...O llevarás luto por mi (46 page)

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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Así como Manolo parecía haberlo hecho todo mal en la vida, su hermana parecía haberlo hecho todo bien. Había trabajado desde aquel día de 1936 en que había introducido sus manitas de seis años en las sucias cacerolas de su madre, en la cocina de los oficiales de artillería en Pueblonuevo del Terrible. Desde que tuvo doce años, había ahorrado hasta la última peseta para preparar el salto de Andalucía a Madrid. La muerte de su padre había dado el traste con sus ahorros; pero había empezado de nuevo hasta que reunió al fin lo necesario para huir de Palma. La misma y enérgica determinación guió su vida mientras fregaba suelos y limpiaba sumideros en Madrid. Sus denodados esfuerzos tenían una única y sencilla finalidad: proveerse de un arma que su modesta cuna le había negado, hacerse una dote que valiese la pena. Lo había logrado, y, con su modesto caudal, había fraguado un sólido matrimonio con un joven obrero de la fábrica Marconi, cuyo contrato laboral le había abierto las grises puertas del bloque 36.

Una fría noche de 1956, Encarna encontró a su hermano Manolo plantado frente a su puerta. No le había visto desde el día en que ella se había marchado de Palma jurando no volver. Manolo, recordaba después, «estaba plantado allí y parecía tener hambre». Su brusca e inesperada llegada llenó a Encarna de recelos, Angelita le había advertido de que «se había vuelto un vagabundo incorregible que sólo pensaba en los toros». Y no le gustaba nada la idea de que un hermano delincuente se introdujese en la vida que con tanta paciencia se estaba elaborando. Sin embargo, sus temores eran infundados. Su hermano llevaba en la mano el motivo de su visita: un rollo de papel. Lo desenrolló cuidadosamente sobre la mesa de la cocina, alisando los arrugados bordes, como si se tratara de una preciosa acuarela. En realidad, era un calendario barato, con el retrato del ídolo cuya imagen había descubierto en las sucias paredes del café de Charneca: Manolete. Pidió al marido de Encarna que escribiera en él una dedicatoria que le dictó solemnemente: «Como él fue, así seré yo». Después, guiada su mano por la de su cuñado, firmó con su nombre la patética promesa. Algún tiempo más tarde, supo Encarna el destino que su hermano había dado al calendario. Lo había enviado como presente de Año Nuevo a una muchacha de Palma llamada Anita Sánchez.

Para Manolo, aquel invierno en Madrid fue una de las etapas más crueles de su vida. Llegó a su nivel más bajo. Estaba completamente solo. Esta soledad, dado su carácter extrovertido, le resultaba casi físicamente dolorosa; era la soledad desesperada que sólo puede sentir un hombre en una ciudad desconocida. La mayor parte del tiempo estaba sin trabajo y sin dinero. Por la noche, recorría las oscuras calles buscando una obra donde dormir. Cuando encontraba un edificio en construcción, solitario y abierto, se deslizaba en su interior y buscaba un rincón que le resguardase del viento cortante de Castilla. Allí, envuelto en un viejo abrigo, pasaba temblando unas horas sobre el frío cemento. Por la mañana, mendigaba las sobras en unos cuantos bares regidos por hombres cuya afición a los toros les hacía particularmente indulgentes con los chicos como Manolo. Y cuando, periódicamente, su hambre podía más que su orgullo, iba en busca de la caridad que a regañadientes le brindaba su hermana: una comida o la posibilidad de lavarse.

Por último, encontró trabajo de peón y, por primera vez desde que él y Horillo habían dejado la obra, empezó a trabajar con regularidad. Su hermana advirtió el cambio y lo aprobó. Ahora tenía él un nuevo plan. Se casaría con Anita en Palma del Río y se trasladaría a Francia en busca de un trabajo remunerador.

Un día, con el rostro colorado de emoción, se presentó en casa de Encarna con una carta y le pidió que se la leyera.

«Querido Manolo —decía la carta—, no podemos seguir siendo novios. Tienes que olvidarme. Dicen que nunca harás algo bueno en la vida, y yo no puedo esperar más. Tengo que frecuentar otra gente y pensar en el matrimonio. Que Dios te proteja. Adiós, querido Manolo». Firmaba: Anita Sánchez.

Esta carta era la venganza definitiva del hombre cuyas trampas había eludido Manolo tan a menudo en la oscuridad de los campos de don Félix. José Sánchez se había cobrado la muerte del semental de su patrono obligando a su hija a escribir aquella carta.

Cuando Encarna, terminada su trabajosa lectura, levantó la cabeza, tuvo un sobresalto de sorpresa. La cara de su hermano tenía una expresión como no se la había visto desde su infancia en Pueblonuevo del Terrible. Estaba llorando.

Manolo, con el corazón destrozado, dejó su empleo y se marchó de Madrid una vez más. Sin embargo, no se dirigió a Francia sino que volvió a Salamanca, en otro vano ataque a las ganaderías. Regresó a Madrid unas semanas más tarde, más derrotado y hambriento que nunca.

A unos centenares de metros al nordeste de la plaza de Las Ventas, sobre una elevación de terreno que dominaba la capital, un bloque de viviendas en construcción, de mil pisos, rompía aquella primavera el horizonte de Madrid. Trabajaban en ella cuatrocientos obreros y era la empresa de un hombre solo, un dueño de café de Madrid llamado Luis López López. López era un hombre bajito y gordo. Embutido en sus ceñidos trajes de seda italiana, parecía una salchicha de Frankfurt demasiado llena y a punto de estallar. Luis López había empezado sus actividades profesionales en el café de su padre. Más tarde, él mismo se encargó de regentar el establecimiento. Posteriormente lo vendió y compró otro. En este nuevo local cultivó un selecto grupo de sus clientes, los hombres que, a principios de los años cincuenta, podían darle la información que necesitaba para especular con éxito en los primeros tiempos del auge de la construcción en Madrid. Con los beneficios obtenidos de tales operaciones, López se lanzó a esta próspera industria.

R
ELATO DE
L
UIS
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ÓPEZ
L
ÓPEZ

Conozco a todos los hombres que trabajan para mí. Conozco las caras de todos ellos. No se me escapa nada. Un día durante la primavera de 1957, me encontraba allí, en Vázquez de Mella, cuando vi una cara nueva. Lo advertí inmediatamente, y le diré por qué. Tenía los brazos muy largos. Mezclaba argamasa en una artesa y la enviaba a un albañil del segundo piso con un solo impulso de su pala. No son muchos los que pueden hacer esto. Pregunté quién era a mi hijo Luisito, que era el que lo había contratado. «Un patán que acaba de llegar de Andalucía», me dijo.

Unos días después, volví a verle. Al doblar una esquina, me lo encontré jugando a torero con un saco vacío de cemento. Aunque soy aficionado, no voy a dejar que los muchachos que quieren ser toreros malgasten mi tiempo ensayando pases. Si lo hiciera, tardaría más de diez años en construir mis edificios. En general despido a los muchachos por faltas de esta clase, para mantener la disciplina. Siempre hay otros muchos que buscan trabajo. Sin embargo, recordando sus largos brazos, resolví darle una nueva oportunidad.

«Escucha, muchacho —le dije—, si quieres ser torero, tendrás que ir a Las Ventas. Si quieres ser albañil, vuelve a tu argamasa. No te pago para que sacudas sacos vacíos en el aire». El chico comprendió y volvió a su trabajo.

Pues bien, algún tiempo después, tal vez un par de semanas, fui a una corridas en Las Ventas. Tengo abonada una barrera de sombra. Al salir del toril el quinto toro, un espontáneo saltó al ruedo. No le sonrió la suerte. En el momento de saltar, un guardia civil le agarró de un pie, y, en vez de caer de pie frente al toro, cayó de cuatro patas. El toro lo lanzó contra el burladero y el público gritó de espanto. Pero no le pasó nada. La Guardia Civil lo detuvo y se lo llevó a la cárcel.

Olvidé el suceso hasta que, al día siguiente, vi una fotografía del espontáneo en los periódicos. Di un respingo. Era el muchacho de los brazos largos. ¡Y vaya retrato! Tenía que verlo. Mostraba en su rostro una mueca desafiadora, como de animal enjaulado. Ese chico, me dije, sería capaz de vender a su madre a un tratante marroquí con tal de hacerse torero.

Al cabo de unos días, advertí que aún no había vuelto al trabajo. Pregunté a Luisito lo que había sido de él. me respondió que todavía estaba en la cárcel, porque nadie había pagado la multa. Sugerí una colecta para pagar la multa y sacarle de la prisión. Pero tuve poco éxito. La mayoría de mis obreros pensaban que estaba loco. Acabé pagando de mi bolsillo la mayor parte de las quinientas pesetas.

La siguiente vez que le vi en la obra, me acerqué a él. «Mira, chico —le dije—, si de veras quieres ser torero, te ayudaré. Ya veremos si tienes condiciones. Si las tienes, quizá me convierta en tu apoderado. Si no, olvídate de los toros, quédate aquí y aprende a ser un buen albañil».

Puede usted apostar a que se sintió feliz. Le dije que podía alojarse en uno de los pisos a medio terminar de la obra. Otros dos o tres obreros vivían allí. En cierto modo, me servían de vigilantes nocturnos. Uno de ellos cocinaba: café con leche y pan por la mañana, y cocido por la noche. El chico ganaba entonces doscientas treinta pesetas a la semana, sin contar el descuento por la pensión. Le aconsejé que ahorrase parte de su salario para comprar una entrada de los toros todos los domingos, a fin de aprender con la vista.

Cogimos una carretilla vieja y la desmontamos hasta dejarla únicamente con la rueda y las varas. Alguien consiguió un par de cuernos y los sujetamos a aquélla. Esto era su toro. Todas las noches, después del trabajo, practicaba con él. Los otros obreros lo adoptaron en cierta manera. A fin de cuentas, la mitad de ellos habían querido también ser toreros. Ahora se turnaban para empujar la carretilla.

Un día, me enteré de que iba a celebrarse una capea en un pueblo próximo a Madrid, a orillas del Jarama, donde tengo una casita para el veraneo. Conocía al alcalde y resolví probar a Manolo. Quería ver si era capaz de hacer algo frente a un toro de verdad, o si no era más que un comediante hambriento y sin redaños para mantenerse firme ante unos cuernos.

No sabía nada de toros. Ni siquiera sabía aguantar la capa como es debido. Pero, tenía algo. Tenía valor. En esto no me había equivocado. Pensé que valía la pena de correr riesgos por el muchacho y resolví tomarlo bajo mi dirección y ver si podía lanzarlo como torero. Esto no es cosa fácil. Requiere muchas relaciones y, a veces, un montón de dinero. Pero quería hacer algo por él. Yo tenía muchos amigos en el mundillo de los toros. Y pensé que, si me costaba dinero, podría recuperarlo de algún modo. El apoderado que logra lanzar a un buen torero se lleva una buena tajada. Esto lo sabe todo el mundo. En este país, un porcentaje sobre los ingresos de un matador de punta es una canonjía. Por consiguiente, le llamé, le puse un brazo sobre el hombro y le dije: «Manolo, de ahora en adelante voy a cuidarme de ti. Seré tu apoderado».

Luis López López sólo fumaba cigarrillos y jamás se ponía un sombrero sobre el calvo y reluciente cráneo. Pero esto, a Manuel Benítez no le importaba. Para él, López era el hombre del enorme cigarro puro y del sombrero de jipijapa, el hada madrina que él estaba esperando para que lo sacara de su oscuridad y lo situara firmemente en el planeta de los toros. El simple hecho de que existiera López dio a Manolo nueva confianza, la convicción de que tenía ahora alguien que le ayudaba, de que su destino iba ciertamente a cambiar.

El papel que López había resuelto desempeñar era relativamente nuevo entre los personajes del espectáculo taurino. La personalidad, tan acusada ahora, del administrador profesional era producto del desarrollo comercial de la fiesta de los toros durante y después de la Primera Guerra Mundial. La carrera del torero dura generalmente pocos años; en cambio, un apoderado puede administrar durante toda la vida. Por consiguiente, era inevitable que surgiese gradualmente, alrededor de la corrida, una especie de mafia administrativa, un enjambre de intermediarios. Al crecer su número, aumentó también su importancia hasta el punto de que uno de estos hombres, si era listo, podía asegurar o echar por tierra la carrera de un aspirante a torero.

Recibían el nombre de apoderados, y la costumbre les autorizaba a percibir un diez por ciento de las ganancias del torero. En realidad, percibían, si eran honrados, entre un cuarto y un tercio de aquellas ganancias. Si no lo eran —y el oficio de apoderado no solía atraer a las personas más escrupulosas—, se apoderaban a menudo del cincuenta por ciento o más, mediante tratos clandestinos con los empresarios a quienes cedían sus toreros. Y como, incluso en el mundo taurino relativamente alicaído de mediados de los años cincuenta, los ingresos de un diestro de primerísima categoría podían ascender de dos a quince millones de pesetas por temporada, fácilmente se comprende que la función de apoderado podía resultar muy tentadora para un hombre de mentalidad astuta como era Luis López López.

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