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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (65 page)

BOOK: Nueva York
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—Tienes un concepto terrible de mí —dijo Sean, sonriendo—. Y ahora, ¿a que no adivinas dónde estaba antes de venir a verte?

—Con alguna mujer, seguro.

Así lo veía a menudo, con una mujer del brazo, o con dos a veces, paseando por la Bowery engalanado con su elegante chaqueta. Era un
dandy
de clase baja, con una sonrisa en la cara… y una navaja en el bolsillo.

—No, Mary. Estaba en una fiesta de
bar mitzvah
.

—¿Un
bar mitzvah
? Pero ¿para qué diantres? ¿Es que has dejado de ser cristiano?

—Nosotros no sólo cuidamos de los irlandeses, Mary. El que esté bajo mi protección, sea cristiano, judío o pagano, es amigo mío. Yo ayudé a esa familia a conseguir la naturalización cuando llegaron.

—Pues yo no me sentiría cómoda en un casa judía.

—Los judíos son como los irlandeses, Mary; si les haces un favor, nunca lo olvidarán, y también se pelean entre ellos —apuntó, sonriendo. Calló un instante—. ¿Y adónde vas a ir?

—A la parte alta de la ciudad.

—Te acompañaré.

Era lo último que le convenía. Arriba, las calles volvían a ser de categoría; allí en el norte vivía gente rica. En la casa adonde se dirigía querían una chica tranquila y respetable. ¿Qué pensarían si la veían con Sean, el chico de la Bowery con su llamativa chaqueta, el diablo de Five Points? Prefería que no supieran que tenía un hermano, porque si se enteraban, le preguntarían a qué se dedicaba y no sabría qué decir.

¿A qué se dedicaba Sean? ¿A organizar el distrito electoral? Sí. ¿A ayudar a los pobres? Sin duda. ¿A trucar los votos de las urnas? Desde luego. ¿A hacer recados a su amigo Fernando Wood? ¿Por qué no? ¿A hacer cumplir la voluntad de éste, a punta de navaja? Era mejor no preguntar.

Sean estaba dispuesto a hacer lo que fuera para complacer a los tipos de Tammany Hall.

Tammany era una especie de nombre indio. Los miembros de la sociedad Tammany se autodenominaban los Valientes, y sus dirigentes tenían el título de
sachem
, igual que los jefes de las tribus indias. También la sociedad estaba organizada de forma algo parecida a la de una tribu, compuesta por diversos grupos y bandas que se asociaban para prestarse ayuda mutua. Tenían un lugar de reunión, al que llamaban Tammany Hall, situado al otro lado del terreno comunal, y, desde luego, eran eficaces. Los emigrantes recién llegados iban al Tammany Hall. Allí les ayudaban a encontrar un sitio donde vivir, a veces incluso con qué pagarlo, les buscaban un trabajo… sobre todo a los irlandeses. Uno conseguía, por ejemplo, un puesto de bombero, mientras su esposa y su hija trabajaban en casa, cosiendo ropa de la marca Brooks Brothers. Después, la asociación de Tammany Hall le decía a quién debía votar y con eso se aseguraban que saldrían elegidos.

Si los de Tammany hacían favores, también los esperaban a cambio. Más valía tener el sano juicio de no contrariarlos; en caso de duda, disponían de individuos como Sean para hacer entrar en razón a los indecisos. A la gente respetable no le gustaba la sociedad de Tammany.

—No te molestes —declinó.

—Te pagaré el tren —ofreció su hermano.

Aquello podía resultar más tentador. Los coches del ferrocarril de Nueva York y Harlem eran tan cómodos que hasta los ricos negociantes de Wall Street viajaban en ellos. Salían desde las inmediaciones de City Hall y, tras superar deslizándose con suavidad la zona de Five Points, subían por la Bowery y enfilaban la Cuarta Avenida. Hasta el final de los barrios residenciales, donde se exigía silencio, iban remolcados por tiros de potentes caballos. Una vez superada el área de lujo, los vagones proseguían propulsados con motores a vapor el largo recorrido hasta Harlem.

—No puedo —adujo—. He prometido encontrarme con Gretchen a medio camino.

—Vaya por Dios —exclamó—. Debí imaginármelo. La chocolatera, doña perfecta.

«A ella tampoco le caes bien», sintió deseos de replicar Mary, pero se contuvo.

—Así que Gretchen te ha encontrado esa colocación.

—Es una familia que conoce, aunque puede que no me admitan.

—Como quieras —renunció, encogiéndose de hombros.

Prosiguieron juntos hasta más allá del hospital y la casa de los masones. En Canal Street, Broadway se elevaba un poco, en el punto en que atravesaba una antigua franja de terreno pantanoso. Al cabo de unos minutos llegaron a Houston Street; allí, la disposición más irregular de la cuña de la parte meridional de la isla daba paso a la cuadrícula rectangular de la nueva ciudad. Las calles dispuestas perpendicularmente empezaban a tener números en lugar de nombres. A la altura de la iglesia Grace, en la curva de Broadway, Mary quiso despedirse.

—Gretchen me espera justo allá —dijo.

Entonces su hermano contestó de mal humor que podía ir sola.

—Averiguaré todo lo de esa casa, ¿eh? —le recordó, a pesar de todo, antes de alejarse.

«Mientras no vayas por allí, no importa», pensó ella.

En la esquina de Union Square se encontraba, efectivamente, Gretchen.

—¿Cómo me ves, Gretchen? —gritó Mary al acercarse, antes de dar una vuelta sobre sí misma para someterse a una inspección.

—Estás perfecta —le aseguró su amiga.

—No, comparada contigo no —dijo, con un suspiro, Mary.

La menuda, pulcra y ordenada Gretchen siempre lucía una cara limpia, unos inmaculados ojos azules y un pelo dorado bien recogido con horquillas. No tenía ni un cabello fuera de sitio ni una mota de polvo en la chaqueta; era tan perfecta como una muñeca de porcelana. Aun así, Gretchen Keller nunca dejaba en la estacada a los amigos.

Los Keller eran alemanes y habían llegado a Nueva York dos años antes de que muriera la madre de Mary. El señor Keller y su esposa tenían una tienda de chocolate en la confluencia de la Bowery con la calle Sexta. El hermano del señor Keller, el tío Willy, regentaba un estanco unos metros más allá y el primo de Gretchen, Hans, trabajaba para un fabricante de pianos en el mismo barrio.

Pese a que la gran mayoría de los alemanes que habían llegado a Estados Unidos eran agricultores, algunos se quedaban en Nueva York. Y a menos que pudieran costearse algo mejor, se instalaban en la zona que iba de la Bowery hasta el East River y de la calle Delancey, en el sur, donde vivían los O’Donnell, hasta la Cuarta. Allí se había creado un vecindario mixto de alemanes e irlandeses, pero ambas comunidades convivían sin problemas y respetaban el terreno de la otra. Los varones irlandeses de aquel barrio trabajaban sobre todo como obreros y albañiles, y las mujeres lo hacían en el servicio doméstico. Los alemanes eran sastres, artesanos y tenderos. Durante la década anterior habían llegado en tal cantidad que, a pesar de la presencia de los irlandeses, la gente comenzaba a llamar «Kleindeutschland» al barrio.

No era extraño que la rubia alemana y la irlandesa de cabello oscuro se hubieran conocido y trabado amistad. Aunque no les gustaba John O’Donnell, los Keller trataban con amabilidad a Mary y el tío Willy le daba de vez en cuando un puro a su padre por caridad. El futuro se perfilaba ya con gran claridad, sin embargo. Al sur de la calle Delancey, a medida que uno se aproximaba a Five Points, la zona se volvía más pobre. Al norte de Delancey, las calles iban adoptando un aspecto cada vez más respetable. Los Keller pronto se trasladarían al norte, mientras John O’Donnell afrontaba la perspectiva de mudarse más al sur.

—Estoy asustada —confesó Mary mientras recorrían la calle Catorce antes de torcer hacia Irving Place—. ¿Qué van a pensar de mí?

—La señora nos compra bombones desde hace años —le recordó Gretchen—. Es muy amable. Y tampoco es como si nos presentáramos sin más a su puerta… Fue ella la que le preguntó a mi madre si conocía a una chica interesada en una colocación.

—Eso es porque quiere a alguien respetable como tú.

—Tú eres muy respetable, Mary.

—¿Y si vieran a Sean?

—No lo harán.

—¿Y si me preguntan a qué se dedica mi padre? El último trabajo fijo que tuvo fue colocando ladrillos en el acueducto, y eso fue hace años. En cuanto a lo que hace ahora…

—Diremos que tu padre es albañil; suena mejor. Aparte de eso, Mary, sé natural y di la verdad. No tienes nada de qué preocuparte.

—Menos mal que vienes conmigo —se congratuló Mary, mientras entraban en la plaza situada al final de Irving Place.

Gramercy Park era un lugar elegante. Sus hileras de grandes casas de ladrillo rojo, tan espaciosas en su interior como muchas de las mansiones del barrio antiguo, estaban distribuidas a lo largo de un amplio rectángulo en torno a un agradable jardín central. Podría haber pasado por uno de los apacibles barrios aristocráticos de Londres. Algunas de las casas que se construían últimamente en Nueva York pecaban de exceso de opulencia, pero las de Gramercy Park mantenían una austeridad y dignidad clásicas, acordes con el estilo de sus ocupantes: jueces, senadores o comerciantes con bibliotecas. Era como si dijeran: «Somos mansiones nuevas para fortunas asentadas». Si hasta el suelo donde se alzaban lo habían comprado a uno de los descendientes de Peter Stuyvesant…

Frank Master poseía una modesta biblioteca, pero cuando llegaba a casa desde su oficina, se iba al comedor para poder desplegar los mapas, que ocupaban toda la longitud de la mesa. Se trataba de una habitación espaciosa; la mesa, presidida por un gran candelabro, podía acoger a más de veinte comensales. Sobre la chimenea había un cuadro, de la Escuela del río Hudson, donde estaban representadas las cataratas del Niágara.

Cuando empezó a desenrollar los mapas, se volvió un momento hacia su esposa.

—Esa chica irlandesa —dijo—, quiero verla antes de que la contrates.

—Desde luego, cariño —repuso su mujer—. Si así lo deseas.

Aunque la voz sonó suave, él no dejó de notar el leve indicio de irritación. Era una señal de peligro, pues aquél era un asunto doméstico. Él se estaba entrometiendo en su territorio.

Frank Master amaba a su esposa; llevaban seis años casados y tenían dos hijos. Aunque a ella le había quedado un talle algo más grueso que antes de la boda, él consideraba que le sentaba muy bien; además, era bondadosa. Hetty Master practicaba una religión simple, cálida y práctica: procuraba ayudar a la gente siempre que podía. Él sospechaba que, en sus adentros, ella sentía que el Señor dirigía sus actos de caridad, pero, en lugar de decirlo, ella se limitaba a señalar que vivía lo que debía hacer como algo previsto por el destino. También había advertido que, de vez en cuando, ella era capaz de imprimir un empujón al destino.

En lo que respectaba a la organización de la casa, no obstante, Hetty no era tan maleable. El padre de Frank, Weston, había fallecido unos meses antes de su boda, de modo que habían iniciado su vida de matrimonio junto con su madre, en la gran casa familiar. La experiencia había durado cuatro meses; después, Hetty le había dicho con todo afecto que ella y su madre no podían dirigir a la vez la casa y que por ello lo mejor era que se mudaran a otra parte. Daba la casualidad de que ese mismo día le había llegado la noticia de una casa que estaba disponible.

—Me parece que es cosa del destino —declaró con firmeza.

Y así quedó decidida la cuestión: se trasladaron a Gramercy Park.

Aunque estaba decidido a entrevistar a aquella muchacha irlandesa, Frank optó por no insistir. Como había aprendido que lo mejor era dejar que el tiempo obrara, cambió de tema.

—Mira estos mapas, Hetty, y dime qué te parece. —La razón por la que necesitaba toda la mesa era que los mapas cubrían un territorio que abarcaba todo el curso del Hudson, desde Nueva York hasta Albany—. El ferrocarril del río Hudson —declaró con satisfacción—. Los sectores del norte están ya completos y, dentro de poco, llegará hasta aquí.

Hetty observó los mapas y sonrió.

—Así aprenderán esos condenados yanquis —comentó.

Aunque George Washington había clasificado a John Master como yanqui, se había establecido una distinción durante la generación posterior. Se podía hablar de yanquis de Connecticut y Boston era desde luego territorio yanqui, pero a los neoyorquinos les gustaba considerarse distintos. Habían adoptado el nombre del ficticio autor de la encantadora y burlesca historia de la ciudad escrita por Washington Irving, por lo que habían comenzado a autodenominarse
knickerbockers
. Entre los comerciantes de Nueva York había, por supuesto, muchos yanquis de Connecticut y también de Boston, pero ello no obstaba para que se realizara una cordial distinción. Y en cuanto había algún tipo de rivalidad entre Nueva York y Boston, entonces a los bostonianos se les tildaba sin empacho de condenados yanquis.

No eran muchas las ocasiones en que los yanquis de Boston ganaban por la mano a Nueva York. Los negociantes
knickerbockers
habían conseguido atraer la mayoría del comercio de algodón del Sur a su puerto; la mayor parte de los veloces veleros que facilitaban el comercio con China zarpaban de Nueva York, y muchos de ellos se construían en el East River. Por ello, la arrogancia de los
knickerbockers
había sufrido un golpe cuando, al advertir la cuantía de las mercancías que llegaban del Medio Oeste a través del canal Erie, los bostonianos habían construido una vía férrea hasta Albany, destinada a transportarlas rápidamente hasta Boston en lugar de enviarlas por el Hudson hasta Nueva York.

Aquel descuido iba a quedar subsanado muy pronto. Una vez concluido, el ferrocarril de la línea Hudson volvería a trasladar esas mercancías hacia Nueva York. Ése no era, sin embargo, el único motivo que había inducido a Frank Master a observar el mapa aquel día.

—¿Y qué plan tienes, Frank? —preguntó su esposa.

—Hacerme tan rico como John Jacob Astor —respondió, sonriendo.

Quizás aquélla fuera una aspiración algo ambiciosa… aunque no imposible. Al fin y al cabo, los Master ya eran ricos, mientras que todo el mundo que conocía la historia de Astor sabía que había comenzado siendo un pobre emigrante alemán. Nacido en la pequeña ciudad de Waldorf, Astor había dejado el taller de instrumentos de música que su hermano tenía en Londres para ir a buscar fortuna en el Nuevo Mundo, y había acabado dedicándose al comercio de pieles. Poco después, había comenzado también a comerciar con China.

El mercado más lucrativo de este país radicaba, desde luego, en las drogas. Con el apoyo de su gobierno, los comerciantes británicos introducían de forma ilegal ingentes cantidades de opio en China. No mucho antes, cuando el emperador chino había protestado por los estragos que ello causaba en su pueblo, el Gobierno británico, que tan virtuoso fingía ser, había enviado barcos de guerra para atacarlo, después había obligado a los chinos a comprarles la droga y, por último, se había apoderado de Hong Kong.

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