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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (53 page)

BOOK: Nueva York
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Poco después, como una confirmación del cambio de rumbo de la situación militar, el almirante D’Estaing llegó con una poderosa flota francesa a la entrada de la ensenada. Allí se quedó un tiempo, interceptando la salida al océano. Luego, cuando llegaron los refuerzos navales británicos se fue, por el momento, a echar anclas en Newport, Rhode Island. El mensaje era muy claro, con todo: los franceses intervenían en la guerra y los británicos ya no disponían del control indiscutible del mar.

John Master hubo de padecer dos vejaciones más que ensombrecieron su ánimo. En agosto, se declaró un incendio en la ciudad que destruyó un par de casas que tenía alquiladas. Más preocupante aún era la amenaza que pesaba sobre sus propiedades del condado de Dutchess.

Ese año se produjo una situación curiosa en Nueva York: la ciudad estaba ahora gobernada por el general británico Clinton, en tanto que la gran región interior neoyorquina, controlada por los patriotas, tenía un gobernador patriota del mismo apellido… aunque no era pariente suyo, desde luego. El gobernador patriota Clinton estaba impaciente por confiscar las tierras de todos los leales declarados de su territorio. «Como nosotros nos ocupamos de ella, hemos declarado que es nuestra», le explicó Susan. Master tenía, sin embargo, la impresión de que no transcurriría mucho tiempo antes de que el gobernador patriota le arrebatara sus fincas.

A finales de agosto recibieron una visita imprevista: la del capitán Rivers. No traía, con todo, noticias halagüeñas. Había resuelto tirar la toalla.

—Carolina del Sur se mantiene en manos patriotas desde hace dos años, pero en Carolina del Norte muchos leales como yo hemos logrado resistir. Desde la primavera, sin embargo, nuestra vida se ha vuelto imposible. Mi esposa y mis hijos ya se han ido a Inglaterra. No puedo hacer nada salvo dejar la plantación en vuestras manos, esperando que podáis resarciros de la deuda un día.

—¿Y los esclavos?

—El valor principal reside en ellos, desde luego. Los he transferido a la propiedad de un amigo que se encuentra en una zona más segura, aunque no sé cuánto tiempo podrá resistir. —Ofreció a Master un detallado inventario de los esclavos—. Muchos son buenos trabajadores y valiosos. Si encontráis un comprador, podéis venderlos.

—¿No podéis aguantar un poco más? —planteó Master—. Es posible que no tarde en mejorar la situación.

Tras haber abandonado Filadelfia, los británicos se proponían lanzar una gran ofensiva contra el sur. El general Clinton ya había anunciado que enviaría una gran expedición para apoderarse de una de las islas caribeñas de los franceses, y otra a Georgia, donde las guarniciones patriotas eran reducidas y los leales numerosos. Rivers sacudió, no obstante, la cabeza.

—Eso son meras distracciones, Master. Podemos dividir nuestras fuerzas de tantas maneras como queramos e ir de un lado a otro en las inmensidades de América, pero en mi opinión, nunca la llegaremos a dominar. En todo caso, no a estas alturas.

Durante la cena, John Master, Abigail, Rivers y Grey Albion mantuvieron una franca conversación entre amigos.

—En una ocasión os pregunté si habíais pensado retiraros en Inglaterra —le recordó en cierto momento Rivers a Master—. Entonces no os interesaba, creo. ¿Cambiaríais ahora de parecer?

—Mi padre estaría encantado de poder ayudaros, señor —intervino Albion—, si quisierais enviar dinero a Inglaterra para preservarlo. De hecho, ya controla los saldos de operaciones vuestras.

—Mejor no pensemos en eso ahora —repuso Master.

De todos modos, era significativo que tanto Rivers como Albion le sugiriesen que abandonara. Era desalentador.

No obstante, la peor causa de sufrimiento para él no era de orden militar ni financiero, sino moral.

En la primavera, alarmado por la entrada de Francia en la guerra, el Gobierno británico había enviado delegados a Nueva York con el fin de tratar de llegar a un acuerdo con los colonos. Master se había reunido con ellos antes de que fueran a probar suerte con el Congreso. El mejor de ellos era, en su opinión, un hombre llamado Eden. De todas maneras, después de haber conversado largamente con él, Master regresó a casa consternado.

—Parece que el rey Jorge les ha dado instrucciones de intentar sobornar a los miembros del Congreso —le contó a Abigail—. Le he tenido que decir que el Congreso no es el Parlamento británico.

Hasta un par de días después no se dio cuenta de la ironía de la situación: sin siquiera pararse a pensar, había dado por supuesto que el Congreso al cual se oponía sostendría unos valores morales superiores a los del gobierno al que prestaba su apoyo.

El descubrimiento que lo sacudió hasta los cimientos tuvo lugar a finales de agosto.

En la carta que le había enviado desde West Point, James le había pedido que le hiciera un favor. Él lo había postergado varias semanas, sólo porque temía que le exigiera demasiado tiempo. A finales de agosto, aquejado de cierto sentimiento de culpabilidad, decidió ocuparse del asunto.

Uno de los soldados de James tenía un hermano al que habían capturado los británicos. Como la familia no había tenido noticias de él desde hacía más de un año, pero creían que estaba encarcelado en Nueva York, James le pedía si podía indagar qué había sido de él. Se llamaba Sam Flower.

Master tardó un día entero en averiguar que la unidad a la que pertenecía Flower había permanecido primero en un edificio religioso de la ciudad, y que después la habían trasladado al otro lado del East River. Ésa era la única información que pudo recabar.

Puesto que el día siguiente amaneció cálido y bochornoso, Master se alegró de poder huir del agobio de las calles de la ciudad y trasladarse en transbordador hasta Brooklyn. El embarcadero quedaba enfrente de la parte norte de la ciudad. A partir de allí, el río trazaba una curva hacia el este. En el lado de Manhattan, los edificios contiguos al río se hacían escasos. En la orilla de Brooklyn, después del recodo del río se sucedían las salinas y marismas, cuyo antiguo nombre holandés se había transformado en el de Wallabout Bay. Allí se encontraban las cárceles que buscaba Master.

Eran las carcasas de barcos en desuso. En su mayoría habían servido para el transporte de animales. Los enormes cascos decrépitos y renegridos, desarbolados, anclados con recias cadenas a los fangosos bajíos, quedaban a poco más de dos kilómetros de la ciudad, pero resultaban invisibles gracias a la curva del río. Estaban el
Jersey
, un barco hospital, o tal era su denominación, y el
Whitby
, una carcasa vacía que tras haberse quemado el año anterior, dirigía con melancolía al cielo sus carbonizadas y rotas costillas. Había otros más, abarrotados todos de prisioneros.

No le costó contratar a un barquero que lo llevara hasta los barcos. El encargado del primer navío, un individuo corpulento de prominentes mandíbulas, se mostró reacio a dejarlo subir, aunque cambió de parecer a cambio de una moneda de oro.

Con el rutilante sol de la mañana y la perspectiva de la isla de Manhattan a menos de dos kilómetros, la vista desde cubierta podría haberse considerado placentera. No obstante, pese a la moneda de oro, el guardia mantenía una actitud tan recelosa y hosca que, en cuanto puso el pie en el barco, Master sintió como si un nubarrón hubiera ensombrecido de repente el día. Cuando Master le preguntó por Sam Flower, el hombre se encogió desdeñosamente de hombros.

—Abajo tengo doscientos rebeldes —contestó—. Es lo único que sé.

Entonces Master le preguntó si podía bajar para hacer averiguaciones y el hombre lo miró como si estuviera loco. De todas maneras lo llevó hasta una escotilla y la abrió.

—¿Queréis ir allá abajo? —dijo—. Id.

No obstante, al acercarse Master se vio asaltado por un hedor a orina, mugre y putrefacción tan intenso que retrocedió a trompicones.

En ese momento, por otra escotilla apareció un desaliñado soldado armado de un mosquete, seguido de dos personas. No bien se encontraron en cubierta, se apresuró a cerrar la escotilla de golpe.

—Los dejamos subir de dos en dos —explicó su custodio—. Nunca más de dos.

Master casi no lo oía. Estaba mirando a los hombres. Más que flacos, eran esqueléticos. Aunque ambos presentaban una palidez enfermiza, uno de ellos tenía los ojos hundidos y una expresión febril, y parecía a punto de desplomarse de un momento a otro.

—Estos hombres pasan hambre —dijo Master.

—Por supuesto que pasan hambre —replicó el guardián. En su rostro se manifestó el primer cambio de semblante, materializado en una sonrisa—. Eso es porque no les doy de comer.

—Me parece que ese hombre está enfermo —señaló Master.

—¿Enfermo? Ojalá esté moribundo.

—¿Desea que ese hombre muera?

—Así deja sitio para el próximo.

—Pero ¿no os dan dinero para alimentar a esos hombres? —preguntó Master.

—Me dan dinero. Ellos viven o mueren según les place. La mayoría mueren.

—¿Cómo podéis dar ese trato, señor, a prisioneros que os han confiado?

—¿A esta gentuza? —replicó con repugnancia—. Para mí son alimañas, traidores a los que deberían ahorcar. —El hombre señaló en dirección a la ciudad—. ¿Creéis que allá los tratan mejor?

—No sé qué dirían vuestros superiores de todo esto —apuntó Master con tono amenazador.

—¿Mis superiores? —El hombre acercó la cara a la de Master, tanto que éste alcanzó a oler su pestilente aliento—. Mis superiores dirían esto, señor: «Muy bien, sois un buen y fiel servidor». ¿Por qué no vais a preguntárselo, señor, si de veras lo queréis saber?

A continuación le indicó que abandonara el barco.

En el siguiente, un joven oficial asomó la cabeza por la borda e informó a Master, con bastante educación, de que no podía subir a bordo porque la mitad de los prisioneros padecía la fiebre amarilla.

En el tercero tuvo más suerte. Pese a que la carcasa parecía a punto de descomponerse, el alto y delgado individuo de curtido semblante que lo recibió iba vestido como un oficial y respondió con precisión a sus preguntas. Sí, mantenía un registro de todos los prisioneros que habían estado en el barco. Sam Flower se encontraba entre ellos.

—Murió hace seis meses.

Cuando le preguntó dónde estaba enterrado, el oficial apuntó hacia las salinas. A los cadáveres los arrojaban en unas zanjas cavadas un poco por todos lados, explicó, añadiendo que eran muy numerosos y, además, no pasaban de ser unos criminales.

Master no hizo comentarios. Al menos había averiguado lo que quería. Antes de bajar del barco, advirtió que había habido un incendio reciente en el castillo de proa. El fuego no se había propagado muy lejos y, de todas maneras, no se imaginaba a aquel severo oficial dejando que se le fuera de la mano. En todo caso se le ocurrió plantearle una última pregunta.

—¿Cómo haría salir a los prisioneros, si se declarase un incendio?

—No lo haría, señor.

—Pero los dejaría salir al agua, ¿no?

—No, señor. Aseguraría con listones las escotillas y dejaría que se quemaran. Ésas son las órdenes que tengo.

John Master regresó a la ciudad embargado por un humor sombrío. En primer lugar, le escandalizaba que los ingleses, sus compatriotas, pudieran comportarse de aquel modo. Fueran o no prisioneros de guerra, fuera cual fuese el estatuto que se les atribuía en las controversias legales, ¿qué grado de humanidad demostraba su gobierno tratando de esa manera a los patriotas? Uno puede tildar a un hombre de rebelde, de criminal o decir que habría que ahorcarlo… sobre todo cuando se trata de un desconocido y no del propio hijo. Pero delante de aquellos granjeros, pequeños comerciantes, honrados obreros y personas honestas, como saltaba a la vista que eran los patriotas, ¿qué especie de ceguera, de prejuicio, o de crueldad incluso, podía inducir a las autoridades británicas a encerrarlos en carcasas de barcos y asesinarlos de ese modo?

Él no estaba al corriente, desde luego, de que ocurrieran tales cosas. Los barcos quedaban escondidos. Susan sí le había dicho con ocasión de sus visitas que los periódicos patriotas protestaban con contundencia por el trato infligido a los prisioneros, pero él le había asegurado que se trataba de exageraciones, que su buen amigo el general Howe le había negado tajantemente que aquello ocurriera. ¿Se había molestado, empero, en ir a las cárceles de la ciudad, situadas a tan sólo varios centenares de metros de su casa? No. Mientras ponderaba aquella circunstancia, otra desagradable frase fue resonando en el cerebro de John Master: las palabras del detestable guardián del primer barco. «¿Creéis que allá los tratan mejor?».

A lo largo de la semana siguiente, comenzó a realizar discretas pesquisas. Sin decir nada a Albion, para no colocarlo en una posición difícil, recurrió a otras personas capaces de proporcionarle aquel tipo de información. Una conversación amistosa con un carcelero, unas frases de complicidad con un oficial… Con paciencia y tacto, valiéndose de las artes que había aprendido antaño en las tabernas, fue averiguando todo lo que quería.

El guardián del barco tenía razón: las cárceles de la ciudad eran prácticamente iguales. Detrás de los muros de las iglesias y azucareras requisadas, los prisioneros morían como moscas. Luego cargaban los cadáveres en carretas y se los llevaban de noche. Loring, cuya esposa había sido la antigua acompañante del general Howe, les robaba sus pertenencias y se quedaba con el dinero destinado a su alimentación. Y por más que lo hubiera negado, no cabía el menor margen de duda: el cordial general Howe, con quien había cenado tantas veces, estaba al corriente de todo.

Sentía tristeza, vergüenza, asco. Pero ¿qué podía hacer? Tal vez otros podían plantear la cuestión ¿pero qué diría la gente si lo hacía él? Master tiene un hijo patriota… Se pondría en entredicho su lealtad. No podía hacer nada. Por el bien de Abigail y del pequeño Weston, debía guardar silencio.

Le causó pues un gran sufrimiento cuando, a principios de septiembre, su nieto recurrió a él en busca de consejo. Para que no estuviera solo, matricularon a Weston en una escuela cercana, frecuentada por otros hijos de leales. Previendo que tarde o temprano saldría a colación la cuestión de que su padre era patriota, Master le había hecho aprender al niño la respuesta que debía dar. Y ese día había surgido el tema.

—¿Y entonces qué les has dicho? —le preguntó su abuelo.

—Que los patriotas aseguraron a mi padre que seguían siendo leales al Rey, y que ahora esperamos que vuelva de un momento a otro.

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