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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (61 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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A la mañana siguiente, Manuel Benítez invirtió el único billete extraído a su apoderado en la compra de un billete de ferrocarril hasta Palma del Río. Tenía que cumplir una promesa. Bajo el brazo llevaba un paquete envuelto en un periódico atrasado. Pero contenía un tesoro muy distinto del de El Pipo, un tesoro que le había prometido a su amigo Pedro Charneca. Con rostro resplandeciente, entró en el café de éste y arrojó el paquete sobre el mostrador.

—Aquí están los artículos que me pediste —le dijo.

Ningún otro obsequio hubiese complacido tanto al dueño del bar. Aquí estaban las orejas y los rabos de los primeros toros que su amigo había despachado en la plaza de la ciudad de los califas.

Tras el triunfo de su protegido en Córdoba, el prestigio personal de El Pipo aumentó rápidamente. El
Diario de Córdoba
dijo de Manolo que, «si Dios le ayuda, y Dios le ha ayudado continuamente esta tarde, llegará a ser un gran torero. Se puede aprender a torear y a matar bien. Lo que no se puede aprender es lo que él tiene: un bravo corazón».

Los aficionados de Córdoba empezaban a preguntarse qué sorpresas les tendría reservadas El Pipo con aquella genial figura que, como un prestidigitador, parecía haberse sacado de la manga. Pero ni el propio apoderado sabía cuáles iban a ser. Los ecos de las ovaciones recibidas por Manolo en Córdoba y en Palma eran todavía demasiado próximos para haber alcanzado los oídos de las personas a quienes El Pipo pensaba dirigirse. Por consiguiente, el apoderado subió a un viejo taxi y, como un viajante de comercio, salió de nuevo a la carretera. Su destino era invariablemente alguna villa o pueblo que se disponía a celebrar su feria anual con una o dos corridas. Allí, con su voz tonante, trataba de convencer a los empresarios locales de que regía los destinos del último astro del firmamento taurino.

Los barrocos campanarios de la ciudad de Écija se elevan en la falda de un círculo de montañas, en la carretera principal de Córdoba a Sevilla. Desde allí, en las primeras horas de una mañana de agosto, hacía de ello un cuarto de siglo, las columnas del comandante Baturone habían marchado a la conquista de Palma la Roja. Junto a las mansas aguas del Genil y sobre las ruinas de un anfiteatro romano, resplandecen al sol las encaladas paredes de la plaza de toros.

En cincuenta años, la arena de la modesta plaza había tenido su ración de triunfos y tragedias: la muerte de un banderillero desconocido, cinco alternativas, unas cuantas faenas sublimes a cargo de primeras figuras de la fiesta, y numerosos fiascos de otros menos celebrados. No lejos de la plaza, un hombre caminaba bajo los arcos de la plaza principal de Écija. Se dirigió a un velador de un café, se sentó y abrió el periódico de la mañana. Sin prestar atención a las palomas de membranosas patas que revoloteaban a sus pies, leyó el periódico mientras sorbía una copa de jerez. Iba siempre inmaculadamente vestido. Sus negros cabellos relucían de brillantina y llevaba completamente abrochada la blanca camisa. Al dar las doce del mediodía en el carillón de la iglesia de Santa Bárbara, se levantó y se dirigió a la plaza de toros. Para Jesús Jiménez Torres empezaba la jornada. De todos los oficios desempeñados por los vecinos de Écija, el suyo era quizás el más brillante. Jiménez Torres era empresario de la plaza de toros de una ciudad de 49.762 habitantes.

R
ELATO DE
J
ESÚS
J
IMÉNEZ
T
ORRES

Cincuenta mil personas son muchas, ¿no? Pues bien, traten de meter a dos mil quinientas en mi plaza de toros. Se necesita genio, pueden creerme, verdadero genio. ¡Que me hablen a mí de la fiesta brava que encandila a todos los españoles! En Madrid, en Sevilla, en Pamplona, no les diré que no. Pero aquí, en este desierto, se tienen que saber muchos trucos para estimular a la gente. Aquí apenas si sabemos lo que es un turista. Si alguna vez se detiene uno de ellos, es para preguntar alguna dirección. ¿Pueden ustedes imaginarse a un extranjero viniendo a Écija para presenciar una corrida de toros?

Y esto también es mala cosa, porque los turistas estropean la lidia. Pagan lo que sea por una entrada. Pero les da lo mismo ver un buen festejo que presenciar una cornada. No entienden nada de nada. Sólo pagan por ver el color local.

Pero cuando hay que traer verdaderos aficionados la cosa cambia. Éstos no vienen por nada. Vienen a ver un buen torero. Al menos, esto es lo que hace la mayoría. Pero un buen torero cuesta dinero. Y también quieren buenos toros, y los buenos toros son muy caros. Esto hace que tenga que subir los precios. Y si la corrida es mala, cosa que ocurre a menudo, porque la lidia es una lotería, deberían ustedes ver el jaleo que arman. Permanecen sentados bajo el ardiente sol, pensando en las doscientas pesetas que les ha costado la entrada. Y en el calor que hace. Y en lo mala que es la corrida. Entonces agarran una botella de Coca-Cola, la arrojan al torero y empieza la juerga.

Montar una corrida cuesta aquí, como mínimo, ciento cincuenta mil pesetas. Para recuperar el dinero tienen que acudir al menos dos mil personas. Por consiguiente, no queda nada para pagar a los toreros. Todas las temporadas vienen docenas, quizá centenares, de maletillas pidiendo que les incluya en uno de mis carteles. Sólo pueden lograrlo de una manera: comprándome, como mínimo, doscientas cincuenta entradas. Naturalmente, no tienen dinero para pagarlas y, por tanto, tienen que venderlas. Si no hay venta, no hay corrida. Se puede intentar coger a un chico de estos andurriales que tenga algunos seguidores. En este caso es posible llevar gente a la plaza.

Pero la mejor manera de lograrlo es empleando el propio ingenio. Una vez, por ejemplo, había contratado a un chico de Lora del Río, población situada a cuarenta kilómetros de aquí. Se llamaba Montes y vendía cacahuetes tostados en las calles de su pueblo. Ante todo, tenía que darlo a conocer; por consiguiente, le dije que viniese y acampase en la Plaza Mayor de Écija, con un gran letrero pidiéndome una oportunidad, acompañado de unas cuantas fotografías de su última corrida. Así pasó una semana. Un día, le dije que cogiera su hornillo de tostar cacahuetes y regalara éstos a los transeúntes. Yo pasaba cerca de él y me hacía el distraído. El viernes, la gente estaba indignada contra mí. En vista de lo cual, a la hora del paseo me presenté y anuncié a grandes voces: «A requerimiento del público, José Montes tendrá su oportunidad en la plaza de toros de Écija el domingo próximo a las cinco de la tarde». Aquel domingo llené la plaza.

Cuando quiero llamar la atención para una corrida empleo al enano del pueblo. Le llamamos La Pulga. Un día, me di cuenta de que la gente lo miraba y prestaba atención al vozarrón de rana que salía de su cuerpo diminuto. Aquel domingo lo vestí con un traje cruzado a cuadros y sombrero hongo. Le di un par de guantes, un bastón y un cigarro, le prendí un clavel rojo en la solapa y le hice pasear por las calles voceando la corrida. Tenía un aspecto tan estrafalario que la gente se paraba a mirarle y acudió en buen número a la plaza.

Continuamente le hago cambiar de traje. A veces le visto con un traje de luces diminuto. Un día, alquilé un camión con un altavoz y recorrí la ciudad diciendo que detrás de mí llegaban los ciclistas de una importante carrera. Cinco minutos más tarde, apareció La Pulga en una bicicleta de niño, vestido de ciclista y arrojando anuncios de la corrida del domingo.

En ocasiones, cuando sé que los toreros son malos, monto una pequeña atracción para distraer al público. Por ejemplo, en mitad de la plaza se planta un poste ensebado, con un gran jamón en lo alto. Después se dice a los muchachos que el primero que llegue a la cima se llevará el jamón. Cuando corren hacia el poste se suelta un becerro. Y siempre queda algún chico agarrado al palo, tratando de alcanzar el jamón mientras el torete espera abajo.

¡La de cosas que hay que hacer para ganar una peseta en estos andurriales! Y siempre ocurre algún contratiempo: un toro que se escapa, o un par de reses que se odian y se matan antes de que empiece la corrida. Hace un par de años, un toro se escapó en el momento en que el público salía de la plaza. Las reses muertas aquella tarde habían sido ya cargadas en las carretas del carnicero, y en dos minutos la mitad de las chicas, con sus vestidos de fiesta, se habían subido a las carretas y se apretujaban contra los ensangrentados cadáveres para librarse del toro suelto.

Ésta es la verdadera fiesta brava, y no esa comedia que representan en las grandes ciudades. Les aseguro que somos los pequeños empresarios como yo los que mantenemos la lidia en España. Sin nosotros, la fiesta sería un espectáculo para españoles ricos y extranjeras guapas.

Sea como fuere, el día que vi aparecer el gran sombrero de fieltro de Rafael Sánchez
El Pipo
, y a éste bajar de un taxi a la puerta de mi café, me dije: «Ahí viene el rey de los mariscos tras otro de sus grandes negocios».

En aquellos tiempos, El Pipo estaba con el agua al cuello. Arruinado. Todo le había ido mal. Bueno, en España decimos que hay botes llenos y botes vacíos. Aquel año, el bote de El Pipo no podía estar más vacío.

Quería hablarme de su Cordobés. «Un fenómeno —decía una y otra vez—, un fenómeno, ya lo verás. Los va a enterrar a todos».

Hacía años que le oía la misma canción. Para mí, su Cordobés era uno más entre los chicos que, a su decir, tenían que «revolucionar el toreo». Yo tenía ya montada mi corrida del domingo: dos espadas y cuatro toros. Era lo más que podía permitirme. Pero Rafael Sánchez
El Pipo
seguía insistiendo. Por último, le dije:

—¿Me lo das por mil pesetas?

—De acuerdo —respondió.

—¿Y me garantizas el coste de los toros si pierdo dinero?

—De acuerdo —repitió.

—¿Y me venderás trescientas entradas?

Para sorpresa mía volvió a decir: «De acuerdo». Entonces, pensé: «Debe de creer de veras en ese chico». Y El Pipo tenía razón. Por una vez, no me había mentido. El muchacho que me trajo era un verdadero fenómeno.

Raras veces la organización de una corrida había causado tantas angustias a Jesús Jiménez Torres. Al mediodía del día de la corrida, ni el fenómeno de El Pipo ni sus representantes se habían presentado en Écija para participar en el sorteo de los toros. En aquellos momentos, el fenómeno estaba dando tumbos por los caminos que llevaban a Écija, entre una nube de polvo. El joven que había de ser un día el torero más rico de España, no viajaba en un Rolls-Royce, ni en un Hispano-Suiza, ni en el tradicional Chrysler con la caja de estoques atada a la baca, sino en el sillín de atrás de la motocicleta del propietario del garaje de Palma, el cual había accedido a las súplicas del dueño de su bar predilecto, Pedro Charneca, de que llevara al muchacho a Écija.

Se había retrasado a causa de un conejo que apareció al borde de la carretera. Al verlo, Manolo se había dejado arrastrar por sus instintos de vagabundo. Había pedido al propietario del garaje que se detuviera, y saltando de la motocicleta se había lanzado en persecución del conejo. Por fin lo alcanzó de una pedrada y volvió a la moto cargado con el animalito.

Media hora más tarde, blandiendo el conejo sobre la ruidosa moto, hizo su entrada en Écija el mozo que, según El Pipo, tenía que revolucionar el arte del toreo. Jiménez Torres se quedó mudo de asombro al ver al joven desgreñado, cubierto de polvo y con los pantalones rotos cuyo retrato había colgado en las puertas de la plaza con el extravagante anuncio de que era la última sensación del toreo. A Jiménez Torres le pareció más bien «un preso fugado que un torero». La segunda sorpresa la tuvo cuando vio comer al torero en el sencillo comedor del Hotel Central, que era el Palace de Écija. Olvidando la regla que obliga al matador de toros a comer con frugalidad el día de corrida, a fin de que el estómago esté vacío si recibe una cornada, Manolo comió tanto que cualquiera hubiera dicho «que no lo había hecho en tres días» y hasta que, en opinión de Jesús Jiménez Torres, tuvo el rastro «tan colorado como la capa de un obispo».

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