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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (52 page)

BOOK: Nueva York
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Al principio, las noticias llegadas desde el norte parecían también propicias para la causa leal. Tal como habían planeado, Johnnie Burgoyne había descendido desde Canadá y no había tardado en recuperar el fuerte de Ticonderoga. También se había granjeado el apoyo de los indios. Cuatro de las seis naciones iroquesas habían aceptado integrarse en el bando británico.

—Los patriotas nos detestarán por eso —señaló con sequedad John Master.

—¿Tan crueles son los indios? —inquirió Abigail.

—Tienen sus costumbres. Durante la guerra del rey Jorge, hace treinta años, el coronel británico de las milicias del norte pagaba a los iroqueses por cada cuero cabelludo de francés que le llevaran, mujeres y niños incluidos.

—Espero que ahora no haríamos tal cosa.

—No estés tan segura.

En septiembre esperaban la confirmación de que Burgoyne había tomado Albany y proseguía por la ribera del Hudson hacia Nueva York, pero entonces comenzaron a propagarse otros rumores. Las milicias patriotas locales, con sus tiradores de élite, estaban entorpeciendo su avance. Se encontraba atrapado en los despoblados territorios del norte. Los indios lo estaban abandonando. Una fuerza de chaquetas rojas remontó el Hudson para ver si podían socorrerlo.

Después, a finales de octubre, por el gran río llegó una barca con un asombroso mensaje. El padre de Abigail lo transmitió en casa.

—Burgoyne se ha rendido. Los patriotas han apresado cinco mil hombres.

—¿Dónde? —preguntó ella.

—En Saratoga.

La noticia de la derrota sufrida en Saratoga cayó como un mazazo sobre los británicos. Master, no obstante, pese a su expresión grave, no manifestó sorpresa.

—Tal como le advertí a Howe —recordó con pesar—. Un general sobrado de confianza, en un terreno que no comprende.

Las tácticas empleadas por los patriotas, consistentes en abatir árboles en el camino, ahuyentar al ganado y hacer desaparecer toda la comida habían desmoralizado a sus hombres allá en aquellas solitarias inmensidades. Después de dos enfrentamientos librados en Saratoga, los dos generales patriotas, Gates y Benedict Arnold, lo habían agotado. Pese a que los británicos de Burgoyne y las tropas hesianas habían luchado con valentía, privados de refuerzos provenientes del sur, se habían visto superados en número por los mil setecientos integrantes de las milicias patriotas.

—Saratoga es una señal —consideró John Master—. Es una demostración de que, por más soldados que pongan en acción los británicos, nunca serán tan numerosos como las milicias locales. Y lo que es más importante aún, indica a las únicas personas que realmente cuentan que los americanos tienen posibilidades de ganar.

—¿Quiénes son esas personas? —inquirió Abigail.

—Los franceses.

Aunque la victoria de Saratoga fue un motivo de alborozo para los patriotas, James no advirtió mucha alegría en el ejército de Washington ese mes de diciembre. El Congreso había abandonado Filadelfia, Howe se había instalado allí y el ejército patriota, reducido ahora a doce mil soldados, se encontraba a campo abierto cuando ya comenzaba a arreciar el frío del invierno. Washington ya había elegido el lugar adonde se iban a desplazar, sin embargo.

Irían a Valley Forge, un paraje que tenía sus ventajas. Con las elevaciones denominadas Mount Joy y Mount Misery en las proximidades y el río Schuylkill más abajo, Valley Forge poseía una buena situación defensiva y, al estar a menos de treinta kilómetros de Filadelfia, era también idóneo para mantenerse enterados de los movimientos de los británicos.

El ejército patriota había comenzado a levantar el campamento sin tardanza. En poco tiempo tuvieron constituida una achaparrada ciudad de cabañas de troncos apiñadas en grupos. La construcción mantuvo al menos ocupados a los hombres y les proporcionó un motivo de orgullo por el resultado. James, por su parte, a menudo tenía que conducir partidas de soldados durante kilómetros para encontrar árboles que talar. Washington insistía en que lo fundamental era procurar que no quedaran fisuras en el tejado.

—El invierno que deberemos soportar es el de Filadelfia, no el del norte —les recordaba.

Pronto sus soldados yanquis descubrieron a qué se refería. En lugar de una capa de nieve uniforme que cubre todo aquello sobre lo que cae, Valley Forge padecía una especie de invierno diferente. De vez en cuando nevaba, o bien caía aguanieve, pero no cuajaba. Después llovía, y el agua impregnaba todas las grietas y huecos, para acabar helándose. El frío seco del norte era capaz de matar al hombre que no dispusiera de cobijo, pero los fríos y húmedos vientos de Valley Forge parecían colarse hasta la médula de los soldados.

Con o sin cabañas, seguían teniendo la ropa harapienta, muchos carecían de botas y todos pasaban hambre. Los intendentes realizaban un magnífico trabajo: distribuían pescado del río; de vez en cuando había carne y la mayoría de los días, cada hombre recibía una libra de pan. No obstante, en ocasiones sólo disponían de unas insípidas y resecas galletas hechas con harina y agua, y en otras nada. James había visto incluso algunos soldados que intentaban preparar sopa con hierbas y hojas. Algunas semanas, una tercera parte del ejército no se hallaba en condiciones de cumplir con ninguna labor. Los caballos estaban esqueléticos y a menudo morían. No había forma de conseguir forraje y no se veía ninguna vaca en kilómetros a la redonda. Además, cuando a James le encargaban que fuera a las pequeñas localidades de la región para ver si podía comprar más provisiones, el único dinero que tenía para ofrecer eran los billetes de papel donados por el Congreso, que provocaba recelo en muchos comerciantes.

Cada día enterraban a más hombres. Con el curso del tiempo, los muertos ascendieron a centenares y luego superaron el millar, hasta llegar a dos mil. A veces James se preguntaba si habría logrado salir a flote sin la zaga de acompañantes, unas quinientas personas, en su mayoría esposas o novias de los soldados. Éstas recibían la mitad de las raciones y la mitad de la paga, y hacían cuanto podían para cuidar a los hombres. En febrero acudió a visitarlos Martha Washington. El general siempre presentaba una fachada de entereza delante de las tropas, pero James, que pasaba bastante tiempo con él, veía que en el fondo estaba a punto de caer en la desesperación. Él y los otros oficiales se esforzaban por expresarle su apoyo, aunque no con los mismos resultados que obtuvo su esposa.

—El general ha salvado al ejército, y vos habéis salvado al general —comentó James una vez a la señora Washington.

Hubo otra persona que aportó consuelo a Washington: un joven que envió desde Francia el infatigable Benjamin Franklin. Había llegado hacía unos meses. Pese a que tenía sólo veinte años, había servido varios años en la mosquetería. Al llegar a América, lo nombraron de inmediato general de división.

Marie-Joseph Paul Yves Roch Gilbert du Mortier, marqués de Lafayette, era un rico aristócrata heredero de una extensa propiedad familiar. Su joven esposa, que se había quedado en Francia, era hija de un duque. Un antepasado suyo había integrado el mismo ejército en el que se enroló Juana de Arco. Había salido de Francia en busca de una sola cosa:
la gloire
. Quería ser famoso.

Considerando que con ello podría mejorar aún más las relaciones con los franceses, Washington lo había aceptado bajo su mando. Después descubrió con sorpresa que había ganado un segundo hijo.

Lafayette no se engañaba en lo tocante a su falta de experiencia y aceptaba realizar cuanto se le pedía. También demostró ser competente e inteligente. En Bradywine luchó bien y resultó herido. Aparte de todo ello, su educación aristocrática y su sentido del honor le conferían las cualidades que Washington más admiraba. Delgado y elegante, poseía unos exquisitos modales, era extremadamente valiente… y era leal a su superior, cosa que no se podía decir de la mayoría de los otros comandantes patriotas. Cuando Gates y los otros generales se confabularon contra Washington, el joven francés se enteró y le avisó enseguida. Intentaron deshacerse de él enviándolo a Canadá, pero pronto regresó al lado de Washington en Valley Forge, donde su encanto galo ayudó a alegrar las duras realidades de la vida cotidiana.

A James le gustaba Lafayette. Puesto que en Londres se exigía de todo caballero instruido conocer la lengua de la diplomacia, había aprendido a hablar un poco el francés. Entonces, como tenían tiempo de sobra, Lafayette le ayudó mucho a mejorar su dominio de aquel idioma.

Lafayette no fue la única persona que Benjamin Franklin envió de Europa. Su otro fabuloso regalo llegó con el año nuevo. Si aquél había aportado un toque de encanto galo al ejército de Washington, la influencia del barón Von Steuben iba a ser de muy distinto cariz.

Von Steuben era un oficial prusiano de mediana edad, aristócrata también. Había servido en el ejército de Federico el Grande. Soltero empedernido, se presentó con un sabueso italiano, una carta de Franklin y el ofrecimiento de dar a las harapientas tropas patrióticas la misma instrucción que recibían los mejores ejércitos de Europa. Pese a su excentricidad, cumplió al pie de la letra con dicha labor.

Allí en Valley Forge, primero hollando la nieve y después el barro, y luego con los soleados días en que las yemas despuntaban en los árboles, los entrenó como no habían entrenado antes. En lugar de la variopinta colección de manuales que usaban las diferentes milicias, impuso un solo libro de entrenamiento clásico para todo el ejército continental. A continuación entrenó a un cuadro de hombres para que luego hicieran de instructores. Después, en uniforme de gala, iba de un campo de prácticas a otro, supervisando y alentándolos a todos con una retahíla de juramentos en alemán o en francés que sus ordenanzas traducían puntualmente… de tal modo que al finalizar su instrucción, todos los soldados del ejército patriota poseían un amplio vocabulario de blasfemias en tres idiomas.

Al principio lo tomaron por loco, pero pronto aprendieron a respetarlo. Al final de la primavera, le profesaban ya un profundo afecto. Les enseñó a entrenar, a marchar, a maniobrar en las batallas, a disparar con rapidez. Al ver que casi ningún soldado sabía utilizar la bayoneta para nada más que para asar carne encima del fuego, les enseñó a cargar con ella.

—Os enseñaré cómo se gana una batalla sin gastar siquiera munición —les decía.

Cuando acabó los ejercicios, los había transformado en excelentes soldados, en todos los sentidos.

—Necesitábamos un alemán que nos enseñara cómo pelear contra los hesianos —señaló con ironía Washington a James un día de primavera.

—Los británicos pueden emplear a los alemanes —repuso James con una sonrisa—, pero nosotros somos auténticos.

—Me han llegado noticias —le anunció Washington— de que pronto recibiremos nuevos reclutas que se alistarán para un periodo de tres años.

Con todo, la noticia que puso realmente fin a la angustia de aquel periodo en Valley Forge llegó poco después de aquella conversación.

Benjamin Franklin había culminado con éxito su misión. Los franceses habían declarado la guerra a los británicos. En Valley Forge, obedeciendo indicaciones de Washington, el barón Von Steuben organizó un gran desfile.

La invitación de Grey Albion le llegó a Abigail el primero de mayo, en una carta que envió a su padre desde Filadelfia.

—Confirma el rumor que habíamos oído. Al general Howe lo han retirado del mando. —Master sacudió la cabeza—. Es una vergüenza. Cuando en Londres se enteraron de la rendición de Saratoga, el Parlamento montó en cólera y lo dispuso todo para que los periodistas achacaran toda la culpa a Howe en los periódicos. Y ahora reclaman su presencia en Inglaterra. Parece que sus oficiales de Filadelfia están decididos a despedirlo con todos los honores. Se va a celebrar un baile y no sé qué otros actos, incluso una justa. Albion participará como caballero y pregunta si desearías asistir.

La invitación le llegó de forma tan imprevista que apenas supo qué decir. Con todas las muchachas bonitas entre las que podía elegir en Filadelfia, le sorprendió que hubiera pensado en ella, aunque tuvo que reconocer que era un detalle por su parte. De hecho, pensando en los festejos, en la justa y en la ocasión de estar en la elegante ciudad de Filadelfia, resolvió que quizá no estaría mal ir.

Al día siguiente, no obstante, su padre mudó de parecer.

—Es un un viaje largo, Abby, y nunca se sabe con quién te puedes topar en el camino. Yo no podría acompañarte. ¿Quién iría contigo? Si encontraras soldados patriotas no creo que te hicieran nada, pero no podemos estar seguros. No —concluyó—, Grey ha sido muy amable al pensar en ti, pero no es posible.

—Supongo que tienes razón, papá —concedió.

«Si el señor Grey Albion quiere que lo acompañe a un baile —pensó para sí—, tendrá que volver a pedírmelo en otra ocasión».

La catástrofe de Saratoga, ocurrida en octubre del año anterior, y la decisión francesa de intervenir en el conflicto, en primavera, habían hecho cundir el desánimo entre los británicos. Para el leal John Master, no obstante, el mundo comenzó a cambiar durante aquel largo verano de 1778. Se trató de un cambio sutil, imperceptible al principio, que se produjo a un tiempo en su mente y en su corazón.

La guerra parecía haber entrado en un periodo de estancamiento. Después de la partida del pobre Howe, el general Clinton había asumido el mando en Filadelfia y en vista del peligro de una invasión de la flota francesa, los británicos resolvieron retirarse y volver a Nueva York. La medida no sólo afectó a los soldados: varios miles de leales tuvieron que abandonar sus hogares.

—Pobre gente —comentó Master a Abigail—. Los británicos piden apoyo a los leales, pero después no pueden protegerlos.

Washington siguió al grueso del ejército británico en su desplazamiento por tierra. Llegaron noticias de que se había producido un enfrentamiento en Monmouth. Una fuerza patriota capitaneada por Lee y Lafayette había atacado con considerable éxito la retaguardia británica, comandada por Cornwallis, y podría haber causado mayores estragos si Lee no se hubiera retirado. Al final los británicos habían logrado, sin embargo, ponerse a recaudo en Nueva York, incluido el joven Albion.

El Congreso volvió a instalarse pues en Filadelfia y Nueva York, bajo el mando del general Clinton, se mantuvo como una base británica, aunque con extensos territorios que iban desde White Plains, al norte de la ciudad, a las franjas de Nueva Jersey, al otro lado del Hudson, dominados por los patriotas. En julio, Washington remontó el valle del Hudson hasta la gran atalaya de West Point, situada setenta kilómetros más arriba. James hizo llegar a su familia a través de Susan una afectuosa carta en la que les informaba que se encontraba a salvo en West Point y pedía a su padre que atendiera en su nombre ciertas gestiones. Por lo demás, no les daba ninguna otra noticia.

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