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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Vio subir a los dos chicos al tren. Al arrancar éste, permaneció en el andén descubierto, mirando cómo se alejaban; era una figurita abandonada, de pie junto a la vía y envuelta en una vieja sábana. Después, volvió a cubrirse la cabeza con la bolsa de papel amarillo y se puso en marcha. Al pasar frente al itinerario de trenes del servicio de Sevilla a Córdoba, cuyos números estaban ahora manchados por el último acto de despedida de su novio del pueblo natal, se detuvo. Con rápido ademán, arrancó un trozo de papel manchado de sangre y lo guardó debajo de su sábana. Después, irguió la cabeza y volvió al paseo del martes de Carnaval.

Capítulo 7

La corrida (IV)

D
os hombres nerviosos murmuraban entre sí en el callejón de Las Ventas. Eran los mismos que, cinco horas antes, habían cruzado apresuradamente el vestíbulo del Hotel Wellington para hacer ante el torero la primera descripción de los toros que pondrían a prueba su valor ante la mirada de veinte millones de personas. Ahora, la primera de dichas reses daría ocasión a Paco Ruiz y a Pepín Garrido, en un acto del drama que tenía en tensión a la multitud, de mostrar su propia habilidad.

Impulsivo
, que había quedado solo por un instante, les esperaba sobre la mojada arena. La rotunda negrura de su piel aparecía ahora salpicada por una mancha sangrienta que brotaba del orificio practicado en los músculos del cuello por la puya de José Sigüenza. Al otro lado del redondel, José y el otro picador, terminada su tarea, salían por la puerta de arrastre. Un último silbido de desaprobación acompañó su salida. Cuando hubieron desaparecido, el humor del público cambió; ahora era un humor tan indulgente, tan institivamente acogedor, como hosco había sido momentos antes. Porque, mientras la actuación de los picadores constituía un capítulo de la corrida poco brillante, el que iban a protagonizar Paco y Pepín ofrecía casi siempre rasgos sugestivos.

Los instrumentos que habían de emplear estaban apilados a sus pies, en un haz de palos revestidos con espirales de papel de alegres colores. Cada uno de ellos tenía tres palmos de longitud y estaba rematado por arponcillos que miden cinco centímetros. Eran las banderillas, los palitroques que dieron su nombre a nuestros dos hombres y a sus peones en plaza de toros.

Era curioso que su fugaz actuación fuera tan del agrado de la multitud y, en particular, del público no iniciado en el toreo. Porque, de todos los lances de la lidia, era quizás el más inútil, como inútil era el dolor infligido con él al animal. Teóricamente, el acto de clavar las banderillas en el morrillo del toro tiende a corregir y a castigar un poco más los músculos del cuello, ya debilitados por los puyazos. Pero ambos asertos son muy discutibles. La brutalidad del puyazo, tantas veces denostada, es necesaria; la elegancia del banderillero, que tanto satisface, es probablemente inútil.

Para Paco y Pepín, como para la mayoría de los banderilleros, lo que se disponían a realizar constituía un capítulo de profunda modestia, un rito habitual que les recordaba el gran fracaso de sus vidas. Eran hombres que se habían resignado a ser segundones para siempre. Esta resignación era el sello de su oficio. Casi todos los que actuaban de banderilleros habían aspirado a ser matadores de toros. Sin embargo, clavar dos palos en el morrillo de un toro y echar a correr es una cosa; permanecer inmóvil ante él y matarle con un estoque es algo completamente distinto. Lo primero requiere habilidad y gracia; lo segundo, habilidad y valor.

En alguna plaza remota, en algún pastizal iluminado por la luna, estos hombres habían descubierto que un fallo capital les impedía «hacer el toreo». En una palabra: carecían del valor necesario para pararse ante las astas de un toro. Y por esto, para seguir en el mundo que inútilmente habían querido conquistar, se habían resignado a ponerse al servicio de un hombre que poseía el valor de que ellos carecían.

Casi todas las fases de su vida estaban marcadas con el sello de su naturaleza subordinada. El calificativo de «peones» que recibían en el vocabulario de la fiesta brava lo demostraba con ruda elocuencia. En muchas cuadrillas, los banderilleros no eran nunca invitados a comer en la misma mesa que el diestro. Viajaban aparte, en viejos vehículos que se bamboleaban en las carreteras como barcazas en revueltos ríos, mientras los espadas corrían de noche a toda velocidad, en los mejores coches que les permitía su cuenta bancaria. Los trajes de los banderilleros no lucían alamares de oro; el negro era el color tradicionalmente reservado a sus modestos trajes de luces. Ellos eran los únicos que gozaban del dudoso privilegio de ponerse a salvo saltando la barrera, recurso que valía al diestro —cuando se veía obligado a saltar— el abucheo del público. Y, durante las triunfales vueltas al ruedo del espada, caminaban un paso detrás de éste, recogiendo humildemente las flores arrojadas a sus pies por la entusiasmada multitud, únicas migajas de gloria que les otorgaba la corrida.

La suerte de que eran protagonistas podía ser, si la cumplían como es debido, un prototipo de subyugadora elegancia; pero incluso la satisfacción de encarnar esta elegancia les estaba generalmente prohibida. La primera máxima del banderillero era no hacer nada que atrajese la atención del público sobre su persona. El espada debía tener el monopolio de esa atención. El banderillero tenía que actuar de prisa, con eficacia, y esfumarse. Había de clavar los rehiletes con rapidez, rutinariamente, con absoluta ausencia de brillantez. La rapidez, en aquella tarde lluviosa, era la cualidad que el espada esperaba que mostrasen.

Al advertir El Cordobés su apresurada charla, les gritó desde el callejón;

—¡Vamos, Paco! Las banderillas. ¡Pronto!

Paco empuñó un par de palos rojos y amarillos del montón que tenía a sus pies. Cuando terminase la corrida, estas banderillas sanguinolentas serían vendidas a los coleccionistas de recuerdos y a los turistas a más de tres mil duros la pieza.

Apretó las banderillas en la mano izquierda. Rápidamente, escupió en el pulgar y el índice de la derecha y humedeció las puntas con saliva, operación destinada, al parecer, a facilitar su penetración en la piel del toro.

Normalmente, Paco y Pepín se turnaban para clavar el primer par. Sin embargo, la solemnidad de esta ocasión confería a Paco, como primer banderillero, el privilegio de actuar en primer lugar. Saludó a Pepín con la cabeza, salió al ruedo y avanzó en dirección a
Impulsivo
.

Paco se detuvo a diez metros del toro. Sostenía las banderillas en sus nerviosas manos, sujetándolas con los dedos y apretando la punta roma en la palma. Muy despacio, levantó y separó los brazos, como un director de orquesta alzando la batuta, hasta que parecieron alas que le brotasen del pecho, mientras apuntaba las banderillas a los ojos inquietos de
Impulsivo
. Con un movimiento de las muñecas, hizo chocar los palos con seco chasquido, para llamar la atención de la res.

La suerte de banderillas obedece a sencillas pero inmutables normas. La principal de ellas se funda en la circunstancia de que un hombre, bípedo, puede girar en un espacio más reducido que un toro, cuadrúpedo, el cual necesita un espacio no menor que su propia longitud. Al citar a
Impulsivo
, Paco observó una segunda regla. Tuvo en cuenta el instintivo conocimiento que tiene el toro del terreno y su tendencia a elegir un punto del ruedo, su querencia, que considera propio. El banderillero procura siempre citar al toro de manera que embista en dirección a este punto. De esta manera, es más probable que el bicho, después de clavársele los palitroques, siga corriendo hacia su querencia en vez de revolverse para atacar al hombre.

Paco observó la masa inmóvil de
Impulsivo
, esperando la primera señal de la embestida. Cuando ésta se produjo, él empezó también a correr, despacio al principio, adquiriendo después velocidad a medida que avanzaba
Impulsivo
y describiendo un cuarto de círculo menguante hacia la derecha. Cada paso le acercaba al punto deliberadamente escogido para la «reunión» con el toro. Con un supremo esfuerzo de voluntad, se obligó a mirar más allá de las abiertas astas, fijando los ojos en el punto donde había de clavar las banderillas. Ésta era también una regla de su oficio: no mirar nunca los pitones. Paco sabía que, de hacerlo, el miedo podía trabarle los pies e impedirle continuar corriendo hacia el bicho.

El hecho de que Paco corriera en dirección a aquellos cuernos no dejaba de tener su fina ironía. Paco Ruiz era un caso raro entre los banderilleros. Había sido espada. Tres veces había pisado esta misma plaza de toros, no como peón anónimo, sino como protagonista de la suerte suprema, con su propia cuadrilla a respetuosa distancia detrás de él.

De todos los miembros de la cuadrilla de El Cordobés, Paco era el que, por su nacimiento y educación, hubiera debido encontrarse más alejado del mundo de la fiesta brava. La primera vez que presenció una corrida tenía diecinueve años y su padre había tenido que llevarle casi a rastras a la majestuosa Maestranza de Sevilla. Paco tenía entonces otras cosas en su joven cabeza. Había terminado el bachillerato a los dieciséis años. Tenía un buen empleo de escribiente en una agencia de noticias. Seguía cursos nocturnos para perfeccionar su instrucción. Tan prometedores habían sido sus primeros meses de trabajo, que su patrono le había anunciado un aumento de sueldo y el cargo de reportero en cuanto cumpliese veinte años.

Y, sin embargo, algo le había ocurrido al serio muchacho aquella tarde de abril, en los soleados graderíos de la Maestranza. Tal vez fue uno de esos milagros que los españoles atribuyen a menudo al toreo, pero en los que raras veces creen. En todo caso, el propio Paco Ruiz sería incapaz, años más tarde, de explicar el sentimiento que le había embargado aquel día de primavera. Fue como si «se hubiese sentido tocado por la gracia de Dios». Al salir de la plaza se había vuelto a su padre y le había dicho:

—Papá, voy a ser torero.

El pobre hombre estalló en un torrente de asombradas carcajadas.

Pero papá Ruiz se precipitó al reírse. Pronto habría de lamentar aquella tarde en que había llevado a su hijo remolón a ver su primera corrida de toros.

Atormentado por su nueva aspiración, Paco canceló su matrícula en la escuela nocturna y, para consternación de su patrono, renunció a su empleo.

Se dirigió a la carnicería de su padre y anunció que estaba dispuesto a hacer lo que su padre había querido que hiciese durante años. Entraría, dijo, en el negocio familiar. El padre de Paco se mostró escéptico. Por último, le dijo:

—Está bien, pero empezarás por lo más duro.

Lo más duro era aprender a descuartizar los animales en su depósito del matadero de Sevilla.

Era allí donde precisamente quería ir Paco. En Sevilla, como en toda España, el matadero era una especie de escuela para los aprendices de torero. Era el único lugar donde un muchacho podía aprender a matar un toro. Numerosos chicos se congregaban en el callejón exterior del maloliente recinto, buscando la manera de introducirse en los corrales para dar unos cuantos pases a las reses que esperaban la cuchilla del matarife. Los que tenían dinero o amigos, compraban la entrada. Después, mediante una propina, conseguían que los matarifes les cedieran el sitio. De esta manera, practicando con las reses destinadas a abastecer las mesas de Sevilla, varias generaciones de toreros habían aprendido el arte de matar.

Paco pensaba que el hecho de desempeñar una función oficial en el matadero le colocaría en situación privilegiada para aprender la técnica de su nueva profesión. Sin embargo, la cosa no era tan sencilla. Imperaba en el lugar una especie de mafia del matadero que cuidaba de dispensar sus privilegios. Su jefe era un bruto adolescente que realizaba el trabajo más repugnante del matadero. Era tripero y estaba encargado de la limpieza de los intestinos de los animales muertos.

Paco buscó su amistad. Él le dio autorización para matar las reses destinadas a la carnicería de su padre, acción que realizaba con un viejo estoque comprado en los Jueves, el Rastro de Sevilla. El hedor del matadero, su suelo resbaladizo por la sangre y las entrañas de las bestias, las mareantes emociones producidas por las primeras matanzas, todo esto imprimió un cambio brutal en la existencia del joven que, sólo unas semanas antes, pasaba sus días de trabajo en el limpio y ordenado recinto de una agencia de noticias. Sin embargo, nada de lo que veía en el repugnante ambiente era bastante para apartar a Paco del camino que tan súbita e inexplicablemente había elegido.

La segunda fase de su instrucción consistía en torear a las reses que esperaban la muerte en los corrales del matadero. Un día, Gómez, el tripero, informó a Paco de que, por cien pesetas, le haría entrar en los corrales. Acababan de descargar un lote de toros de desecho de la ganadería de Juan Belmonte. Los dos muchachos se escondieron en el socarrén de un henil que daba sobre los corrales, a esperar que los vigilantes se marcharan a hacer la siesta. Corría el mes de julio, y Paco se ahogaba en el aire polvoriento de su refugio. Al contemplar los negros animales que esperaban abajo, se debatía entre dos emociones: el miedo ante la próxima confrontación y la gran incomodidad de su escondrijo.

Por fin, se marchó el último guardián. Como un par de ladrones, los dos jóvenes saltaron a los corrales. Bajo el ardiente sol del mediodía, el aire parecía rielar en la arena. Paco contempló los toros de Belmonte, unos bichos robustos, sucios y negros, engordados a la fuerza al ser dados por inútiles para la lidia. Vaciló, asustado, junto a la puerta del corral. Gómez le arrojó un saco de arpillera.

—Has venido a esto, ¿no? —le dijo, con acento ligeramente burlón—. ¡Adelante!

El exescribiente de la agencia de noticias entró en el corral con paso inseguro. A cada latido, sentía subírsele el corazón a la garganta. Se detuvo a cuatro metros del toro más próximo y empezó a imitar los movimientos que tan sencillos le habían parecido unas semanas antes desde su seguro asiento de la plaza de la Maestranza. Con un vaivén indiferente, la res siguió el camino que le marcaba el saco. Paco jadeó, atónito. La idea de que una bestia tan enorme pudiese ser tan fácilmente engañada por un pedazo de tela le pareció extraordinaria, asombrosa. Desde aquel momento, su instrucción en el matadero adquirió nueva importancia. Empezó a gastarse la mitad del salario para sobornar a los guardianes y practicar en los corrales. El oxidado estoque que adquiriera en el Rastro sevillano trabajó con indecible furia, hasta enviar más de cien reses a la carnicería de papá Ruiz. En sus días de asueto, Paco recorría los cafés de toreros de Sevilla, buscando la oportunidad de demostrar su destreza en una tienta.

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