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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (59 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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El hombre que le había prometido esta comida estaba ya en la plaza. Tocado con un elegante sombrero beige y mordiendo un cigarro con los dientes, Rafael Sánchez
El Pipo
estudiaba las seis reses por las cuales había empeñado las joyas de sus familiares, los toros de cuya sangre y de cuya nobleza dependían ahora su fortuna y la de su desconocido fenómeno. Formaban un lote lamentable. Eran cinco toros dispares, de fea pelambre, flacos y sin brío, y una vaca de siete años y enorme cornamenta; en resumidas cuentas, pensó El Pipo, unas reses más adecuadas para el matadero que para la lidia.

El Pipo, disgustado, tiró su cigarro. El éxito de su aventura dependía ahora únicamente de una cosa: del valor y la destreza del tosco albañil al cual, contra los dictados de su buen criterio, había decidido proteger. Su pupilo, pensó, tendría que mostrar genio o locura para realizar con aquellas reses una lidia que respondiese a sus aspiraciones.

Sin embargo, no dejaba nada a la casualidad. Incapaz de comprar —dado el ruinoso estado de su economía— la presencia y la benevolencia de unos cuantos periodistas que celebrasen con brillante prosa el debut de su torero, El Pipo se había agarrado al mejor sucedáneo: se había otorgado él mismo, para aquella tarde, el título de corresponsal en Palma del Río de la agencia española de noticias Cifra. Llevaba en el bolsillo un artículo cuidadosamente preparado y que, pasara lo que pasara, transmitiría aquella noche por teléfono a las oficinas de la agencia en Córdoba, proclamando el nacimiento de un nuevo genio de la fiesta brava bajo los cielos de Andalucía.

La entrada de los tres toreros en la plaza fue acompañada de corteses aplausos. Pero a éstos seguiría un sonido menos benévolo. Eran las risas que partían, principalmente, del tendido de sombra. Estas risas eran reflejo del prejuicio con que muchos de los que habían acudido a la plaza portátil se disponían a juzgar la actuación del primer raterillo del pueblo.

Grave y solemne junto a Antonio Caro, que había sido elegido para presidir la corrida, El Pipo se sacó un pañuelo blanco del bolsillo. Su inversión de cien mil pesetas en aquel festejo que iba a iniciarse le otorgaba el derecho a actuar como asesor de Caro. Al ver la señal de El Pipo, el trompeta de la esmirriada banda —cuatro músicos— alquilada para aquella tarde, se levantó y dio el toque de clarín que anunciaba el comienzo de la corrida.

La primera res que salió al ruedo fue la enorme vaca de siete años. Se llamaba
Almendrita
. El Pipo se había asegurado prudentemente de que aquel monstruo no correspondería en suerte a su protegido. El otro novillero primerizo, temblándole las piernas y sintiendo sacudidas nerviosas en los brazos, salió al ruedo. A Juan Horillo, las astas de
Almendrita
le parecieron navajas más largas que las ramas de un almendro. Tenía la certeza de que él y Manolo le habían dado ya alguna lección práctica sobre las reglas de la lidia en algún pastizal iluminado por la luna. Mientras trataba de impulsar a sus piernas hacia el bicho, Horillo tenía una sola obsesión: aquel toro negro de doña Concepción de la Concha y Sierra que le corneó en la plaza de Jerez. Sintió con un escalofrío que nunca se armaría de valor para enfrentarse con la vaca que le esperaba, retadora, en el anillo. Y, sin embargo, sabía que tenía que torear y matar «aquella asquerosa bestia ante aquellos espectadores de mirada aviesa, como si tuviera que colgarme de las astas para que quedaran satisfechos».

Oyó que Manolo susurraba a su espalda: «Adelante, Juan. No temas; yo te vigilo». Más animado, trató de avanzar. Pero, a cada paso que daba, sentía doblársele las piernas cada vez más, como si fueran de goma. «El ruedo empezó a girar ante mis ojos como un tiovivo». Una gran parte del público, al ver que se cumplía lo que esperaba, empezó a abuchearle. Pero Horillo no podía moverse.

«Estaba paralizado —recordaba después—. Temblaba de los pies a la cabeza. Seguían los insultos, pero no podía dar un paso. Empezaron a arrojarme piedras y botellas y a gritar: “¡Fuera! ¡Fuera!” ¡Dios mío, cuánto odiaba yo aquello! Y
Almendrita
estaba allí, en los medios, mirándome con ojos asesinos. De pronto, se produjo la catástrofe. La vaca embistió. Y yo hice algo horrible, imperdonable. Arrojé al suelo la muleta y eché a correr. Lo hice como un loco, más de prisa de lo que nunca había corrido delante de la Guardia Civil. Cuando llegué a las tablas di un salto y caí en el callejón. Mientras estaba tendido en el suelo, la gente me escupió. Oía sus gritos, sus silbidos. Fue horrible. No sé cuánto tiempo estuve allí, escuchando; pero comprendí una cosa: para mí, todo había terminado. Jamás volvería a ceñirme el traje de luces».

Ciertamente, era el final de Juan Horillo como torero. El muchacho que tanto se había arriesgado con Manuel Benítez en los pastizales iluminados por la luna no pisaría más un ruedo. En cambio, para Manolo no era más que el principio. Salió al redondel, mientras El Pipo le miraba horrorizado. Desplegó el capote y, apartándose los mechones de la frente con un movimiento de la mano, avanzó al encuentro de
Almendrita
.

R
ELATO DE
A
NTONIO
C
OLUMPIO, PEÓN

Tras treinta años de recorrer las plazas de toros pensaba haberlo visto todo. Pues bien, estaba en un error. Aquel loco que se dirigía hacia la vaca me haría sentir emociones hasta entonces para mí desconocidas. Después de tantos gritos y silbidos, el público empezó a calmarse. Estaban aturdidos. Un par de minutos antes gritaban: «¡Vagos, payasos! ¡A la cárcel!» Ahora se hallaban boquiabiertos y con los ojos como naranjas. Naturalmente, no se oía aún ningún «¡Olé!». Más bien parecía que esperasen que el león devorase al domador. Porque, pueden ustedes creerme, aquella
Almendrita
era una vaca que se las traía. Para lidiarla, para sacar algo de ella, se requería una experiencia que Manuel Benítez no tenía en aquellos tiempos.

¡Dios mío! Cuando vi a aquel chico citándola con el capote a menos de cinco metros de distancia, mi sangre de. viejo peón se heló en mis venas. «¡No tan cerca, no tan cerca!», le grité, disponiéndome a salir para ayudarle. Él agitó la capa y gritó: «¡Eh, vaca!»
Almendrita
bajó la cabeza y embistió. No sé cómo, le dio un pase. Yo, desde el callejón, no apartaba la vista del muchacho. Después del primer pase, la citó de nuevo e inició otro capotazo. Pero esta vez falló. La vaca lo pilló con la pala del asta y lo volteó. Caería pesadamente, como un saco de patatas, pero logró levantarse antes de que la vaca se le viniera encima. Salté al ruedo, pero en cuanto se hubo levantado me ordenó con un ademán que me retirara. Y prosiguió su faena. Estaba loco. El cabello le caía por la cara. Gritaba, chillaba, juraba, corría. Pero hacía pasar a la vaca una y otra vez. Tal vez no sabía siquiera cómo lo hacía. Aquello era cualquier cosa menos toreo, pero tan emocionante que todos los ojos del público estaban fijos en él. Oí el primer «¡Olé!», que se repitió en oleadas a medida que el muchacho hacía más locuras. Al poco rato, se enroscaba la vaca al cuerpo como si fuera un pañolón. Me puse tan nervioso al verlo que me salté un diente al morder el borde de mi capote. Cuando terminó, estalló un gran aplauso en las gradas. Había que ver a aquel público antes hostil gritando de admiración y entusiasmo. Tanto halagó esto a Manolo, que resolvió proseguir la lidia. Y lo pagó.
Almendrita
le propinó otro varetazo en el estómago. Esta vez no se levantó tan de prisa. Yo corrí con mi capote y le hice el quite. Por el rabillo del ojo podía ver a El Pipo. Tan pronto le hacía señas a Manolo para que se levantase como se tapaba los ojos desesperado, como si viese naufragar un galeón lleno de oro. Por fin se levantó Manolo. Antes de que yo pudiera detenerle, corrió hacia
Almendrita
agitando el capote. Chillé: «¡Déjalo ya! ¡Basta!» Pero no quiso escucharme. Se había vuelto loco. Volvió a la vaca, y todos los asistentes prorrumpieron en un cerrado «¡Olé!».

Pero aquellos palmeños aún no habían visto nada. Manuel Benítez les tenía reservada una sorpresa, una gran sorpresa que no se había visto casi nunca en los ruedos, en ningún ruedo. Un toque de clarín anunció el cambio de tercio. Había llegado el momento de las banderillas. Manolo, arrastrando el capote, volvió a la barrera. Tomó los dos palos que yo le di y los mostró al público. Después los rompió por la mitad golpeándolos sobre el borde de la barrera, para volver a romper por la mitad el pedazo restante, hasta que los rehiletes quedaron reducidos al tamaño de un lapicero.

Con una amplia sonrisa empezó a deslizarse, como un gato, muy pegado a las tablas, hasta el terreno donde le esperaba
Almendrita
. A cinco o seis metros de sus cuernos, se detuvo. El público se estremeció al darse cuenta de lo que el torerillo estaba haciendo. Se volvió de espaldas a la barrera y se arrodilló. «Quiere matarse», me dije, y me metí en el burladero más próximo a él. La res estaba tan cerca que ni siquiera me atrevía a gritar para hacerle desistir de su empeño. Banderillear de rodillas, dando la espalda a la barrera y con unos rehiletes del tamaño de lapiceros, les aseguro que es lo más peligroso que pueda darse en toda la lidia. Se requiere una precisión asombrosa y también un valor ciego. El más ligero error, la más pequeña desviación en la embestida, y uno se encuentra con un pitón metido en un ojo o en la boca. O con un pulmón atravesado. No hay cirujano capaz de curar estas heridas, de contener la hemorragia en un pulmón. Son fatales.

No se oía una mosca en toda la plaza. Pensé que todo el mundo contenía la respiración, como si el menor ruido pudiese provocar una tragedia. Manolo levantó los brazos, con los menudos palitroques apuntalados en las palmas de sus manos. Abombó el pecho y gritó: «¡Eh, vaca!»
Almendrita
sacudió la cabeza. «¡Eh, vaca!», volvió a gritar. El bicho parecía dudar. Después, súbitamente, ¡la embestida! Por un segundo, pensé que le había pillado. E hice lo único que cabía hacer: sacar una punta de mi capote del burladero para llamar la atención de la res. Aquel quite instantáneo hizo que el bicho desviara lo justo su viaje. En el momento en que los pitones parecían dibujar la cara de Manolo, éste giró sobre sí mismo y clavó los palos en lo alto del morrillo.

Después de presenciar este hecho extraordinario, el público hubiese sido capaz de desmontar la plaza. Todos se habían puesto en pie, vociferando, chillando, aplaudiendo, pateando de júbilo. Manolo estaba radiante. Se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la mano. Me hizo un breve guiño dándome las gracias. Después juntó ambas manos y saludó a la multitud. El público estaba fuera de sí, enajenado. Incluso
Almendrita
había bajado la testuz y le miraba como estupefacta. En cuanto a mí, temblaba como una hoja.

Una valiente pero tosca faena de muleta, una estocada certera, y terminó la cosa. En diez minutos escasos, el ladrón de naranjas, el fantasma de los campos, el delincuente habitual de los archivos de la Guardia Civil, redimió todo el mal comportamiento de su adolescencia. Cuando, sudoroso y triunfal, salió del ruedo, incluso el sargento Monleón le felicitó tendiéndole la mano.

—Hombre —dijo Manolo, correspondiendo al apretón y dibujando una sonrisa taimada—, no siempre fue esa mano tan amable.

Después se volvió a mirar con orgullo los asombrados y entusiasmados rostros que le contemplaban desde los graderíos. Al brindar a sus convecinos este don precioso, el escalofrío de un peligro vivido por delegación, había cumplido la promesa formulada diez años atrás junto al seco cauce de un torrente: «Voy a ser torero».

La persona a quien había dirigido estas palabras no oyó la ovación y los «¡Olés!» que surgían de las mismas gargantas que se habían burlado de sus pretensiones. Anita Sánchez había pasado sola los momentos de la corrida, arrodillada en la penumbra de la ermita donde antaño se viera todas las semanas con el amado adolescente que hoy había venido a jugarse la vida en una plaza de toros de alquiler.

En el extremo opuesto de Palma, otra mujer había estado también rezando. Agitado el pecho por esta nueva angustia, Angelita Benítez había alternado sus oraciones con inquietos paseos por el pequeño recinto de su casa. De pronto, oyó ruido en la calle. Corrió a la ventana.

R
ELATO DE
A
NGELITA
B
ENÍTEZ

Se veía una gran nube de polvo en la calle y mucha gente que corría. Todos voceaban y gritaban. Reconocí a don Carlos, con su negra sotana, corriendo como todos los demás. «¡Dios mío, Dios mío! —pensé—. Algo le ha pasado a Manolo, y él viene a decírmelo». Entonces vi a Charneca, y después le vi a él. Mi hermanito Manolo iba en hombros de personas mayores a quienes ni siquiera conocía. Y todos aquellos chiquillos que corrían delante de él, anunciando a gritos su llegada.

No podía dar crédito a mis ojos. Era como un sueño. Mi hermano Manolo, aquel de quien decían que nunca sería nada, que era un ladrón, mi hermano Manolo, que tanto me había hecho llorar, era hoy llevado en hombros y con todo el pueblo corriendo detrás de él.

Reía, gritaba y agitaba las orejas y el rabo de la res. ¡Dios mío! Parecía feliz. Corrí a su encuentro. De pronto, al acercame a él, vi sangre sobre su estómago. Di un grito, pensando que estaba herido. Don Carlos me vio llorar y se acercó a mí. «No, no, Angelita —me dijo—, la sangre no es suya, es del toro».

Manolo saltó al suelo al llegar frente a mi casa y se me acercó. Traté de contener las lágrimas, pero no pude. Era demasiado para mí. Me abrazó y yo me eché a temblar. No sé cuánto rato me tuvo así, abrazada. Todo el mundo nos miraba. Ana Horillo, la madre de Juan, lloraba también. Y las otras mujeres. Entonces Manolo me dijo: «Vamos, Angelita, ayúdame a desvestirme. Tengo mucho calor».

Manolo agitó la mano, despidiéndose de la multitud. Todos le aclamaron. Después entramos en el cuarto donde se había vestido de luces. Sacó un viejo pañuelo con las puntas atadas. Lo abrió. Estaba lleno de dinero, monedas y billetes arrugados. Manolo empezó a contarlos. Después separó mil pesetas y me las dio.

—Toma —me dijo—, las primeras mil pesetas que te doy.

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