...O llevarás luto por mi (60 page)

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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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A pesar de esta primera caricia de la fortuna, Manuel Benítez estaba aún muy lejos de la suspirada meta. Esta meta sólo podía alcanzarla en otras tardes triunfales, en plazas como la de Sevilla, la de Barcelona o la de Madrid. Su triunfo había salvado su orgullo, pero no le había dado fama. Palma del Río no era más que una pequeña gota de agua en el océano taurino, una remota avanzadilla donde dos orejas y un rabo eran trofeos simbólicos sin ninguna significación real. La historia de la fiesta brava está llena de fenómenos locales, los ecos de cuyos debuts no llegan más allá del café del pueblo.

Nadie sabía esto mejor que El Pipo. Pero dos cosas habían tenido importancia para él aquella tarde. Había recuperado su dinero y confirmado sus esperanzas. Seguiría adelante. Todavía no se habían extinguido los «¡Olés!» en la plaza alquilada, cuando su activa mente pensaba ya en la manera de hacerlo.

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ELATO DE
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AFAEL
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ÁNCHEZ
E
L
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IPO

Uno vende un torero de la misma manera que vendería jabón. Hay muchas clases de jabón y muchas clases de toreros. El que gana no es siempre el que tiene el producto de mejor calidad, sino el que sabe venderlo. Yo sabía que aquel muchacho valía su peso en oro. Y no porque fuese un gran torero. Las reglas de la lidia parecían serle tan desconocidas como las del
cricket
. En cuanto a arte, constituía un triste espectáculo. Pero que no me vengan con arte dentro del ruedo. Quien quiera ver arte que vaya al Museo del Prado. En la plaza, uno quiere algo más. A mí me interesa sobre todo una cosa: un muchacho capaz de poner en vilo a una multitud. Dadme un chico que haga poner los pelos de punta al público en la plaza, y os aseguro que ganará dinero. Manuel Benítez deseaba tanto tener un Mercedes, deseaba tanto convertirse, como decía él, «en un hombre de sombrero de jipi y cigarro puro», que estaba dispuesto a hacer toda clase de locuras. Y estas locuras podía hacerlas siempre que quisiera, porque no conocía esa enfermedad que ataca a veces las tripas de los más grandes matadores de toros y les deja paralizados: el miedo.

Yo vi la reacción del público en Palma del Río. Angustia, gozo, sorpresa, pánico. Sobre todo, pánico. Los asustaba, los atontaba con su loco valor. Y esto, amigos míos, es lo que abre a un muchacho las puertas de las plazas, y quien diga lo contrario, miente.

Vi, pues, perfectamente, lo que tenía que vender: valor, el valor desesperado de un muchacho. Allí estaba mi fortuna. «Con un poco de suerte —me dije—, volveré a ser millonario al terminar la temporada, y él también lo será. A menos que quede fuera de combate al realizar una de sus locuras».

Inmediatamente empecé a pensar en los
slogans
más convenientes. Y vi su retrato en las paredes de media Andalucía con un rótulo de este estilo: «El domingo tengo una cita con la muerte. Venid a verme».

De momento, había que batir el hierro mientras estaba todavía al rojo y repetir el éxito de Palma en cualquier otro lugar. La cosa no era fácil. Había recuperado mi dinero en la corrida de Palma, pero mi familia no me dejaba en paz pues quería recuperar las joyas empeñadas. No sabían nada de las ambiciones de los hombres. Querían que les devolviese sus joyas, sin pensar que yo tenía en las manos la joya más bella del mundo: el valor de un muchacho. Ahora tenía que intentar llevar al chico a Córdoba. Allí era donde empezaría todo de verdad.

Fui a visitar al viejo pícaro que a la sazón explotaba la plaza. Iba a celebrar una novillada a base de tres sudamericanos a quienes nadie conocía. Yo sabía cómo abordarle.

—¿Cuánto le paga al diestro más barato del cartel? —le pregunté.

—Veinte mil pesetas —me dijo.

—De acuerdo —le dije—. Le cederé a mi chico por diez.

La casa era, a su modo, un santuario. Se hallaba emplazada entre la estación del ferrocarril y las paredes de la plaza de toros de Córdoba, y raro era el cordobés que, al pasar entre estos dos puntos, no se detuviera un instante ante el número 20 de la avenida de Cervantes. En la tarde de su primera corrida en la ciudad cuyo nombre habría de adoptar, Manuel Benítez, que venía de la estación, se detuvo a contemplar la reja de hierro florida de rosas. Detrás de la reja, flanqueados por dos plátanos que parecían hacer de centinelas, pudo ver los blancos arcos estucados de la casa. Junto al bordillo de la acera había un Jaguar negro. Una vez al día, siempre a la misma hora, la ocupante de la casa cruzaba la verja florida y subía al coche. Su paseo era tan exacto como un rito. Su itinerario era invariablemente el mismo, y su duración, veinticinco minutos exactos.

Terminado el paseo, la solitaria figura se apeaba del coche y volvía al silencio y a la soledad del enorme caserón. Era una mujer anciana, casi ciega, vestida siempre de negro, y considerada una de las damas más ricas de España. Además de sus fábricas y de sus fincas, era indudablemente la única persona del mundo que podía alardear de ser la principal accionista de su propio sistema metropolitano, el Metro de Madrid. Sin embargo, poco gozaba de su inmensa fortuna. Vivía encerrada con los recuerdos del hijo que se la había legado.

Cuando antaño se vestía para la corrida en su dormitorio tapizado de rojo terciopelo, millares de personas se arracimaban ante las puertas de aquella casa, y la umbría avenida que conducía desde allí a la plaza de toros de Córdoba era para él una vía triunfal. Ahora, a los trece años de la muerte de Manolete, estas calles estaban desiertas, y la corrida del día había despertado poco más interés que una película de reestreno. Los graderíos del coso de los califas, llenados siempre hasta los topes por Manolete, estarían medio vacíos para el debut del muchacho que había idolatrado su retrato en un viejo calendario. Esto importaba poco a Manolo, mientras contemplaba la morada de su héroe. Llegaría un día en que también él llenaría la plaza, porque bullía en su interior la misma frenética ambición que sintiera antaño el mártir de cara triste de la avenida de Cervantes.

Arrancándose a su ensoñación, Manolo se encaminó a su hotelito en un callejón próximo a la avenida del Gran Capitán, donde le esperaba su único admirador, con su sombrero de fieltro y su sempiterno cigarro puro.

El Pipo estaba preocupado. La ceremonia del sorteo de los toros para la corrida de aquel día no se había dado bien para su joven diestro. Sus más experimentados compañeros de terna se las habían apañado para endosar a su desconocido colega las dos reses que juzgaban demasiado peligrosas para sus propias facultades. Cuando El Pipo le dio la noticia, El Cordobés se echó a reír.

—No se preocupe, don Rafael —le dijo—. Si uno de esos toros me abre un agujero en la tripa, me lo taparé con la mano y seguiré toreando.

El traje de luces para El Cordobés le había sido enviado desde Madrid. El único sastre taurino de Córdoba, Francisco Prieto, se había negado a alquilar a Manolo un segundo traje, en vista del estado en que le había devuelto el utilizado en Palma. Le dijo que no estaba dispuesto a alquilar sus trajes a un hombre que ya tenía fama de pasarse más rato en el aire que sobre la arena de la plaza.

Prieto recordaría mucho tiempo la altiva respuesta del joven:

—Mañana, señor Prieto, todos los toreros de España querrán llevar mis trajes, porque traen suerte. Y seré tan rico que podré tirarlos después de cada corrida.

De momento, el jactancioso torerillo y su apoderado estaban tan arrumados que ni siquiera podían alquilar un simón que les llevara a la plaza. Después de una breve oración ante una imagen de la patrona de Palma, Manolo salió del Hotel y se dirigió a la plaza caminando. Era la primera vez que la mayoría de los cordobeses veían a un torero ir a pie a la plaza de toros, como cualquier humilde espectador de las andanadas de sol.

El breve paseo no sería la única humillación que tendría que sufrir Manolo aquella tarde. Un enjambre de chiquillos, salidos de las calles laterales, le escoltó hasta la plaza con enorme griterío. Al llegar a la puerta, Manolo murmuró al oído de El Pipo:

—Écheles unas cuantas monedas, don Rafael.

Pero El Pipo le miró desconsolado y se encogió de hombros. Sus bolsillos estaban tan vacíos que no pudo encontrar una sola peseta para arrojarla a los chiquillos que habían acompañado a su diestro hasta la plaza.

El primer toro de Manolo era un bicho gordo, de color castaño, ancho de cabeza, con respetables «perchas». Cuando sonaron los clarines, Manolo brindó al presidente y, con amplia sonrisa, se aproximó a aquel mozo de semblante despierto y animado que le servía aquella tarde las espadas. Era un joven condenado por el miedo a permanecer a perpetuidad entre barreras.

Manolo tendió la montera a su amigo.

—Horillo —le dijo—, te brindo mi primer toro, por todas las gallinas que robamos y por todos los revolcones que hemos sufrido juntos.

Dio media vuelta y, por encima del hombro, arrojó la montera, que cayó en el callejón. Después se dirigió al encuentro del bicho.

Los graderíos de la vieja plaza de Córdoba estaban medio vacíos. Pero los espectadores que asistieron al festejo de aquella tarde sin par recuerdan todavía con estremecimiento el debut de aquel torerillo que había sido huésped de la cárcel del partido. Antonio Columpio, el viejo banderillero que también en esta ocasión acompañaba a El Cordobés, pensó que éste iría directamente desde la plaza al camposanto. Pepín Garrido, que actuaba aquel día de banderillero de otro de los torerillos del cartel, se dijo que «era la primera y probablemente la última vez» que vería torear a aquel muchacho. Manolo fue derribado al menos media docena de veces. Pero siempre, magullado y dolorido, volvía a ponerse en pie.

Observándole desde su asiento de sol, Andrés Jurado, mecánico de la agencia local de los coches Mercedes, se prometió: «Si ese chico sale hoy vivo de aquí, no me perderé ninguna de sus corridas». Un extraño capricho del destino le impediría cumplir esta promesa. Al cabo de pocos meses, la apasionada afición de Manuel Benítez al Mercedes, símbolo brillante del éxito material, hizo que Manolo acudiera al patrono de Andrés y, tras adquirir uno de sus coches, contratara a Jurado como chófer. Juntos recorrerían ciento cincuenta mil kilómetros, yendo de plaza en plaza. Pero Jurado tendría pocas ocasiones de presenciar las corridas completas. Mientras toreaba Benítez, él se veía obligado muchas veces a dormir para hallarse en condiciones de reemprender el viaje y conducir de noche.

Esta vez, su futuro patrono hizo una faena tan emocionante como la que había ligado en Palma. Fue un trasteo con pases de todas las marcas, con la derecha y con la izquierda, de pie y de rodillas, en alarde constante de genio y valor. Y, como en Palma, el público, emocionado, puesto en pie, le tributó clamorosas ovaciones.

Manuel Benítez recibió innumerables varetazos, pero aquella tarde la patrona de Palma del Río velaba por su huérfano. Pateado, zarandeado, lanzado una y otra vez por los aires, volvió siempre a levantarse, sin que se vertiera más sangre que la de su enemigo. Cuando llegó el momento de matar, el ansia de triunfo de Benítez era más grande que nunca. Se perfiló cerca de su enemigo, fija la vista en el morrillo, para recetar un pinchazo hondo, pero sin soltar. En aquel momento la res cogió a Manolo, que sufrió dos impresionantes volteretas, aunque sin consecuencias desagradables, por fortuna. Segundos después de la cogida caía rodando el toro.

Manolo había llegado a pie a la plaza, pero fue sacado en hombros por un grupo de nuevos admiradores. Ya en el Hotel, se quitó el traje y cayó rendido en el lecho. Su cuerpo estaba lleno de macaduras y cardenales dejados por los toros a los que acababa de matar. Mientras yacía en la cama, jadeando, entró El Pipo en la habitación. Llevaba bajo el brazo un paquete envuelto en un viejo periódico. Lo deshizo. Contenía un pequeño fajo de billetes de Banco. Con triunfal ademán, El Pipo los arrojó al aire y cayeron como una lluvia de confeti sobre el cuerpo desnudo del torero. Manolo le miró; sus ojos estaban demasiado fatigados para demostrar sorpresa.

—Son tuyos, muchacho. Por lo de esta tarde —le dijo. Pero, antes de que Manolo pudiera moverse, añadió—: Pero si quieres otra corrida tendrás que devolvérmelos para que la cosa siga marchando.

Manolo estiró una mano cansada y cogió uno de los billetes que se habían pegado a su cuerpo sudoroso. Con una serie de bruscos movimientos tiró los otros al suelo. Después, sin decir palabra, se volvió de cara a la pared. Entonces, El Pipo se puso a gatas. Uno a uno, recogió los billetes manchados de sudor, los alisó cuidadosamente, y volvió a hacer con ellos un lindo paquetito.

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