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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (22 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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El coche se detuvo enfrente del Ayuntamiento de Palma; los ocupantes del vehículo se apearon. Una airada maldición resonó en la plaza del Ayuntamiento.

—¡Mis toros! —exclamó con voz furiosa—. Han matado mis toros. Mataré a diez de ellos por cada animal que hayan sacrificado.

Don Félix Moreno había llegado a Palma del Río.

Dos soldados adolescentes, vestidos de paisano, llamaron pegando puntapiés a la puerta de madera.

—¡Su marido! —gritaron a Ángela Benítez—. ¿Dónde está su marido?

La asustada mujer saltó del lecho, mientras sus hijos se apretujaban en torno a ella. Ángela se encogió de hombros, en desesperada respuesta, la única que podía dar.

—Se ha marchado —murmuró ella.

Durante la siguiente hora, la asustada familia Benítez pudo oír cómo llamaban a otras puertas de casas de la calle Ancha. Guardia civiles y falangistas patrullaban por toda la población, forzando las puertas cerradas y haciendo salir a los hombres que no se habían marchado de Palma; éstos fueron escoltados hasta el Ayuntamiento para su identificación.

En la calle Portada, a unos pocos metros de la casa de los Benítez, José Sánchez, un jornalero de veinte años que estaba de permiso del Ejército, y Juan Olivero, un oficial de sastrería, se sumaron a la multitud de hombres que fueron conducidos hacia el Ayuntamiento. Hacia media mañana había casi seiscientos de ellos abarrotando la plaza del Ayuntamiento y las calles que conducían a ella. Los hicieron formar en una larga columna que iba desde la plaza hasta un extremo de la población. Sánchez y Olivero se encontraron juntos cerca del encabezamiento de la formación. Como la mayoría de los hombres que estaban con ellos, no habían cometido ningún crimen del cual culparlos. Habían comido con satisfacción su parte de los bistecs de los toros de don Félix Moreno. Habían contemplado sin protestar cómo las llamas habían destruido las iglesias de Palma, pero no habían sido milicianos de Juan de España, ni habían participado en su breve mandato. Los hombres que lo habían hecho se hallaban ya a kilómetros de distancia, huyendo por las orillas del Guadalquivir. Así, pues, ambos hombres tenían la conciencia bastante tranquila al recordar los acontecimientos que habían agitado a Palma en las pasadas horas.

Su despreocupada charla se interrumpió al contemplar algo inquietante. Dos soldados que transportaban una ametralladora pasaban junto a los detenidos y se dirigían hacia la iglesia de la Asunción. Un momento después, otra visión mucho más terrible los redujo al silencio. En el extremo de su columna, Olivero y Sánchez reconocieron el congestionado y colérico rostro de don Félix Moreno.

Don Félix recorría lentamente la distancia que los separaba de ellos. Los detenidos estaban temblorosos y acobardados. Don Félix llevaba, en su mano derecha un bastón, con el que tocaba nerviosamente las perneras de su pantalón. Se detenía frente a cada uno de los detenidos, estudiando por un instante la aterrada expresión de aquellos hombres quienes, en una u otra ocasión, habían doblado el espinazo a las órdenes de sus mayorales. Ocasionalmente se detenía algo más; después, dando un golpecito con su bastón, hacía salir a un hombre de la fila y le ordenaba que se incorporase a una segunda columna, más reducida, que se formaba conforme él iba avanzando. Los hermanos Martínez, los otros terratenientes de Palma, lo seguían, repitiendo el proceso.

Demasiado aterrorizados como para hablar, Olivero y Sánchez observaban el avance de don Félix. Cada vez que, con un golpe colérico de su bastón, hacía salir a alguno de sus amigos para que se incorporara en la segunda siniestra columna, ambos hombres proferían un gemido. No podían imaginar qué castigo reservaría don Félix para las víctimas separadas bruscamente de la fila. En sus mentes sólo había espacio para un pensamiento: un desesperado deseo de que el vengativo bastón no los tocara. La rechoncha figura se situó delante de ellos. Sus penetrantes y severos ojos se fijaron por un instante en sus rostros, buscando alguna señal que él pudiera interpretar. No los tocó. Sin embargo, señaló al vecino de Sánchez para que pasara a engrosar la creciente segunda columna. Olivero exhaló un suspiro de alivio. Sánchez murmuró una apresurada oración de gratitud a la Virgen, cuya imagen había ayudado a quemar un mes antes.

Finalmente acabó la inspección. Don Félix dio una orden y los hombres sacados con su bastón de la columna principal fueron conducidos fuera de allí por una escolta armada. Olivero y Sánchez, apenados, observaron cómo se alejaban. Lo único que los consolaba era el alivio que sentían por haber escapado a la venganza de don Félix.

—Que Dios se apiade de ellos —murmuró Olivero a Sánchez, añadiendo—: Ahora nos van a dar brazaletes como llevan esos otros.

Estaba equivocado. Olivero y Sánchez no habían comprendido las matemáticas de la venganza de don Félix. Los hombres seleccionados para la segunda columna fueron conducidos hacia el Ayuntamiento, identificados, se les entregaron brazaletes y les dijeron que se podían ir a casa.

Cuando se hubo marchado el último de los perdonados, don Félix volvió su atención a la columna más grande columna, cuyos componentes seguían aguardando. De nuevo pasó frente a Olivero y Sánchez, contando esta vez con su bastón a los hombres que formaban la línea delantera. Se detuvo cuando hubo contado cincuenta. Tocando con su bastón el brazo del que hacía el número cincuenta, gritó:

—¡Al corralón!

Flanqueados por una escolta armada, los cincuenta hombres separados fueron sacados de la plaza del Ayuntamiento y llevados por una callejuela que desembocaba en la iglesia de la Asunción.

Los guardias hicieron subir al grupo por unas estrechas escaleras. Allí los hicieron pasar por un callejón que discurría junto a los muros del palacio de invierno de don Félix. Por fin llegaron hasta otras escaleras, las cuales conducían al corralón. Los prisioneros pudieron ver entonces, elevándose por encima de las paredes enjalbegadas del corralón, la rojiza torre de la iglesia de la Asunción. Paralela a su borde había un fragmento de la que en tiempos fue orgullosa muralla árabe de Palma; sus bordes eran un abandonado montón de escombros, salpicado con azulejos azules. El corralón estaba vacío, excepto en un rincón. Allí, guardada por dos soldados, con el cañón apuntando a la pared de enfrente, estaba la ametralladora que Olivero y Sánchez habían visto transportar una hora antes.

—Los primeros veinticinco —ordenó don Félix.

Obedeciendo sus palabras, los guardias empezaron a repartir culatazos y patadas a los primeros hombres que habían pisado el corralón, conduciéndolos junto a la pared a la que apuntaba la ametralladora. En aquellos instantes de gritos y confusión, los hombres que habían sido arrancados de sus casas para ser identificados en el Ayuntamiento, de pronto comprendieron lo que les iba a suceder. Algunos profirieron lamentos. Otros se pusieron a llorar desconsoladamente, pidiendo clemencia a los pies de don Félix. Uno de ellos se desmayó; fue arrastrado por el patio y lo colocaron en posición de sentado contra el muro. Olivero y Sánchez, aún en la parte superior de las escaleras que descendían al corralón, contemplaron horrorizados aquellas escenas. Sánchez oyó que un hombre imploraba:

—¡Don Félix, don Félix, a mí no! Por el amor de Dios, no he hecho ningún mal.

Moreno se acercó al que le había hablado y lo miró fijamente a la cara.

—Tu padre era un buen hombre —dijo Moreno con dureza—. Pero tú, tú eres un canalla.

—Padrino, padrino —gritó un joven—. ¡Sáqueme de aquí!

Don Félix se acercó al jovencito. Sin duda, era su ahijado, uno de los muchos que había apadrinado siguiendo la costumbre andaluza, los retoños de sus jornaleros. Mirando a este joven que había tenido en brazos cuando era un niño, don Félix le lanzó una violenta acusación.

—Tú has colaborado con los anarquistas —dijo el terrateniente, apartándose luego de él.

Don Félix se situó a buena distancia de la fila de hombres que estaban contra el muro. Algunos de ellos habían enmudecido a causa del terror; otros, sollozaban, y había algunos que no cesaban de pedirle perdón a gritos. Don Félix se volvió hacia los soldados situados detrás de la ametralladora.

—Fuego —ordenó.

El metálico tableteo de la ametralladora hirió los tímpanos de Sánchez y resonó en su cabeza. Observó cómo el arma recorría su camino por la pared, de izquierda a derecha. Se movía muy lentamente, apuntaba a la altura del pecho y sus balas arrancaban fragmentos de mortero del muro que quedaba al descubierto entre víctima y víctima. Los vio caer, a aquellos hombres cuyos sudor y penas había él compartido tan a menudo; sus cuerpos parecían como dislocados después de haber sido alcanzados por las balas. Por fin, aquello terminó. El eco de la ametralladora duró aún un instante en el inquieto y sofocante aire del mediodía. Del montón de hombres que había en la base del muro surgió un nuevo sonido: los patéticos lamentos de los moribundos. Algunos de sus cuerpos se agitaron de forma convulsa antes de morir, empleando sus últimas energías. Sánchez vio cómo un oficial avanzó por aquel montón de cuerpos. disparando un rápido tiro de gracia a cada forma que se movía o de la que llegaba la última protesta agonizante.

Cuando hubo concluido, don Félix señaló a los veinticinco prisioneros restantes que aún no habían bajado la escalera.

—El resto —ordenó.

Petrificado por la impresión de lo que acababa de ver, Sánchez estaba demasiado aterrorizado para hablar o resistirse. De pronto fue empujado, por un civil armado, hacia la pared acribillada junto a la cual acababan de morir sus amigos. Entonces, a su espalda, escuchó una voz. Era Olivero.

—Don Félix, don Félix —llamó—. Soy su primo. Sálveme.

Moreno se volvió al oír aquella voz. Olivero gritó su nombre. En realidad, era un pariente lejano del gran terrateniente de Palma, demasiado lejano como para que don Félix lo hubiera reconocido entre los detenidos. Sin embargo, su grado de parentesco fue bastante como para moverlo a ser caritativo. Con un rápido bastonazo, don Félix ordenó a Olivero que saliera de la fila.

Sánchez observó cómo su compañero le dirigió una mirada de angustia, después se volvió y echó a correr, camino de su libertad escaleras arriba. De pronto, Sánchez sintió un fuerte culatazo entre sus paletillas, lo cual le hizo avanzar dando traspiés. Dando tumbos en su recorrido hasta la pared, estuvo a punto de caerse al tropezar con los sangrantes cuerpos que tenía a sus pies. Cuando se volvió frente a la ametralladora, su mente, paralizada hasta entonces por el miedo, empezó a funcionar otra vez. Recordó que llevaba en el bolsillo un papel que le podría salvar la vida: un permiso de su regimiento. Se apartó corriendo de la pared y se acercó al oficial que, unos pocos minutos antes, había disparado un balazo en la cabeza de muchos amigos suyos.

—Soy un soldado —gritó agitando el papel ante los ojos del oficial—. ¡Sálveme!

El oficial examinó aquel permiso. Al reconocer que era válido, dijo a un guardia civil que llevara a Sánchez al Ayuntamiento. Una vez se vio fuera del corralón, Sánchez, que había superado ya su impresión inicial, se apartó apresuradamente de su vigilante, saltó una tapia y echó a correr por los campos. Segundos más tarde, al caer exhausto al pie de un eucalipto, oyó el horrísono tableteo de la ametralladora que también hubiera tenido que matarlo a él.

Pocos fueron los que compartieron con Olivero y Sánchez la bendición de salvarse, en el último momento, de la venganza de don Félix. Ángel Gómez, un labrador padre de cuatro hijos, reconoció al hombre que estaba detrás de la ametralladora en el momento en que lo ponían contra la pared. Se trataba de su hermano.

—¡Pablo, ayúdame! —gritó el labrador.

El hermano, aprovechándose de la confusión, lo ayudó a escapar. Otro labrador, Manuel Díaz, fue salvado en su camino hacia el muro por el mayoral del cortijo en el que trabajaba. El mayoral se dio cuenta de que había sido confundido con su hermano, un anarquista. Una vez libre, Díaz fue detenido otra vez por falangistas que buscaban a su hermano y lo enviaron de nuevo al corralón. Tres veces fue conducido ante la ametralladora del pelotón de ejecución. Las tres veces fue salvado por el mayoral.

Pronto, el desordenado montón de cadáveres que se extendía ante el muro del corralón era tan voluminoso que las ejecuciones debieron ser suspendidas. Los hombres que esperaban ser ejecutados recibieron la orden de sacar los cuerpos de sus compañeros muertos de aquel patio y meterlos en camiones. Formando una grotesca caravana, los camiones transportaron a los muertos calle Ancha abajo, pasaron frente al hogar de los Benítez, hasta llegar al cementerio de San Juan Bautista, de blancos muros, situado al final de un camino flanqueado de eucaliptos, casi a un kilómetro de las puertas de Palma.

Mientras aquellos camiones bajaban traqueteantes por la calle Ancha, las mujeres miraban disimuladamente por las rendijas de sus cerradas ventanas, contemplando con horror cómo desaparecían con dirección al cementerio aquellos montones de cadáveres. Cuando los vehículos pasaban justamente frente a las ventanas, algunas de ellas acertaron a ver los cuerpos sin vida de su marido o de su hijo, revueltos con el resto del tétrico cargamento.

Alarmadas, las mujeres se apresuraron a dirigirse hacia el Ayuntamiento, a fin de rogar por las vidas de sus hombres. Fueron expulsadas. Las que protestaron, fueron detenidas y metidas en el Ayuntamiento, en donde les cortaron el pelo al cero. Algunas de ellas, reconocidas como esposas de anarquistas o líderes huelguistas, recibieron un nuevo tipo de castigo: las obligaron a comer pan untado con aceite de ricino «para purgarlas de su republicanismo».

Cuando todos los cadáveres del primer grupo de víctimas fueron transportados desde el corralón hasta el cementerio, se reanudaron las ejecuciones. En esta ocasión estaba presente un sacerdote. Incapaz de confesar a cada hombre por separado, daba la absolución general conforme cada lote de prisioneros era colocado contra el muro del corralón. En este momento, ninguno de los hombres que esperaban fuera albergaba ilusiones acerca de que les dieran brazaletes o que se interesaran por su identidad. Las escenas que acompañaban a sus ejecuciones resultaron tan dolorosas que los soldados españoles que disparaban la ametralladora tuvieron que ser remplazados por marroquíes.

Algunos prisioneros intentaron luchar contra los guardias. Otros proclamaron a gritos su inocencia frente a don Félix y a los otros terratenientes. Unos pocos tuvieron que ser aporreados y, semiinconscientes, arrastrados por sus vigilantes junto al muro. Allí, ya agonizantes, eran amontonados como tallos de maíz quebrados, esperando la mortal ráfaga de la ametralladora. Las ejecuciones continuaron toda la tarde, hasta que la sangre que regó el suelo del corralón se mezcló con la tierra y formó un barro oscuro, como una expiación por la sangre de cada toro Saltillo matado en los campos de don Félix Moreno.

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