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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (44 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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La emigración de Juan y Manolo, de Palma a Madrid, fue una cosa obligada; sin embargo, simbolizaba un hecho de la vida nacional en la década de los años cincuenta. Tres millones de españoles, uno de cada diez, dejarían en aquel período sus hogares, obligados a trasladarse a otro sitio en su desesperada busca de trabajo. Eran muchos miles los que, como Manolo y Horillo, habían invadido Madrid. Estos remisos inmigrantes se arracimaban en una serie de ruinosos campamentos, en las afueras de Madrid, que circuían la capital como el tejido cicatrizado rodea la llaga abierta. Allí eran admitidos en grupo por cinco o diez mil pesetas, por espectadores ávidos de prontas ganancias a expensas de los infelices refugiados de Andalucía y de Extremadura. Las chozas habían sido construidas con herrumbrosas planchas de metal, cajas de embalaje y ladrillos sustraídos de las edificaciones en curso. A este círculo de barracas alrededor de la ciudad se le llamó Cinturón de Acero. Sus comunidades tomaron nombres pintorescos, como Pozo del Tío Raimundo, pero carecían de agua, de retretes y de electricidad. Para una generación de españoles pobres, arrojados a las ciudades por un campo sobrecargado, estos establecimientos fueron como una estación de tránsito por la cual tenían que pasar en su camino hacia la modesta existencia que habían venido a conquistar.

Dos décadas después del estallido de la guerra civil, España era, en 1956, una nación atrasada, sobrecargada de tradiciones arcaicas, con sus horizontes sociales e intelectuales limitados por una Iglesia opresiva; su economía estaba entorpecida por una burocracia incompetente y su vida política congelada por un duro régimen.

En 1956, España exportó algo menos de lo que había hecho en 1935, el año antes de que empezara la guerra civil, y apenas un tercio de lo que había exportado en 1928. Su red de carreteras estaba sólo un poco más desarrollada que la de Yugoslavia. Unas asombradas Fuerzas Aéreas norteamericanas descubrieron que el Comando Aéreo Estratégico B-47, estacionado en tres bases, en España, consumía más combustible en una tarde que el que todos los ferrocarriles españoles podían transportar en un mes.

Su economía dirigida estatalmente se había convertido en un sistema corrupto que sólo beneficiaba a los fieles al régimen. Aquel año entraron de contrabando en España mercancías por un importe de casi doscientos millones de dólares, un tercio de las importaciones del país. Oficiales del Ejército, uniformados, cruzaban las fronteras en camiones, prohibiendo a los aduaneros que registraran sus cargamentos de radios, máquinas de escribir, relojes de pulsera y tocadiscos.

Casi ocho millones de los treinta millones de habitantes que tenía España estaban clasificados oficialmente como analfabetos. Había escasamente un cuarto de millón de automóviles en el país, uno por cada ciento veinte habitantes; en el país vecino, Francia, había un coche por cada once habitantes. El ochenta y cinco por ciento de los asalariados españoles tenían una renta anual inferior a los ochocientos cincuenta dólares. España aún no contaba con producción nacional de lavadoras, neveras o máquinas de coser.

La nación vivía rigurosamente aislada de sus vecinos europeos. Ningún español podía abandonar su patria sin un visado extraordinario; ningún europeo podía visitar España sin un permiso de entrada. La prensa española, controlada estatalmente, ponía de relieve cada día las insuperables diferencias que separaban a España de sus vecinos de allende los Pirineos. Estaba rigurosamente prohibido el empleo de nombres extranjeros en bares, restaurantes, cafés, cabarets o salas de cine. El Gobierno de Franco no toleraba el menor amago de oposición, y el propio Caudillo recordaba a sus compatriotas que «no ganamos el régimen que tememos hoy hipócritamente con algunos votos. Lo ganamos a punta de bayoneta, con la sangre de nuestro mejor pueblo».

Las mujeres españolas vivían en un mundo restringido que ya hacía tres décadas que había desaparecido del resto de Europa. Ninguna mujer se atrevía a fumar por la calle. Una muchacha argentina fue detenida en Madrid por llevar puestos unos pantalones flojos por la Gran Vía, y fue multada por «escándalo en la vía pública». El bikini era ilegal en España, y en algunos lugares se exigía aun a los hombres que llevaran cubierto el pecho por la playa. En la costa catalana, mujeres de Acción Católica apedrearon a turistas que llevaban shorts o pantalones flojos y trataron de quemar un Hotel donde parejas extranjeras compartían la misma habitación. El cardenal arzobispo de Sevilla avaló moralmente tales acciones mandando parar su automóvil e increpando personalmente a dos turistas inglesas por llevar vestidos sin mangas por las calles de su archidiócesis.

Los sistemas de censura eran rígidos y ridículos. La lista de escritores cuyas obras estaban prohibidas empezaba con Carlos Marx y comprendía páginas enteras, en las que figuraban Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Simone de Beauvoir, James Joyce, Ernest Hemingway y John Dos Passos. La censura cinematográfica prohibía cualquier amago de relaciones adúlteras. Las obras del mayor artista vivo español, Pablo Picasso, estaban proscritas, y su nombre nunca aparecía en la prensa.

La Iglesia católica, que merced al Gobierno de Franco había vuelto a ser la religión oficial del Estado, estaba presente en todos los aspectos de la vida española. Las doctrinas de Darwin eran desechadas como una herejía. El catecismo católico enseñaba aún que era «generalmente» un pecado mortal leer un periódico socialista. Los servicios religiosos protestantes y judíos estaban prohibidos fuera de los domicilios particulares. A los seguidores de estos credos no se les permitía realizar en público bodas ni funerales. En 1956, fueron confiscadas treinta mil Biblias protestantes por el ministro de Información. Tal acto provocó una airada protesta por parte del Presidente de los Estados Unidos.

Sin embargo, bajo la arcaica y anquilosada superficie de la vida española, las semillas del cambio empezaban a generar sus primeras débiles raíces. La televisión llegó a España en 1956, con todo su terrible y maravilloso potencial para llevar el mundo hasta el interior de los hogares en los más remotos pueblos del país. Aquel verano visitaron España un millón cuatrocientos mil turistas, quienes regresaron a sus puntos de origen explicando las maravillas de un paraíso soleado en el que una habitación de Hotel costaba un dólar por día, y una comida de tres platos setenta y cinco centavos. España, que había contemplado cómo los Estados Unidos repartían dieciséis millones de dólares por Europa Occidental, mediante el Plan Marshall, sin que a este país le correspondiera ni un triste centavo, finalmente pudo tomar sus primeros sorbos en aquella fuente de oro. Impacientemente, ahora España esperaba los primeros resultados de ese catalizador del capitalismo subdesarrollado: la ayuda económica.

El primero de tales resultados fue, quizás, el surgimiento de desordenadas construcciones en torno a Madrid: los lugares por los cuales merodeaban Manolo Benítez y Juan Horillo en busca de trabajo. De hecho, ninguno de los empleos que hubieran podido encontrar pudo representar mejor la nueva era en la capital de España aquel invierno de 1956. Madrid se hallaba en las puertas de un
boom
de la construcción que alteraría profundamente el carácter de la ciudad en la siguiente década. Ya los primeros precursores de esta borrachera de la construcción empezaban a elevar sus solitarias siluetas contra el horizonte; serían los pioneros de un bosque de ladrillo y cemento que pronto empequeñecerían los edificios considerados hasta entonces como los más altos de Madrid. Sin embargo, aquellas primeras paredes grises, aquellos escasos andamios eran sólo los heraldos del cambio, no el cambio en sí. Para España, para Madrid, igual que para Manuel Benítez, los nuevos tiempos estaban aún lejanos.

La ciudad a la que habían llegado Manolo y Horillo seguía viviendo al ritmo cansino de su pasado. En las calles, había más faroles de gas que lámparas eléctricas. El trabajo empezaba a las diez de la mañana, salvo para los jornaleros pobres, y se interrumpía cuatro horas más tarde. Los hombres almorzaban invariablemente en sus casas. Casi nadie cenaba antes de las diez o las once de la noche, y Madrid era la única capital de Europa que, en las noches de entre semana, y si hacía calor, podía verse colmada de gente a la una o a las dos de la madrugada.

Juan y Manolo, con un pico y una pala, encontraron en las construcciones de las afueras de Madrid los empleos tan afanosamente buscados.

Al cambiar los campos de don Félix por una obra anónima madrileña, Manolo y Juan se apartaron inevitablemente del camino trazado por su herencia andaluza. Con sus nuevos sueldos, pudieron trocar su albergue en el cementerio por una casa de huéspedes para obreros, donde, por doce pesetas cada noche, alquilaban un jergón de paja en una habitación donde dormían dos docenas de hombres como ellos. Les quedaba lo suficiente para un plato de cocido al día y para una cerveza de vez en cuando. Y nada más.

Manolo podía carecer de instrucción, pero comprendía perfectamente que su nueva vida en una brigada de obreros de la construcción no iba a llevarle al mundo descubierto en el Cine Jerez, como no le habían llevado las horas pasadas en los campos de don Félix. Una noche, a los pocos meses de su llegada a Madrid, le dijo a Horillo:

—No vinimos a Madrid para hacernos albañiles. Vinimos para ser toreros.

Y al día siguiente dejaron su empleo y volvieron a las andadas.

La pequeña ciudad de Aranjuez surge como un fresco y verde oasis en las secas tierras de Castilla, a unos cincuenta kilómetros al sur de Madrid. Antaño, los reyes de España solían retirarse a este frondoso refugio para librarse del calor del verano madrileño. Desde hace muchas generaciones, sus húmedos y floridos jardines han brindado al viajero una última ráfaga de frescura antes de sumirse en el horno de las tierras del Sur, y la oportunidad de paladear dos requisitos que dieron fama a Aranjuez: las fresas y los espárragos tiernos.

Uno de sus albergues lleva el nombre de Posada de San Antonio. Desde hace cinco siglos, sus tejas cubiertas de musgo han servido de techo protector a los viajeros españoles y a sus cabalgaduras. En el verano de 1956, seguía ofreciendo alojamiento a los transeúntes, habitación, establo y un plato de cocido, por ocho pesetas.

Durante una breve semana de aquella estación, los establos de la Posada de San Antonio dieron albergue a un par de viajeros especiales. La posada fue, para Manuel Benítez y Juan Horillo, la primera parada de su último viaje de vagabundos. Ingresaron en el mesón, no como huéspedes, sino como jornaleros encargados de limpiar el establo. Aranjuez había de significar una nueva experiencia en la insólita y frustrada odisea de los dos muchachos andaluces.

Ocurrió en domingo. La plaza de toros de madera de Aranjuez estaba repleta de una ruidosa y abigarrada multitud. Encaramados en la última fila de sol, Manolo y Juan contemplaban la corrida. Para presenciarla se habían gastado todo lo que habían ganado en la posada.

Al salir al ruedo el tercer toro, Horillo, que había permanecido absorto en el espectáculo, advirtió que Manolo había desaparecido. Registró con los ojos las filas próximas y al fin lo vio media docena de gradas más abajo.

«Se iba deslizando de una fila a otra hacia el callejón —recordaba más tarde Horillo—, como si persiguiera cautelosamente a una gallina. Con frecuencia se detenía y miraba a su alrededor, para asegurarse de que los guardias no le habían visto. Después seguía adelante.

»Desde el primer momento comprendí lo que pretendía. Saltar al ruedo como espontáneo. Llegó al pasillo de detrás de la barrera de sombra y allí permaneció oculto durante un minuto. Después, al sonar el clarín para el quinto toro, saltó. Antes de que nadie pudiera impedírselo, saltó al ruedo. La sangre se heló en mis venas. Le grité: “¡Manolo! ¡Manolo! ¡No lo hagas!” Pero era demasiado tarde. Todos se habían puesto en pie y gritaban.

»Los guardias civiles habían corrido por el callejón. Uno de ellos extendió una mano por encima del burladero. Él y Manolo empezaron a disputarse algo. El toro se acercaba, y ellos seguían en su forcejeo. Yo estaba furioso. Aquel guardia iba a privar a Manolo de su oportunidad».

Lo que se disputaban era el instrumento que necesitaba Manolo para encandilar al toro y al público, su sucia y vieja muleta. El toro estaba cada vez más cerca, y el indignado guardia se negaba a soltar la muleta. Horillo pensó, espantado, que la vieja manta se rasgaría por la mitad.

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