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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (57 page)

BOOK: Nueva York
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—Debo confesar, señorita Abigail —le dijo—, que ya sabía de vos por Albion, que me habló de vos con gran admiración.

—¿Ah, sí? —repuso, ruborizada.

—Si no es indiscreción, señorita Abigail —añadió el militar con una amable sonrisa—, diría que habló de vos con grandísima consideración. Del mismo modo, y si no es impertinente por mi parte, tengo la sensación de que también vos tenéis un buen concepto de él.

—Así es, comandante André —reconoció.

—A mi juicio, no podríais haber depositado vuestro interés en una persona mejor. —Abrió una pausa—. También me dijo que había sido muy amigo de vuestro hermano, James…

—Espero que algún día puedan volver a serlo.

—Esperaremos todos la llegada de ese día —acordó.

—¿Qué, Abby? —le preguntó su padre, una vez se hubieron marchado los invitados—. ¿Ha sido agradable la velada?

—Una velada muy agradable, sí —confirmó con regocijo.

Al cabo de diez días, Abigail se quedó consternada cuando su padre le contó que al comandante André lo habían hecho preso y seguramente lo iban a ahorcar.

—¿Cómo? ¿Dónde?

—En la orilla del Hudson. Cerca de West Point.

Al día siguiente, Clinton le explicó con detenimiento cuál era la situación.

—Es un asunto complicado —le dijo su padre—. Ahora sé qué tramaba Clinton, aunque antes no me lo podía decir. Llevaba más de un año planificándolo, y el joven André actuaba de mediador.

—¿Qué es lo que planeaba, papá?

—Apoderarse de West Point. Quien controle West Point, controla el río Hudson. Si se la arrebatan a Washington, es como asestarle un golpe mortal. Podría haber representado el final de la guerra.

—¿Íbamos a tomar West Point?

—No, a comprarlo. Benedict Arnold, que es uno de los mejores comandantes de Washington, era el que controlaba el fuerte. Clinton lleva más de un año tratando con él, negociando la cuestión del dinero sobre todo, según me ha contado. Arnold iba a entregarnos el fuerte.

—Un traidor.

—Un hombre de lealtades indefinidas —precisó, con un encogimiento de hombros, su padre—. Estaba descontento con las funciones que le habían asignado los patriotas y desaprobaba la intervención de los franceses. Quería el dinero para su familia. Pero sí, es un traidor.

—Un traidor para Washington. El general Clinton debe de apreciarlo, sin embargo.

—En realidad, Clinton lo desprecia. Pero como él dice, para conseguir West Point habría pagado hasta al mismo diablo.

—¿Qué ocurrió?

—Nuestro amigo André había ido a cerrar el acuerdo. Entonces lo sorprendieron, y los patriotas descubrieron el plan. Washington conserva pues West Point y Arnold ha huido a nuestro campamento.

—¿Y André?

—Es un asunto embrollado. Cometió la insensatez de quitarse el uniforme, cosa que lo convierte en un espía. Según las normas de la guerra, Washington y su gente deben ahorcarlo. Pero por lo visto les cae bien y no quieren hacerlo, de modo que están intentando llegar a un trato.

—Igual ha conocido a James.

—Es posible. No me extrañaría.

Unos días después, su padre la puso al corriente del desenlace.

—Siento anunciarte que a André lo han ahorcado. A Clinton casi se le saltaban las lágrimas. «Querían a Arnold a cambio de él», me ha explicado. «Pero si les entrego a Arnold, nunca conseguiré que otro patriota acepte una propuesta nuestra. Así que han colgado a mi pobre André».

Por un momento, Abigail se preguntó si James habría asistido a la ejecución, pero prefirió no pensar más en ello.

Cuando James Master se encaminó a la cabaña donde tenían al preso condenado, no preveía quedarse mucho. El propio Washington le había encargado ocuparse con brevedad y clemencia de aquella ejecución. Su propósito era cumplir deprisa el encargo, aunque de manera cortés. Sentía lástima por aquel hombre, desde luego, pero James Master no tenía por aquel entonces mucho tiempo para pensar en los sentimientos.

Cualquiera que no hubiera visto a James Master durante un par de años se habría asombrado al constatar el cambio que había experimentado. De entrada, tenía la cara mucho más enjuta. Pero había algo más, una dureza en la manera de apretar la mandíbula, una tensión en los músculos de las mejillas, que podían ser indicio de dolor o de mal humor, según el momento. Para las personas que lo querían, lo peor habría sido la expresión de sus ojos. En ella se leía una determinación férrea, desde luego, pero también desilusión, rabia y asco.

Nada de todo eso era de extrañar. Los dos años precedentes habían sido terribles.

Aun cuando revestía una importancia crucial, la entrada de los franceses en la guerra había sido producto de un mero acuerdo de interés. Washington, de todos modos, esperaba algo más de lo que había recibido. El almirante D’Estaing había amedrentado con gran eficacia a los ingleses, pero cuando Washington trató de convencerlo para participar en una operación conjunta a fin de tomar Nueva York, se negó, y ahora se pasaba casi todo el tiempo con su flota en las Indias Occidentales, haciendo lo posible para debilitar los intereses económicos británicos en la zona. Aquel mes de julio, el general Rochambeau había llegado a Newport, Rhode Island, con seis mil soldados franceses. Había insistido, sin embargo, en quedarse con los barcos franceses, que había sometido a cerco la marina británica, de tal modo que hasta que no se moviera de allí, tanto daba que se hubiera trasladado o no desde Francia. Según la percepción de James, los franceses consideraban las colonias americanas como una cuestión secundaria. En cuestión de apoyo moral, los patriotas se encontraban casi igual de solos que al principio.

Aparte, había que tener en cuenta el comportamiento de los propios británicos. Todos los periódicos patriotas de las colonias habían denunciado con indignación el cruel trato infligido a los prisioneros americanos, y Washington no se cansaba de presentar en ese sentido quejas a los mandos británicos. Pese a ello, James no quería creer que la gente entre la que había vivido y que creía conocer fueran realmente capaces de cometer tales atrocidades. Al final fue la carta que recibió de su padre la que le sirvió de revelación. Se trataba de una misiva breve en la que éste le informaba de que Sam Flower había fallecido de enfermedad en un barco cárcel y de que no había ninguna tumba que pudiera ir a visitar la familia. Acababa con estas palabras: «No puedo decirte nada más que esto, querido hijo, ni tampoco lo deseo». James conocía a su padre. Con sus revelaciones y omisiones, aquella frase le confirmó lo peor. En su interior se desató una marea de rabia y repugnancia que, a lo largo de los meses, cristalizó en un amargo odio.

El invierno anterior había sido terrible. El campamento de Morristown donde Washington instaló sus tropas estaba bien construido y organizado. Las cabañas de troncos estaban bien aisladas con arcilla y el propio Washington ocupaba una sólida casa en las proximidades. Nadie podía haber previsto, no obstante, la inclemencia del tiempo. Una serie de veintiocho temporales de nieve los enterró casi hasta los tejados de las cabañas. En ocasiones pasaban varios días seguidos sin comer. Washington había sido una fuente de inspiración para sus hombres, e incluso había celebrado un baile de oficiales en una taberna de la localidad —si bien tuvieron que desplazarse en trineos para llegar allí—. Aun así, al finalizar el invierno, el ejército continental estaba exhausto.

La primavera y el verano sólo trajeron noticias de espantosas derrotas en el sur. Dos mil quinientos continentales habían caído prisioneros en Charleston, sin contar los miembros de las milicias locales. Los patriotas seguían resistiendo, con todo, esperando que la situación mejorase… en parte porque los hombres como James Master, después de haber luchado tanto contra un enemigo al que habían llegado a odiar, estaban resueltos a no dar nunca marcha atrás.

El hombre que se encaminaba a la caseta de piedra donde el pobre comandante André aguardaba la ejecución tenía un semblante sombrío.

Desde el cielo, el sol iluminaba el campamento del general, instalado en Tappan. El extremo norte de Manhattan se encontraba a tan sólo quince kilómetros del río Hudson. El infortunado prisionero no había logrado, sin embargo, recorrer aquellos quince kilómetros. André había tenido mala suerte, desde luego, pero también había cometido un desatino al quitarse el uniforme para alejarse disfrazado después de su entrevista con el traidor Arnold. Con ello, se había convertido en un espía. Washington había insistido en que se le dispensara un juicio correcto, en el que se le concedió la posibilidad de argumentar su defensa. De todas formas, el veredicto difícilmente podía ser absolutorio, y al día siguiente lo iban a ahorcar.

André se hallaba sentado en la habitación donde lo retenían. Había estado escribiendo cartas. En un estante reposaban los restos de una comida que le había hecho llegar Washington. James lo había visto de lejos a lo largo de los días anteriores, pero todavía no había hablado con él. Cuando entró, el joven suizo se levantó cortésmente, y James le informó del propósito de su visita.

—El general me ha dado instrucciones para que me asegure de que disponéis de cuanto necesitáis. Si tenéis cartas que enviar, o algún otro servicio que yo os pueda prestar…

—Tengo cuanto necesito, creo —respondió André con una tenue sonrisa—. ¿Habéis dicho que sois el capitán Master?

—A vuestro servicio, señor.

—Qué extraño. Entonces creo que tuve el placer de cenar con vuestro padre y vuestra hermana hace poco. —Al advertir la expresión de sorpresa de James, añadió—: Entonces no sospeché que tendría el honor de veros también a vos. Quizás os interese saber cómo están.

André tardó más de diez minutos en darle noticias detalladas de su padre y su hermana. Ambos se encontraban animados y en perfecto estado de salud, le aseguró, aunque tuvo que confesar que apenas había visto a Weston. Sabía, de todas formas, por Abigail que el niño estaba bien y disfrutaba yendo a la escuela. James recibió con avidez aquellas novedades, pues a lo largo del invierno había sido imposible mantener cualquier tipo de comunicación con su familia y durante los meses anteriores sólo había tenido noticias de ellos en una ocasión, cuando pudo ver a Susan. Después de responder a todas sus preguntas, André marcó una breve pausa.

—Cuando estuve en Charleston con el general Clinton —expuso a continuación—, también tuve el placer de conocer a un viejo amigo vuestro, Grey Albion.

—¿Grey Albion?

James se lo quedó mirando. Estaba a punto de señalarle que ya le resultaba difícil considerar a Albion como un amigo, pero se contuvo y con cortesía contestó que conservaba, en efecto, muy buenos recuerdos del tiempo en que vivió en casa de los Albion en Londres.

—En Charleston también me enteré del profundo afecto que siente Albion por vuestra hermana —prosiguió André—. Fue un placer oír luego de labios de ella que su amor es correspondido.

—Ah —dijo James.

—Esperemos que cuando concluya esta infortunada guerra, sea cual sea el desenlace, estas dos encantadoras personas puedan encontrar juntas la felicidad que anhelan. —Calló un instante—. Quizá yo pueda presenciarlo desde allá arriba —agregó.

James guardó silencio. Con la mirada fija en el suelo, reflexionó un momento y tras adoptar un engañoso semblante de complacencia, se decidió a hablar.

—Si se casaran ¿tenéis la impresión de que Grey querría volver a vivir en Londres?

—Sin duda alguna. Por lo que tengo entendido, allí goza de una agradable situación familiar.

—En efecto —convino James.

Después se levantó para marcharse.

—Hay algo que podríais hacer por mí, amigo mío —dijo entonces André—. Ya le he expresado mi petición al general, pero si tenéis alguna influencia con él, podríais tener la amabilidad de interceder por mí. A los espías los ahorcan como criminales. Sería un gesto de bondad que permitiera que me matasen de un disparo como a un caballero.

En octubre, John Master explicó a Abigail que había recibido una carta de Grey Albion en la que éste le informaba de que el ejército se trasladaba al norte. Cornwallis creía, por lo visto, que podía avanzar de corrido por toda la costa este. En ese sentido, John Master no era tan optimista.

—Clinton está preocupado. Dice que Cornwallis no es un mal comandante. Reconoce que es vigoroso y siempre está dispuesto a atacar, pero que en eso radica precisamente su debilidad. A diferencia de Washington, Cornwallis no ha aprendido a ser paciente. Después de sus recientes victorias es el héroe del momento, y con todas sus conexiones entre la aristocracia, tiene acceso directo al gobierno y cree que puede obrar como se le antoje. Clinton se ve obligado ahora a enviar hombres que lo apoyen, pero teme que Cornwallis se esté extralimitando.

Aunque no lo expresó directamente, Abigail comprendió la alusión implícita en el comentario de su padre.

—Quieres decir que es posible que Albion esté corriendo más peligro de lo que cree, papá.

—Hombre, yo diría que no corre muchos riesgos —repuso su padre.

A finales de año, Clinton tuvo que enviar más soldados para ayudar a Cornwallis. Los situó bajo el competente mando del nuevo recluta, el traidor Benedict Arnold.

James Master no asistió a la ejecución de André. Aunque no se había accedido a su ruego de morir fusilado, se le permitió colocarse la cuerda en torno al cuello, cosa que hizo con gran pericia, de tal modo que cuando le retiraron el carro de debajo de los pies, su muerte fue casi instantánea.

Durante los meses siguientes, James estuvo rumiando constantemente en lo que le había contado André a propósito de Abigail. De haber tenido la posibilidad de ir a visitarla, habría ido sin duda a afearle su proceder, pero aparte de introducirse furtivamente en la ciudad —con lo cual habría provocado una indignada reacción del general— no podía hacer nada. Aunque había comenzado a redactar una carta destinada a su padre, al final la había dejado a un lado por varias razones. En primer lugar, estaba claro que Grey Albion no se encontraba en Nueva York, con lo cual era improbable que la relación progresara en ese momento. Además, no era bueno hablar de tales cuestiones en una carta, que siempre podía caer en manos inadecuadas. Ante todo, se sentía dolido, porque Abigail hubiera actuado contrariando sus deseos y también porque ni ella ni su padre hubieran considerado necesario ponerlo al corriente de ello. Sólo le quedaba pues la opción de seguir dándole vueltas al asunto.

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