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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (18 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Sosteniendo la capa, El Cordobés abandonó el burladero, cruzándose con su peón, que corría en dirección contraria. Ahora le tocaba a él probar al toro.

—Es muy rápido, es muy rápido —jadeó el impresionado Paco—. ¡Por el amor de Dios, no te arrimes al pitón izquierdo!

La misma advertencia había sido formulada en silencio por otro hombre, cómodamente instalado ante el aparato de televisión en su cortijo, a cuatrocientos cincuenta kilómetros de Las Ventas. Don José Benítez Cubero sentía en el cogote el húmedo aliento de sus subordinados, sentados en respetuosas hileras detrás de su sillón de cuero negro. A su alrededor, en la penumbra gris de su salón, pendían los trofeos de otras grandes tardes en la historia de su ganadería, cabezas disecadas de toros cuya bravura había honrado su nombre y su divisa. Don José esperaba aquella tarde añadir otra cabeza a aquella colección de testas de vidriosos ojos, la de uno de los dos bichos elegidos para confirmar el valor y la habilidad de un joven nacido a poco más de veinte kilómetros de su finca.

También los ojos expertos de don José habían advertido que su primer toro se vencía por el lado izquierdo. Como El Cordobés, comprendió que esto podía indicar sencillamente que el toro prefería embestir con su cuerno izquierdo. Todos los toros fiaban especialmente en uno de sus cuernos, llamado su cuerno principal. Si este resabio no era muy pronunciado, el lidiador experto podía corregirlo durante su faena, con muletazos que obligasen a la res a acometer con el pitón contrario.

Pero algo mucho más serio preocupaba a don José. El aristócrata, que fumaba incesantemente, temía que aquella manera de vencerse el toro por la izquierda fuese debida a un defecto del ojo del mismo lado. A Benítez Cubero le había parecido que la querencia del toro hacia la izquierda la realizaba con todo el cuerpo y no únicamente con la cabeza. Si era así, sería un grave inconveniente. Toda la lidia descansaba sobre la visión del toro. El engaño se esgrimía con vistas a los ojos del astado. Si su visión era mala, no podía preverse cuál sería su reacción. Don José sabía que ningún toro era más peligroso que el burriciego. El más grande espada de la historia española, Joselito, había muerto por olvidar una fracción de segundo que el toro que estaba lidiando era tuerto.

Don José sacó otro cigarrillo de su cajetilla y el ruido que hizo al rascar la cerilla rompió el silencio del salón. El ganadero aspiró profundamente el humo y murmuró en voz baja una rápida oración. Él, personalmente, había escogido los toros para la corrida. Quisiera Dios, oró fervientemente, que no se menguara la fama de sus reses ante los ojos vigilantes de millones de españoles.

Fuera de la recoleta penumbra del salón de don José, el implacable calor del estío gravitaba sobre la tierra. Los altos muros encalados que rodeaban el cortijo reflejaban los rayos solares con cegadora blancura. Su sombra partía como una cicatriz irregular el empedrado camino que conducía a la casa de su cortijo de cuatro mil hectáreas, Los Ojuelos. Matas de delicados lirios azules se apretujaban al pie de los muros, pareciendo resguardarse del sol en la débil sombra que éstos proyectaban.

Más allá del cercado, un camino de tierra, requemado por el sol hasta adquirir un color de chocolate con leche, cruzaba los extensos y calcinados campos en dirección al remoto pueblo de Lora del Río. A veinticuatro kilómetros al Este, siguiendo el recto y perezoso cauce del Guadalquivir, estaba Palma del Río. Hacia el Norte, al otro lado de la hacienda, discurría una cadena de bajas y peladas colinas, verdes y fértiles en invierno, pero quemadas ahora y mostrando un pálido color ambarino. En sus crestas y faldas ramoneaban los seiscientos toros bravos de don José, deslizándose sin ruido entre los tostados matorrales en su interminable búsqueda de hierbas y de agua. Se criaban en libertad, lo más aislados posible de todo contacto humano; cada instante de su breve y libre vida era deliberada preparación para el momento en que tendrían que luchar contra un hombre a pie en un coso alejado de sus prados. Todos los años, setenta de ellos salían de sus campos para morir bajo el estoque de los toreros españoles.

La luna llena de diciembre derramaba sus pálidos rayos de plata sobre el pastizal. Desde el Norte, el viento frío de Sierra Morena doblaba las altas hierbas. Instintivamente, el rebaño de vacas bravas se agrupó en una masa compacta, aplacada por el frío su inquietud natural.

Pero, a pesar de este frío, un animal de ancha cuerna se separó del rebaño y remontó pesadamente una suave cuesta en dirección a un bosquecillo. Esta res se llamaba
Impulsiva
.

A los dos años de su nacimiento en aquel pastizal, había sido llevada a un tentadero para poner a prueba su bravura. El instrumento de esta prueba era un hombre a caballo, provisto de una garrocha con punta de acero. Por seis veces había embestido
Impulsiva
, tratando, con su ya considerable vigor, de derribar al jinete que le apuntaba con la garrocha. Este alarde de valor la había librado del matadero y devuelto al pastizal, con la esperanza de que transmitiese su indómita bravura a sus retoños.

Ahora, en esta fría noche de diciembre, subió tambaleándose a la cima de la colina y se dejó caer bajo las ramas de un árbol del paraíso, llamado así porque, al decir de los andaluces, sus hojas tienen la forma de las alas de los ángeles. Y allí, a la luz de la luna llena, bajo las ramas de su árbol del paraíso, batidas por el viento, cumplió su misión y dio un nuevo ternero a los campos andaluces.

Probablemente, el parto no duró más de media hora. Inmediatamente, la vaca cortó con los dientes el cordón umbilical que la unía al recién nacido. Después, a la luz de la luna, lamió cuidadosamente el tembloroso cuerpo.

Francisco Galindo, el mayoral, la encontró al amanecer, tumbada aún bajo el árbol del paraíso y con el ternerillo moviéndose ya a su alrededor sobre sus inseguras patas. Ningún animal es más peligroso que una vaca brava cuando acaba de parir; por esto, el mayoral de don José se acercó sólo lo necesario para ver el número marcado en los flancos de
Impulsiva
y el sexo de su retoño.

Aquella misma mañana, más tarde, anotó el nacimiento y la fecha, 17 de diciembre de 1959, en los archivos de Los Ojuelos. A continuación, realizó el primer acto oficial en la vida del toro que hoy se enfrentaba con Manuel Benítez
El Cordobés
en la plaza de Las Ventas: ponerle un nombre. Y le llamó
Impulsivo
, a semejanza de su madre.

La brava casta de
Impulsivo
se manifestó desde las primeras horas de la existencia del joven toro. Desde que pudo tenerse en pie y correr, embestía a cualquier criatura que se ponía a su alcance. A sus cinco días de edad, con el seco cordón umbilical colgándole aún de la barriga, recibía a quienes eran lo bastante incautos para acercarse a acariciarle con un violento golpe dado con la cabeza.

Su infancia, como la de todos los terneros, terminó a los dos meses. Cumplida esta edad, abandonó las ubres de su madre y empezó a buscar su sustento en los pastos. Durante una efímera primavera andaluza, el joven
Impulsivo
triscó en el rebaño de vacas presidido por su padre, un enorme semental de trece años llamado
Langosto
.

Langosto
había conquistado el derecho a su placentera vida señorial en una tienta, aproximadamente de la misma manera con que la madre del ternero había hecho que la eligieran para la reproducción en vez de llevarla al matadero. Dieciséis veces arremetió
Langosto
contra la garrocha del vaquero a caballo, lo que valió al mayoral Galindo una felicitación por haber logrado «un toro capaz de luchar con cualquier hombre». Sin embargo, la tienta causó tal impresión, que
Langosto
se ahorró el honor de la lucha y fue encargado de otra misión menos espectacular, aunque quizá más esforzada: la de dar satisfacción a un rebaño de unas cincuenta vacas bravas.

Los animales vagaban en negras oleadas entre las altas hierbas del cortijo de cuatro mil hectáreas de don José, derrochando la primavera de sus breves vidas en unos verdes e inmensos campos parecidos a aquel en que El Cordobés había quemado las energías de su propia y rápida juventud.

Llegó el verano, brutal y opresivo, y para los jóvenes toros empezaron los largos viajes diarios en busca del agua que había de dar fuerza vital a sus cuerpos en pleno desarrollo. Después vino el otoño y, con él, la caótica ceremonia que marcó el primer contacto de
Impulsivo
con el hombre y el comienzo de su vida como toro bravo.

Era el herradero, operación tan caótica que su nombre es sinónimo de confusión en el lenguaje de germanía española. Una semana antes,
Impulsivo
y los otros jóvenes brutos gobernados durante la pasada estación por el semental
Langosto
, fueron encerrados en un laberinto de corrales de paredes de cemento. Allí se les separaba para siempre de las vacas que los habían parido.

Durante tres días,
Impulsivo
y los demás terneros nacidos en la finca de Benítez Cubero durante la primavera de 1959, permanecieron encerrados en el corral, como una confusa y desarraigada manada de reses. Sintiéndose inseguros por primera vez en su vida, los desorientados animales se negaron a comer y a beber durante tres días.

Pasados éstos, la necesidad pudo más que la aflicción, y metieron las hambrientas quijadas en los pesebres hasta entonces intactos. Había terminado un período de su existencia. Ahora estaban preparados para cumplir el destino para el cual habían nacido.

El rito tradicional del herradero señalaba esta transición en sus jóvenes vidas. Con la marca al fuego del hierro de la ganadería en el flanco de cada res, la nueva generación de aquel ganado recibía la ejecutoria de su nobleza y ocupaba su lugar en la extensa estirpe de reses bravas criadas en las tierras de don José Benítez Cubero.

Hostigada con palos y gritos, la punta de becerros pasaba del corral a un largo pasillo de cemento, interrumpido a intervalos regulares por puertas que se abrían y cerraban mediante un juego de cuerdas. Allí se fraccionaba la ruidosa masa, de manera que los toretes llegaban uno a uno al último sector del angosto pasadizo. Y la puerta de éste daba a la placita del cortijo de Benítez Cubero.

Al grito de «¡Puerta!», lanzado por el mayoral Galindo, ésta se abría y el becerro entraba resoplando con furia en el polvoriento ruedo. Asustados y retadores, los bichos arremetían contra los vaqueros, derribándoles a menudo sobre la arena empapada de orines y sudor, entre una sarta de maldiciones. Sus incipientes pitones desgarraban las perneras de los pantalones de sus herradores, y su acometividad mostraba ya la casta que había dado fama a su ganadería. Con frecuencia, se necesitaban dos o tres vaqueros para derribar a un torete; uno de ellos le agarraba el rabo, mientras los otros se colgaban de su cuello. Pero, incluso cuando se hallaba en el suelo, sujeto por cuatro o cinco mozos, el becerro lograba a veces zafarse y ponerse en pie, levantando a sus aprehensores entre una nube de polvo y de tacos. Don José, que, tocado con su sombrero de paja, presenciaba la operación desde fuera del ruedo, gozaba y se enorgullecía en aquellos momentos. Cuanto más furiosamente luchaban sus terneros, más seguro podía estar de su bravura.

Cuando le llegó el turno,
Impulsivo
fue derribado y sujetado por cuatro vaqueros. Galindo, el mayoral, que presidía la ceremonia, pidió a gritos el «hierro de la casa», el hierro de marcar que, sujeto a un mango de madera, se calentaba al rojo en una fogata de carbón que ardía al borde del ruedo. Con rápido ademán, aplicó el hierro al cuarto trasero de
Impulsivo
. Una nubecilla de humo brotó de la pelambre y de la carne quemada del rugiente animal.

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