había lanzado un activo negocio basado en el suministro a los países beligerantes de Europa. La producción industrial americana seguía prosperando. Henry Ford producía una gran cantidad de coches en sus nuevas cadenas de montaje.

En realidad, la mayor preocupación que tenían Rose y William se centraba en su hijo Charlie.

Por lo menos, no lo habían llamado a filas; ya era algo. El reclutamiento de mayo de 1917 afectaba sólo a los varones de entre 21 y 31 años. Charlie, de todos modos, había dado a sus padres motivos sobrados de inquietud.

Rose se alarmó cuando Charlie insistió en ir a la Universidad de Columbia y no a Harvard.

—Le gusta estar en Nueva York —había señalado su marido.

—Lo sé —respondió ella—. Eso es lo que me preocupa.

Aparte de que Harvard era Harvard, ella preveía que Charlie tendría un entorno más sosegado en Boston.

—Me da miedo que acabe frecuentando malas compañías.

Y así había sido. Antes incluso de ir a Columbia, Charlie había demostrado un precoz interés por la vida nocturna de la urbe. A veces desaparecía en el barrio del Greenwich Village, donde había una mayor concentración de locales de espectáculos, y nadie sabía dónde estaba. En más de una ocasión había vuelto a casa borracho.

—Y en el fondo —apuntaba certeramente su madre—, aún es un niño.

En lo tocante a sus opiniones, ahora que estaba en la universidad, uno nunca sabía con qué iba a salir. Ya le había dicho a su madre que los bolcheviques rusos luchaban por una buena causa; otro día había comentado que pensaba incorporarse a un movimiento de protesta contra la guerra. Sus ideas y entusiasmos parecían variar de una semana a otra.

Su marido encontraba hasta divertido el asunto, pero Rose era muy consciente de que Nicholas Murray Butler, el presidente de Columbia, estaba decidido a presentar una cara patriótica, de sensatez política, de su centro en aquellos momentos tan críticos. Había advertido al cuerpo docente y a los estudiantes de que si emprendían alguna manifestación pública de protesta contra la guerra serían despedidos, y Charlie había reconocido no hacía mucho que a dos de sus amigos los habían expulsado. Rose vivía con el temor de que cualquier día llegara a casa y le dijera que le había ocurrido lo mismo a él.

—Estoy seguro de que si Charlie se buscara complicaciones —le decía alegremente William—, tú serías capaz de arreglar las cosas con Butler. No tienes más que invitarlo a una de tus fiestas.

Era cierto que Rose Master se había convertido en una fuerza que había que tener en cuenta por aquellos días. Después de la muerte de la anciana Hetty Master, los padres de William habían heredado una buena suma de dinero, y cuando la madre de éste falleció dos años atrás y Tom Master la siguió al cabo de unos meses, gracias a los fondos fiduciarios William y Rose entraron en posesión de una considerable fortuna que podían gestionar a su antojo.

Recientemente se habían trasladado a una casa mucho más espaciosa situada cerca de la Quinta Avenida, entre la Sexta y la Séptima, a tan sólo dos manzanas del magnífico y flamante palacio de Henry Frick. La casa tenía una bonita fachada clásica y una característica especial copiada de la casa del editor Scribner, que se encontraba cerca. La mayoría de propietarios de automóviles los guardaban en antiguos establos reconvertidos situados en las proximidades, pero en la nueva vivienda de los Master, la entrada exterior era de doble puerta y daba acceso a un pequeño patio, donde el coche bajaba al garaje subterráneo por medio de un ascensor particular. William también había comprado un nuevo Rolls-Royce, el modelo Sedanca de Ville, que guardaba allí.

A lo largo de la década anterior, Rose se había forjado ya una buena reputación de anfitriona que recibía de manera impecable, pero sin caer en la vulgar ostentación de los nuevos ricos, y ahora se veía en condiciones de seguir haciendo lo mismo a mayor escala. Y era cierto que a través de sus recepciones era capaz de lograr una notable influencia.

No obstante, conocía muy bien sus limitaciones.

—Si Charlie importuna a Nicholas Murray Butler, no creo que pueda salvarlo —afirmó.

Ahora tenía mucho miedo de que Charlie fuera a cometer un peligroso error.

—No, Charles —contestó con contundencia a su hijo una tarde de noviembre—, no consentiré que ese hombre entre en mi casa.

—Pero madre, si ya lo he invitado —arguyó él.

¿Por qué, de todos los profesores de la Universidad de Columbia, había tenido que elegir como héroe a Edmund Keller precisamente? Por lo que a ella respectaba, la relación entre las dos familias se había extinguido con la muerte de la anciana Hetty. No obstante, cuando a principios de otoño Charlie conoció a Keller, éste evocó con cariño el papel que había tenido la familia Master en la carrera de su padre y Charlie quedó encantado.

—Entonces he caído en la cuenta de que todavía tenemos algunas fotografías de su padre —explicó Charlie a su madre—. Incluso me ha preguntado si yo tenía intención de ser un mecenas de las artes.

—Intenta adularte.

—No es eso —disintió Charlie, frunciendo el entrecejo—. Tú no lo entiendes. Keller es una persona bastante importante en Columbia. No nos necesita.

Era cierto que, con encomiable comedimiento en opinión de Rose, Butler había permitido que el señor Keller prosiguiera con su carrera docente en la universidad y que éste había logrado una gran popularidad. Ella seguía teniendo presentes dos cosas, sin embargo. En primer lugar, Edmund Keller había sido, y seguramente seguía siéndolo, socialista. En segundo lugar, su hijo era demasiado influenciable.

Y ahora, en un acto de pueril estupidez, Charlie había pedido a ese hombre que acudiera a una de sus selectas fiestas. Mientras observaba los rubios cabellos y los ojos azules de su hijo, a Rose se le ocurrió que tal vez sería más sensato recurrir a una táctica más sutil. Tenía que deshacerse de Keller pero sin llegar a un enfrentamiento con su hijo.

—Seguro que no le gustaría la fiesta, Charlie —observó—. Haremos algo mejor. Invítalo a que venga a cenar con nosotros, en familia, y así podremos conocerlo mejor y conversar con calma.

Una semana después, vestido con americana y corbata negra tal como convenía para la ocasión, Edmund Keller acudió a la casa. Cuando Charlie sugirió que asistiera a una cena en casa de sus padres, Keller dudó. Recordaba que en una ocasión Rose había sacado a relucir sus tendencias socialistas en una comida, aunque lo había dicho en el transcurso de una discusión ocurrida hacía mucho. En todo caso había dado por supuesto que ella no le tenía mucho aprecio, pero la invitación que ahora recibía para ir a cenar con la familia parecía indicar que no le guardaba ninguna inquina.

Aunque no tenía nada de estúpido, Edmund vivía en un mundo que funcionaba de una manera distinta del de Rose. No se le ocurrió pensar que si Rose Master lo invitaba a una cena íntima no era un agasajo ni una expresión de amistad, sino una señal de que no deseaba que conociera a sus amigos. Por eso caminaba satisfecho, sin sospechar su condición de indeseable.

Lo primero que ocurrió fue que encontró a Charlie y a su padre en el patio. Iban vestidos para la cena, pero William estaba a punto de sacar el coche. Después de pasar unos minutos charlando animadamente sobre el Rolls-Royce, William le preguntó si le apetecía ir a dar una pequeña vuelta. Keller apuntó con cortesía que no querría hacer esperar a su anfitriona. Sabedor de que, por lo que a su esposa respectaba, Keller podría haberse ido a Maine o incluso más lejos, William le aseguró que no tenía importancia. Se fueron pues hasta el extremo de la Quinta, dieron la vuelta por Washington Square, subieron por la Sexta, bordearon Central Park South y después del hotel Plaza volvieron a la Quinta. William, que disfrutaba conduciendo el coche, dispensó a Keller una detallada explicación de sus cualidades técnicas. Después de dejar el automóvil en el garaje, con las mejillas enrojecidas por el aire de la noche, se reunieron con Rose en el salón. Al cabo de un momento anunciaron que la cena estaba servida.

Cenaron en el comedor. Habían retirado las hojas de la mesa, acortándola, de modo que aunque la cena se sirvió con todo el protocolo, el ambiente resultaba bastante íntimo. Lo sentaron entre William y Rose, frente a Charlie.

La conversación transcurrió con desenvoltura. Edmund comentó a Rose lo mucho que le gustaba el coche, después Charlie introdujo el tema de Theodore Keller y sus fotografías, haciendo alusión a la espléndida foto de las cataratas del Niágara que había encargado su abuelo. Edmund explicó que Theodore Keller tenía casi setenta años y que, tras su fallecimiento, sería él el depositario de toda la obra de su padre.

—Tiene un archivo considerable —señaló.

Aquello desembocó en un discurso sobre la Guerra Civil, tras lo cual la conversación derivó hacia la guerra en curso con Alemania.

William y Edmund trataron de las posibilidades que tenían los convoyes de sortear los submarinos enemigos en el Atlántico y todos se preguntaron cuánto iba a durar aquella guerra. Después Keller destacó que, además del terrible desperdicio en vidas humanas que conllevaba, la guerra suponía también una tragedia cultural.

En cuanto Estados Unidos entró en guerra contra Alemania se desató un histérico sentimiento antialemán. Todo cuanto sonaba a alemán pasó a ser sospechoso. Los periódicos en alemán cerraban, mientras que en Gran Bretaña, según señaló Keller, el mismo canciller se vio obligado a dejar el cargo porque, en un momento de despiste, comentó que seguía apreciando la música y la filosofía alemanas.

—¿Y qué habría que hacer en mi caso? —dijo—. Mi familia era alemana y, desde luego, no pienso dejar de escuchar a Beethoven o leer a Goethe y Schiller debido a la guerra. Sería absurdo. Si hasta hablo alemán.

—¿De veras? —inquirió William.

—Sí. Mi padre apenas sabía hablar una palabra, pero hace unos años me interesé por la literatura alemana y quise leerla en su lengua original, de modo que empecé a ir a clases. Ahora hablo de manera casi fluida.

Luego la conservación se centró en la cuestión de la liga antialcohólica, que adoptaba una actitud cada vez más estridente.

—Detesto a esa gente —declaró Charlie con fervor.

Su padre señaló, con una sonrisa, que no era de extrañar. Después Keller preguntó educadamente a Rose qué pensaba al respecto.

—Nosotros pertenecemos a la Iglesia episcopal —respondió.

Keller debía saber sin duda que las personas como ella no tenían nada que ver con aquellas exigencias prohibicionistas, que ya se presentaban incluso al Congreso. Todo aquello era iniciativa de los metodistas, baptistas, congregacionistas y otras iglesias que normalmente acogían a una clase distinta de personas.

—Lo más irónico es —señaló William— que si el prohibicionismo se impone, seguramente será a causa de la guerra. Aunque las iglesias episcopaliana y católica no apoyen la idea, el grupo de presión más eficaz contra el prohibicionismo siempre ha estado del lado de los fabricantes de cerveza, que por lo general tienen apellidos alemanes. Y como bien dice, Keller, todo lo alemán se ha convertido en tan impopular hoy en día que nadie les quiere escuchar. Es realmente absurdo.

¿Y qué opinión le merecía a su anfitriona la demanda de derecho de voto para la mujer?, preguntó Keller.

—¿El voto femenino? —Rose abrió una pausa. La causa de Alva Belmont había realizado algunos progresos, aunque las sufragistas estaban más calmadas ahora que la guerra concentraba la atención general—. Creo que llegará, que debería llegar —concedió, pese a lo mucho que detestaba encontrarse en el mismo bando que Alva Belmont.

Rose advertía que, aun comprendiendo sus reservas con respecto a Keller, su marido encontraba interesante al historiador. ¿Qué pensaba de la situación en Rusia?, le preguntó en ese momento. Rose se llevó una sorpresa al escuchar la pesimista respuesta de Edmund Keller.

—Es imposible predecir un desenlace —reconoció—, pero si los antecedentes históricos sirven de orientación, temo por lo que pueda ocurrir. Pese a sus espléndidos logros, la Revolución francesa impuso un reinado de terror.

—Para mí —opinó William Master—, la tragedia radica en que pese a todos sus problemas, la economía de Rusia experimentaba un rápido crecimiento hasta que empezó esta guerra. Rusia podría haberse desarrollado y alcanzado un buen grado de prosperidad.

—Yo no creo que la autocracia zarista pudiera seguir manteniéndose —disintió en ese punto Keller—. Como historiador, preveo la probabilidad de que se produzca un baño de sangre, pero aun así los rusos tienen razón al reclamar un cambio de gobierno.

—¿Incluso si es socialista? —inquirió Rose.

Keller reflexionó un instante, deseoso de hacer honor a la verdad.

—Yo creo que, si fuera ruso, diría que sí.

Rose no añadió nada más. Aunque la respuesta había sido formulada con astucia, no alteró su punto de vista sobre la postura política de Edmund Keller. Charlie, por su parte, estaba ansioso por seguir explorando aquellos peligrosos territorios.

—¿Cree usted que el capitalismo oprime a los trabajadores? —quiso saber—. Yo creo que sí.

—Supongo —repuso Keller, tras un momento de duda— que cualquier sistema que concentre el poder en una clase particular supone una tentación para que dicha clase explote a los más débiles. Es algo que parece arraigado en la naturaleza humana.

—El sistema capitalista es una tiranía basada en la codicia —declaró Charlie.

Su madre elevó la vista al cielo mientras su padre sonreía.

—Recuérdame que te retire tu paga —murmuró.

En su condición de profesor, Keller no podía dejar pasar, no obstante, ninguna afirmación sin haberle dedicado la debida reflexión.

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