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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (63 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Partiendo de esto, relacionaba de una manera u otra a Manolo con todos los acontecimientos importantes de la historia y de la cultura españolas: la Reconquista, el descubrimiento del Nuevo Mundo, la expulsión de los invasores napoleónicos, los cuadros de Goya, la nobleza de Don Quijote. Su opúsculo terminaba haciendo notar el creciente amor de España por el vagabundo de sus carreteras, el cual renovaba continuamente su sacrificio de sangre en el altar mayor de la fiesta brava. Al infortunado Juan Horillo correspondía la tarea de repartirlo por los pueblos que unos años antes había recorrido con Manolo.

Para dar un contenido concreto a su leyenda, El Pipo decidió que Manolo hiciese públicos alardes de caridad, para demostrar que su gloria no le hacía olvidar a los suyos. Sin embargo, El Pipo tenía un concepto muy especial de la caridad. Una mañana, en Córdoba, fue a dar un paseo con un fotógrafo de un periódico local.

—Observe lo que está haciendo ese torero —le dijo, señalándole al diestro, debidamente apostado en el lugar previsto.

Manolo, levantando la voz, entregó trescientas pesetas a un limpiabotas para que pudiese «pasar tres días sin darle a los cepillos». Cuando el fotógrafo, después de tomar la foto, se hubo marchado, El Pipo buscó al limpiabotas para recuperar el dinero. Para gran disgusto suyo, el muchacho había tomado en serio las palabras del torero y había desaparecido con las trescientas pesetas. Ni siquiera Manolo se libraba de sus tretas. Un día, hizo que lo retrataran comiendo camarones —los primeros que probaba en su vida— en la marisquería de su hermano. Manolo había comido exactamente un camarón, el necesario para la foto, cuando El Pipo le quitó el plato de delante y volvió a ponerlo detrás del mostrador de su hermano.

Cuando visitaban juntos un pueblo, El Pipo buscaba a un pordiosero bien conocido para hacer una demostración de la caridad de su torero. En Andújar, hizo que el diestro regalase una silla de ruedas a un tullido, a fin de que éste pudiera asistir a la corrida. Y tanto le satisfizo el éxito de este alarde caritativo, que se llevó la silla después de la corrida para poder repetir el truco en todas partes. En Posadas, invitó a una docena de pobres a un banquete en honor del torero, en el restaurante de un amigo suyo. En cuanto se hubieron marchado los periodistas, El Pipo ordenó que los ricos manjares fuesen retirados de la mesa y sustituidos por el cubierto más sencillo que servía el restaurante.

Su ingenio culminó el año siguiente en Barcelona. Después de un regreso triunfal de la plaza de toros, El Pipo hizo que su torero se asomara al balcón. Entonces empezó El Cordobés a firmar billetes de cien pesetas, que arrojaba a la multitud reunida en la calle. Se organizó un tumulto y tuvo que intervenir la Policía. Al día siguiente, todos los periódicos de España narraban el suceso. Esto complugo enormemente a El Pipo, casi tanto como el hecho de que los hombres contratados al efecto habían logrado recobrar casi los dos tercios de los billetes arrojados por El Cordobés desde el balcón.

Pero no limitó El Pipo las virtudes de su torero al mundo material. Un día, entregó una cantidad a una mujer de Palma del Río para que pregonase que su hijo se había curado de una grave enfermedad con sólo tocar la mano del diestro. Otra vez, cuando se dirigían a una corrida de un pueblo, vio un grupo de lugareños que trabajaban en un campo. Ordenó al conductor que detuviera el taxi, mandó al torero que le siguiese y se dirigió al lugar donde estaban los campesinos. Con la locuacidad de un político consumado, pronunció un discurso encomiando a su torero y terminó con estas palabras:

—¿Veis a ese joven? Cuando sea rico y famoso os librará de vuestra esclavitud. Acercaos y tocad su mano. Os traerá suerte.

El Cordobés, asombrado por el último y tonto capricho de su apoderado, vio cómo los campesinos se acercaban tímidamente y le tocaban el brazo.

En el taxi, El Cordobés protestó irritado.

—No te preocupes —gruñó El Pipo—. Ya verás cómo esta tarde están todos en la plaza.

Y efectivamente, unas horas después, observando a los que hacían cola en la taquilla, El Pipo comprobó, muy satisfecho, que no se había equivocado.

Cuando empezaron a notarse los efectos de la extravagante propaganda de El Pipo, aumentaron las ofertas a su torero. Y Manolo y su apoderado tuvieron que viajar continuamente de pueblo en pueblo, de plaza en plaza, en autobús o en taxi, por caminos vecinales y horribles carreteras desconocidas de los turistas, para que Manolo ofreciera a sus paisanos el prodigioso espectáculo de su valor, mientras El Pipo contaba, complacido, el número creciente de personas que acudían a las plazas.

Manolo cobraba veinte mil pesetas por cada una de aquellas sus primeras actuaciones, pero apenas si veía nada de ellas. La mayor parte se la quedaba el apoderado para gastos y para sufragar su campaña publicitaria.

Con una parte de las primeras pesetas que logró sacarle a su apoderado, Manolo adquirió un extraño trofeo: era un jamón, un enorme jamón como jamás se hubiera visto en el tabuco de la calle de Belén. Y este jamón se convirtió en su compañero inseparable, en su orgullo, en una especie de tranquilizadora prueba de que el mundo en que ahora se movía no era un sueño.

«Entraba en los Hoteles con mi jamón a cuestas —recordaba más tarde—, lo colgaba en la ventana y, cada vez que tenía hambre, cortaba una loncha. Me sentía dichoso con sólo mirarlo. Era maravilloso pensar que era lo bastante rico para comprarme un jamón entero y cortar una loncha cuando me apetecía, de día o de noche. Hay personas a quienes les gusta viajar con un amigo. A mí me gustaba viajar con mi jamón. Era más que un amigo para mí; era algo que me quitaba el hambre, que podía comerlo despacito. Y, cuando lo había terminado y no quedaba más que el hueso, compraba otro y seguía siendo el mismo jamón».

Mas pronto había de reunírsele un nuevo compañero, un gorrión herido que recogió en la cuneta de la carretera. Lo convirtió en símbolo de su buena suerte, y, dondequiera que fuese, allá iba con él el gorrión, posado en su hombro. Desgraciadamente, el pájaro había de ser una efímera mascota, destinado a vivir lo que duró un par de jamones, antes de ser víctima del gato de un portero del Hotel.

Sin embargo, otra cosa ocuparía a no tardar en sus afectos el puesto del jamón y del gorrión inválido: un coche. Tropezó con él una tarde, en la ciudad de Andújar, al salir de la plaza portátil a hombros de sus admiradores. Les gritó para que se detuvieran. Saltó al suelo y, arrojando las orejas y el rabo que acababa de ganar, empezó a discutir con el propietario del vehículo. El coche era un pequeño Renault 4-4 de color verde, con ochenta mil kilómetros a cuestas. Su pintura se estaba desconchando y los muelles de los asientos perforaban la tapicería. Pero no importaba. Después de tantos años de miseria, aquel cochecito representaba para Manolo la perfecta encarnación de sus recientes éxitos.

Con el rostro sudoroso, Manolo se dirigió a su apoderado y, sin pronunciar palabra, le quitó de las manos un paquete envuelto en una hoja de periódico. Contenía las ganancias de ambos en la corrida de aquel día. Mientras el público observaba divertido al torero con su traje de luces manchado de sangre, Manolo empezó a contar furiosamente los billetes sobre la cubierta del coche.

—Ahí tiene —gritó, cuando el montón fue lo bastante alto—. Cincuenta mil pesetas. El coche es mío.

Como Manolo no tenia permiso de conducción, se vio obligado a realizar una segunda adquisición en la plaza de Andújar. Contrató como chófer al joven que acababa de venderle el automóvil. El destartalado cochecito se convirtió para Manolo en «el juguete más bonito del mundo». Era la prueba tangible de que, al fin, seguía la carrera que, tanto tiempo atrás, había envidiado a Currito de la Cruz en el Cine Jerez. «Ahora —pensaba— puedo ir a la casa grande de don Félix y entrar por la puerta principal».

Sin quitarse siquiera el traje de luces, subió a su nuevo coche y emprendió la ruta de Palma del Río. Aproximadamente a las dos de la madrugada, cruzó las dormidas calles de su pueblo natal hasta llegar al encalado edificio de verdes persianas que tan bien conocía. Como un chiquillo en una ceremonia bufa de iniciación, empezó a tocar furiosamente el claxon hasta que se iluminó una de las ventanas y vio asomar en ella un irritado rostro. Entonces soltó una risotada y se perdió en la noche. Por última vez en su vida, Manolo había interrumpido el sueño a su antiguo enemigo, el sargento Monleón.

Priego, Lucena, Andújar, Bélmez; pequeñas ciudades y pueblos grandes, encaramados en rocosas cornisas de la Sierra o arracimados en una brusca elevación del valle, cegadoramente blancos bajo el sol del estío, con otras tantas plazas de toros que daban testimonio del auge del nuevo fenómeno durante aquella agitada temporada.

«Fueron —recordaba El Pipo— tardes de triunfo y de tragedia. Hacía un calor insoportable. Siempre había dos o tres personas por cada asiento. Las plazas portátiles parecían tambalearse bajo el peso de los espectadores. A veces cedían las gradas. Chillaba la gente y se desmayaban las mujeres. Otras, los toros saltaban a los graderíos. Otras, huían de sus corrales. Y la Guardia Civil empezaba a disparar. Era el pánico, la locura».

Un pánico debido a los manejos de El Pipo. Mientras dependiera de él, su fenómeno no torearía en plazas medio vacías. Para llenarlas, para que el público se acumulara en su exterior, El Pipo ponía en práctica una serie de trucos. Uno de sus preferidos consistía en regalar al cura párroco un taco de billetes para que destinara el producto de su venta a obras de caridad. Después imprimía otro taco de entradas, para compensar las que había regalado, y también las vendía. Cuando podía, vendía dos o tres billetes por cada asiento, seguro de que se produciría un alboroto a la hora de empezar la corrida.

El Pipo, con el concurso de reporteros de prensa y Radio, cuyos favores compraba, lograba crear un ambiente de creciente excitación. A sus esfuerzos, añadía su propia campaña publicitaria. «Debido a la emoción que produce su arte, se ruega a las personas que sufren del corazón o de los nervios que no asistan a la corrida de El Cordobés», decía un periódico. «¿Cuándo va a volver a Córdoba el rey del valor?», preguntaba otro. «Aumenta la tensión», «La afición está que arde», «Hoy empieza la verdad sobre el toreo», «El día del año», «El acontecimiento del siglo». Con éstos y otros titulares El Pipo creaba y mantenía un clima de constante expectación, que pronto trataría de aumentar con trucos tales como anunciar a su torero mediante un rótulo luminoso, en Barcelona, o proclamar que la plaza de toros de Bilbao se había incendiado a causa de las chispas producidas por el público al aplaudir a El Cordobés.

Siempre que le era posible, en las primeras corridas se hacía nombrar presidente o asesor para facilitar la concesión de orejas y rabos a su torero. Pero ni siquiera estas artimañas de El Pipo podían asegurar al diestro la otorgación de los trofeos en todas las corridas. Para salvar los días en que la suerte no favorecía a Manolo, El Pipo enviaba a su banderillero Antonio Columpio a la carnicería a comprar un rabo y un par de orejas, que llegaron a convertirse en parte esencial de su equipaje. Cuando a El Cordobés no le eran adjudicadas las orejas de sus enemigos, El Pipo lo sacaba de la plaza y lo hacía retratar en el exterior agitando los trofeos adquiridos por Columpio. La táctica dio resultado hasta un día, en Bélmez, donde Manolo fue sorprendido agitando un rabo negro después de haber matado dos toros colorados.

Las artimañas de El Pipo alcanzaron su punto culminante, durante la temporada siguiente, en Granada. Gracias a una espléndida propina, persuadió a un cirujano para que alargase con el bisturí los bordes de una herida sufrida una tarde por el torero. En cuando la herida hubo alcanzado respetables aunque superficiales dimensiones, llamó a un fotógrafo para que sacara una foto de la horrible y artificial cornada. Cuando unos días más tarde El Cordobés volvió al ruedo, El Pipo hizo publicar la fotografía en toda España como prueba gráfica de la resistencia física y mental del diestro.

Sin embargo, ninguna de las funciones desempeñadas por El Pipo aquel verano tuvo para él tanta importancia como la de velar por su más preciado bien: la salud del torero. Manolo se hallaba ya en camino de realizar el destino que El Pipo le había vaticinado: llenar las cajas de los Bancos de Córdoba —y las de Rafael Sánchez— hasta rebosar. Sólo una cosa podía detener su progresión hacia esta meta: una cornada grave que le impidiese actuar durante meses o semanas. La cornada grave es un riesgo del oficio de torero, y en esto pensaba El Pipo cada vez que Manolo salía al ruedo. Sin embargo, podía reducir aquel riesgo, y así lo hizo.

El Pipo solía decir: «Cuando se es pobre y desconocido hay que contentarse con las migajas que dejan los demás. Pero cuando se empieza a ser alguien, hay que comer el pastel y dejar las migajas para los otros». Y, como los éxitos de su fenómeno se iban sucediendo y los empresarios empezaban a buscarle en su mesa del Café Marfil, El Pipo se dispuso a comer el pastel. Ya no se veía obligado a aceptar los toros que le imponían los empresarios. Ahora, muchas veces era él quien exigía los toros que más le convenían.

El Pipo tenía predilección por los bichos jóvenes, pero que aparentaran más hierbas por haber sido engordados artificialmente. Además, escogía los astados pobres de cabeza, cornigachos o brochos. Iba personalmente al campo a hacer su selección. Y, siempre que el presupuesto se lo permitía, acudía a las ganaderías cuyos productos garantizaban el lucimiento del torero, por su nobleza o suavidad en la embestida.

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