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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (19 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Galindo retiró el hierro, y la divisa de Benítez Cubero, una «U» cruzada por una flecha, quedó grabada para siempre en la carne roja y humeante de
Impulsivo
. Después, Galindo grabó en la piel del animal el número 25, que sería en lo sucesivo su seña de identidad. Por último, cortándole el pelo de las orejas que podían ser un día galardón de un espada, marcó una segunda impronta de la divisa de Benítez Cubero.

Terminada esta operación, los herradores de
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se pusieron en pie de un salto y corrieron a refugiarse en los burladeros de la placita. Ciego de rabia, después de este su primer encuentro con el hombre,
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se levantó a su vez y arremetió furiosamente contra todo objeto que se movía en el ruedo. Por último, agotado, salió por una puerta abierta que daba a un prado contiguo, a lamerse el dolorido cuarto trasero en compañía de sus también atormentados hermanos.

Al atardecer, todo había terminado. Habían sido marcados más de setenta becerros: la promoción de 1959 de la ganadería de Benítez Cubero. Por la noche, fueron conducidos a un inmenso pastizal, en un alejado rincón de Los Ojuelos. Allí empezaría realmente su vida de toros bravos.

Durante un año y medio, a contar desde la ceremonia del herradero,
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vivió una existencia primitiva y exclusivamente masculina en las tierras de pasto de don José Benítez Cubero. Los únicos seres humanos que penetraban en la hacienda eran los vaqueros de don José. Los cuernos empezaron a crecer en la cabeza del becerro y, simultáneamente, el torito aprendió a utilizarlos, tirando derrotes a los arbustos o luchando con los otros toros de la manada.

Su negra piel adquirió un nuevo brillo y el bicho se convirtió en un animal astuto y lo bastante vigoroso para lanzar por los aires a un caballo con su jinete.

Mediada la segunda primavera de
Impulsivo
, don José y su mayoral pensaron que había llegado él momento de realizar el acto más importante del ciclo anual de las ganaderías: la tienta, operación que sirve para poner a prueba la bravura de los toros jóvenes. Era una ceremonia sensiblemente distinta de la que se realizaba con las terneras en la placita particular del ganadero, y se celebraba ante una alegre multitud de invitados y de aspirantes a toreros. Requería, ante todo, seis días de minuciosos preparativos.

Éstos empezaron al amanecer de un día de mayo de 1962. Como un grupo de apaches en un
western
de Hollywood, una docena de vaqueros de don José galoparon, lanzando gritos, sobre la manada de
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. Instintivamente, los toritos se agruparon ante aquella súbita invasión de un pastizal. Era precisamente la reacción que deseaban los vaqueros, porque sólo en la seguridad de esta unión gregaria podrían ser manejados los toros. Y la tarea de los vaqueros era llevar a aquellos animales desde sus tierras de pasto familiares a un nuevo lugar, completamente desconocido para ellos y situado a doce kilómetros de allí.

Era una operación larga, desesperante y difícil. La forzada emigración estaba en oposición directa con los instintos naturales de los jóvenes toros. Una fuerza primitiva e inexplicable los sujetaba a sus pastos familiares, y las reses se resistían a dejarlos. Era la primera manifestación del concepto de «querencia», instintivo apego de un toro a un determinado pedazo de tierra. En aquellos pastos se sentían seguros y se movían dentro de unos invisibles pero rígidos límites sólo conocidos por su rudimentaria inteligencia.

Más tarde, manifestarían igual tendencia en la plaza de toros. Instintivamente, el animal elegiría un punto del ruedo como de su propiedad y trazaría a su alrededor un círculo imaginario, una invisible frontera que le separaría del resto del mundo. Y este indefinido pedazo de ruedo, llamado su querencia, se convertiría en el sector más peligroso del redondel, porque cualquier violación de sus invisibles límites provocaría la súbita embestida del toro. La ignorancia de esta inmutable «geografía de la lidia», o la incapacidad de sacar al toro de su refugio antes de acoplarse a su enemigo, habían sido causa de que muchos toreros muriesen o sufrieran graves cornadas de bichos a los que creían dominados.

Paradójicamente, los vaqueros de don José pretendían aprovechar la instintiva predilección de los toros por un particular pedazo de terreno para crear en sus mentes animales las condiciones psicológicas necesarias para la inminente prueba de su bravura. Este desarraigo brutal dejaba a los jóvenes toros parcialmente desorientados, visiblemente inquietos, hasta el punto de que algunos de ellos despreciaban la comida de sus nuevos pastos. Tenían que permanecer cuatro días en estos campos desconocidos.

Las señales de su permanente descontento indicaron a don José que el desarraigo había producido los efectos deseados y que la manada podía ser devuelta a sus campos de origen. Y, una vez más, sus vaqueros empujaron a los jóvenes toros, esta vez en alegre carrera, hacia los campos familiares.

El deliberado desarraigo y el precipitado regreso habían reforzado, según deseaba don José, la noción natural de querencia de sus toros. Ahora, este agudizado instinto sería la vara con la cual podría medirse la bravura de los animales.

A la mañana siguiente, un nuevo grupo de vaqueros cayó sobre los satisfechos toritos y los arrancaron una vez más de su ambiente habitual. Esta vez, su punto de destino era un corral cerrado, unos cuantos kilómetros al sur de sus pastizales. Allí los toros fueron separados uno a uno de la manada y puestos en libertad.

Cuando le tocó el turno a
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, un grupo de vaqueros a caballo galoparon hacia él, cortándole el camino y obligándole a ir hacia el Sur y alejarse de la querencia. Furioso y desorientado, el toro se revolvió y corrió en zigzag, tratando de encontrar el camino hacia sus campos familiares. Fue una larga y fatigosa operación. Por último, el sudoroso y jadeante torito se detuvo en el campo abierto adonde le habían conducido los vaqueros. Entonces, éstos se alejaron y dejaron a
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frente a un solo jinete. Éste se hallaba situado de tal manera que, para atacarle,
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tenía que embestir en dirección contraria a la del sendero que le llevaría a su querencia.

Fue un momento de emoción, el instante decisivo de la tienta. Don José y su mayoral Galindo observaban a caballo desde un otero situado a poca distancia. El jinete golpeó su estribo con la punta de acero de su garrocha para llamar la atención de
Impulsivo
.

Al oír aquel ruido,
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dio media vuelta. Venciendo su instinto natural, que lo impulsaba a volver a su querencia, respondió al llamamiento de su sangre brava. Con furioso impulso, lanzó su ya considerable masa contra la apercibida pica del vaquero. Por dos veces se arrojó
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contra la punta de acero, casi derribando al jinete que la clavaba en su lomo. Por último, a una señal del mayoral Galindo, el vaquero interrumpió la lucha.

A horcajadas sobre su garañón árabe
Neguir
, don José había observado la escena con satisfacción. A su lado, Galindo, con el libro registro de Los Ojuelos abierto sobre la silla, se disponía a anotar la calificación que daría su patrono al animal que acababan de probar.

El comportamiento de
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mereció el juicio más laudatorio de don José: «Toro muy bravo», veredicto que ponía firmemente al joven animal en el camino de la plaza de Las Ventas. Doce de los cuarenta y ocho brutos de la tienta merecieron la misma calificación suprema. Treinta fueron considerados «bravos». Y seis recibieron el degradante epíteto de «mansos», juicio que les condenaba a la sumarísima ejecución en el matadero, en vez de la muerte más lenta y espectacular elegida para sus compañeros.

La actuación de
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valió al joven toro el derecho a disfrutar de otros quince meses de ininterrumpida tranquilidad en los pastos de don José. Durante estos meses, alcanzó su pleno crecimiento. Su peso aumentó a más de cuatrocientos kilos. Sus cuernos alcanzaron su máxima longitud, convirtiéndole en un animal peligroso y fiero, capaz de matar a un hombre.

Rebosantes de energía primitiva, los toros luchaban a menudo entre sí. Los vaqueros de don José tenían que hacer gala de un valor y de una pericia extraordinarios para separarlos. En ocasiones, cuando la oscuridad impedía la vigilancia de los vaqueros, estos combates se convertían en duelos a muerte. La manada rodeaba instintivamente a los luchadores, y, cuando el vencido trataba de huir, se lanzaban todos contra él, como ejecutores de una primitiva justicia tribal.

Como si quisieran castigarle por deshonrar su casta con su cobardía, lo destrozaban a cornadas y dejaban su cadáver en el campo, donde era encontrado al amanecer por los vaqueros de don José. Tres miembros de la manada de
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escaparon de este modo al destino que les había impuesto su criador.

Tampoco se permitía que frívolas aventuras menguasen sus crecientes energías. Una vigilancia especial los mantenía alejados de los pastos reservados a las vacas; pues los toros bravos mueren vírgenes.

Cuando las primeras brisas otoñales empezaron a mitigar el asfixiante calor del tercer verano, don José inició la inexorable serie de acciones que terminarían con el encierro de
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en los toriles de Las Ventas. Don José era un ganadero de talla suficiente para vender todos los años un lote de seis toros a cada una de las más importantes ferias de la temporada taurina: la Feria de Sevilla, la de san Isidro, en Madrid, y la más bulliciosa de Pamplona. Cada otoño, don José, acompañado de Galindo y montando su garañón
Neguir
, recorría los pastizales y escogía los mejores toros para dichas ferias. Observaba sus cuernos, su peso y su trapío, y procuraba agruparlos en lotes de a seis lo más uniformes posible. El mejor lote de cada generación lo reservaba para la feria más prestigiosa: la de san Isidro.

Esta operación requería casi una semana de interminables discusiones entre el ganadero y su mayoral. Después, Galindo anotaba los números de las reses escogidas para cada una de las ferias. En el primer lugar de la lista seleccionada para lucir la divisa azul y blanca de Benítez Cubero en la feria de san Isidro de 1964, figuraba el número 25,
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.

Unas semanas más tardes,
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y los cinco toros seleccionados para morir con él fueron arrancados para siempre de los pastos donde hasta entonces habían gozado de plena libertad. Su universo quedó ahora limitado a una hectárea y media de corral vallado. Allí, como presos aislados en un elegante pasillo de la muerte, pasarían los últimos meses de sus breves existencias, consumiendo diariamente unos diez kilos de alimento especialmente preparado. Esta sobrealimentación había de convertirlos en monstruos de más de media tonelada.

El régimen que tuvo que soportar
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en sus últimos meses, la estudiada sobrealimentación del toro bravo, como si fuera éste un cordero destinado al matadero, era uno de los males más discutidos y más duramente criticados de la fiesta brava. Desde luego, no era exclusivo de la hacienda de don José. Casi todos sus colegas apelaban al mismo procedimiento. Derivaba directamente de las amenazadoras presiones —y oportunidades— económicas que sufrían todas las ganaderías españolas.

Pues los anunciados vientos de renovación que tanto habían influido en el mundo de posguerra llegaban incluso hasta los pastizales andaluces de don José Benítez Cubero y de sus compañeros hacendados, transformando para siempre la venerable institución española que representaban: la ganadería de toros bravos. Islotes feudales en una Europa inundada por la marea de una sociedad igualitaria, estas fincas habían sobrevivido a la guerra y a la revolución, a la amenaza de la reforma agraria y al primer impacto de industrialización de la sociedad española. Había 268 de ellas, con extensiones de millares de hectáreas, abarcando en ocasiones municipios enteros de la geografía hispana y sometiendo a los campesinos de la comarca a una servidumbre económica que, por su mísera existencia y sus desesperadas perspectivas, no tenía igual en la Europa occidental.

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