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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (12 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Careciendo de órdenes, desbordados por los sucesos que se precipitaban en el pueblo, los ocho números del destacamento de la Guardia Civil presenciaban impotentes los desórdenes en que se veía sumida la comunidad. En La Vega, don Félix convocó a sus fieles capataces a una reunión que se celebró a medianoche en su despacho. Les entregó unas cuantas armas más y les conminó a que defendieran su hacienda y su preciosa manada de mil reses bravas. Después desapareció en la noche.

De esta manera se encaminaba Palma del Río, como el resto de España, hacia la violencia y el caos. El calor brutal del verano caía sobre la tierra. Alrededor del pueblo, los secos y ardientes vientos africanos azotaban los trigales, ambarinos ahora y cargados de grano, salpicado su dorado mar por las manchas escarlata de las amapolas. Pronto otro viento se levantaría en África y caería sobre el pueblo agobiado por el sol estival, mientras hombres iracundos añadirían el rojo en su sangre a las salpicaduras de las amapolas en los trigales de Palma del Río.

El inevitable conflicto estaba a la vuelta de la esquina. Los militares españoles se disponían a desafiar al Gobierno republicano. Los sublevados buscarían la ayuda de la Alemania nacionalsocialista y de la Italia fascista, la vacilante República, la de Francia, Inglaterra y la URSS. Muy pronto, en las tierras castellanas barridas por el viento y en las agrestes sierras de Navarra y de Andalucía, encontrarían los aguerridos rivales europeos un campo donde poner a prueba sus armas y sus ideologías. Más de medio millón de españoles hallarían la muerte en el inminente conflicto, y otros dos millones conservarían para siempre sus horribles cicatrices.

Sin embargo, por un extraño juego de manos de la historia, su primer acto empezó como un cuento de aventuras, a muchos kilómetros del suelo español, en la tranquilidad de una tarde inglesa de domingo.

Desde la ventana de su biblioteca, Luis Bolín contemplaba la luz de la tarde filtrándose entre los árboles que daban sombra a su hijita de seis meses, que yacía en su cochecito en el jardín de su apartamento de Kensington. Fascinado, la veía jugar con las hojas del pequeño castaño que rozaban su menudo carruaje. Y tan absorto estaba Bolín en el feliz espectáculo que llegó a olvidar por un momento el repiqueteo que sonaba junto a su oído, el ruido de una llamada a larga distancia que había hecho a Biarritz.

Bolín correspondía a una llamada de su patrono, el marqués de Luca de Tena, enconado enemigo del Frente Popular y propietario del más importante periódico de España, el monárquico
ABC
de Madrid. Bolín había comprendido que la llamada de su patrono tenía que ser muy importante. El corresponsal en Londres de
ABC
sabía que Luca de Tena veraneaba en San Sebastián. El hecho de que hubiese cruzado la frontera franco-española para telefonear desde Biarritz significaba que Luca de Tena no quería que las autoridades españolas pudiesen interferir su conversación.

Bolín siguió mirando a su hijita y esperó. Mientras tanto, una idea cruzó por su mente, el recuerdo de un comentario que había oído aquella tarde en una conferencia sobre asuntos españoles celebrada en el Claridge's Hotel. «España —había declarado el conferenciante— está al borde de la guerra civil». Al oír estas palabras, el vecino inglés de Bolín había sonreído desdeñosamente. «Imposible —había dicho—. Las guerras civiles ya no existen».

De pronto, Bolín oyó en el auricular la seca y autoritaria voz de su patrono. Con breves y bruscas palabras, Luca de Tena confió a su corresponsal en Londres una misión que nada tenía que ver con sus tareas periodísticas.

Tenía que fletar un hidroavión —le dijo— y contratar un piloto capaz de volar desde Casablanca a las Canarias; el piloto y el mismo Bolín tenían que hallarse en el Hotel Carlton de Casablanca dentro de seis días, precisamente el próximo sábado 11 de julio de 1936. Allí esperaría la llegada de un mensajero que le daría el santo y seña: «Galicia saluda a Francia», e instrucciones para el uso del avión. Para sufragar los gastos de la expedición —siguió diciendo Luca de Tena—, Bolín encontraría un paquete en el Kleinwort’s Bank. Después, con la misma brusquedad con que había empezado a hablar, Luca de Tena colgó.

Perplejo e intrigado, Bolín siguió mirando a su hijita, que se movía alegremente en su coche. Durante largo rato, reflexionó sobre la extraña e imprevista misión que Luca de Tena le había confiado. Fuese por lo que fuese, pensó Bolín, aquel vuelo tenía que tener alguna relación con la crisis que agitaba a su país.

«Si existía algún riesgo político, pensó, las probabilidades de éxito del viaje serían mayores si podía encubrirlo con un inocente y eficaz disfraz».

El día siguiente, después de zamparse un rosbif en Simpson's, expuso su plan a un colega británico de tendencias conservadoras y que tenía una variedad infinita de útiles y extrañas relaciones.

—Necesito dos rubias, un piloto de confianza, un avión y un acompañante para volar conmigo a África Occidental dentro de cuarenta y ocho horas —dijo Bolín a su amigo inglés, y añadió que todos los pasajeros serían bien indemnizados por la molestia.

—¿Qué diablos te propones? —preguntó el inglés.

—Lo siento —respondió Bolín—, pero no puedo decírtelo. Ni yo mismo lo sé.

Dos horas más tarde, Bolín se hallaba sentado en un despacho de Sussex, con paneles de madera de roble, propiedad de un oficial de artillería retirado, amigo íntimo de su colega inglés y que éste le había recomendado por su «pericia en armas de fuego y sus aficiones deportivas». Se llamaba Hugh Pollard. Bolín expuso su plan a Pollard con la misma penuria de detalles con que lo había hecho antes a su colega.

—Deseo que me busque dos rubias y que vengan conmigo, como invitadas, a un lugar que determinaré del África Occidental —le dijo.

—Un poco misterioso, ¿no? —dijo Pollard.

—Sí —respondió Bolín.

El excomandante de artillería reflexionó unos momentos.

—¿Cuidará usted de nuestro seguro? —preguntó.

Bolín le respondió que lo haría. Y, sin más seguridades, Pollard aceptó su proposición. Después le presentó a su primera rubia, su hija, una hermosa muchacha de veinte años. Ésta propuso a su vez la segunda, una íntima amiga suya recién presentada en sociedad, llamada Diana, y que debía llegar aquella noche de Londres para pasar con ellos unas largas vacaciones en Sussex.

Bolín y Pollard bajaron al pueblo para esperar a Diana en el café de la estación del ferrocarril. Allí bebieron cerveza y charlaron mientras moría la tarde; hablaron de todo un poco, salvo de las circunstancias de aquel viaje cuyo último punto de destino ignoraban y cuyo objetivo no comprendían.

Cuando llegó Diana, Pollard la invitó a sentarse con ellos. Mientras ella tomaba el primer sorbo de cerveza, le propuso un cambio en el programa de vacaciones. En vez de un bucólico retozo en la campiña inglesa, le propuso visitar una ciudad emplazada en el borde de un continente cuya existencia era vagamente conocida por la muchacha de dieciocho años.

La joven se echó a reír alegremente y aceptó.

Constituido el grupo que serviría para disimular el verdadero objeto del viaje, Bolín salió en busca de un avión y de un piloto. Los encontró en el aeropuerto de Croydon, en las afueras de Londres: un bimotor De Havilland Dragon Rapide y un curtido y pelirrojo piloto llamado Cecil Bebb.

Como última diligencia, se dirigió al Kleinwort’s Bank a buscar el paquete que su patrono le había dicho que encontraría allí. Bolín se dio a conocer a un indiferente empleado del Banco. El empleado se encaminó a la cámara acorazada y volvió a los pocos minutos trayendo un abultado sobre. No hizo preguntas ni exigió prueba alguna de la identidad de Bolín. Sin decir palabra, le entregó el sobre. En su interior había dos mil libras en billetes pequeños.

Cuarenta y ocho horas más tarde, Bolín y su grupo emprendieron el vuelo en el aeropuerto de Croydon. El disfraz era muy convincente. Por su apariencia, no eran más que dos juerguistas maduros, de chaqueta ligera y pantalón blanco, que, con un par de alegres rubias, hacían una discreta escapada de fin de semana a la costa francesa.

Aterrizaron en Burdeos para repostar y almorzar. Luca de Tena les estaba esperando. Dio más instrucciones a Bolín.

En cuanto le dieran el santo y seña «Galicia saluda a Francia» en su Hotel de Casablanca —le dijo Luca de Tena—, Bolín iría en el avión a Las Palmas de Gran Canaria. Desde allí, se trasladaría en barco a Tenerife, la isla vecina, y visitaría a un tal doctor Gabarda, en el número 2 de la calle Viera y Clavijo. Éste daría a Bolín el mismo santo y seña: «Galicia saluda a Francia». El médico informaría de la llegada del avión al hombre que había de utilizarlo. Cuando este hombre se presentara en Las Palmas, Bolín y su piloto debían llevarlo a Casablanca.

Después de un animado almuerzo, el grupo reemprendió su vuelo. Sin embargo, su humor alegre y sonriente tenía que cambiar pronto, una vez cruzados los Pirineos. El Dragon Rapide se vio envuelto en espesas nubes y con el viento soplando de cara. Durante tres horas, Bebb siguió una incierta ruta a través de aquella masa tupida y gris. A su lado, el jefe de la expedición se pasó la tarde envuelto en su propia bruma, consecuencia de excesivas libaciones de vino de Burdeos. Este estado le había privado de su más valiosa cualidad profesional: su sentido de orientación.

Avanzada la tarde, se encontraron perdidos. Bebb dijo a Bolín que era incapaz de encontrar el aeropuerto portugués de Braganza, que era adonde se dirigían. Es más: no tenía la menor idea de dónde se hallaban y tendría que efectuar un aterrizaje forzoso. Se les estaba acabando el carburante.

Bolín empezó a pasar un improvisado rosario con los dedos. Todavía ignoraba la naturaleza de su misteriosa misión. Pero de una cosa estaba seguro; en la turbulenta y recelosa atmósfera política española, un periodista monárquico caído del cielo en un avión de alquiler sólo podía esperar que le metiesen en la cárcel y le retuviesen en ella mientras las autoridades republicanas investigaban su caso. La misión secreta de Bolín parecía condenada a un súbito y lamentable final en un prado de Cantabria o en una cárcel rural.

Jugándose el todo por el todo, Bebb hizo descender el Dragon Rapide a través de las nubes. Por fin, éstas se rompieron y Bebb describió un gran arco, buscando el prado más liso donde poder aterrizar. Pero, en el mismo momento, lanzó un grito de triunfo. Había distinguido en el horizonte los bordes de cemento de una pista.

Mientras rateaban los motores, consumiendo los últimos galones de carburante, Bebb dirigió el Dragon Rapide hacia aquella providencial pista de aterrizaje. Bolín, aliviado y extático, se retrepó en su asiento. Acababan de aterrizar en el aeródromo militar portugués de Espinho. Sin embargo, el éxtasis de Bolín fue de breve duración. Se habían librado de una cárcel española, pero no tardaron en conducirles a una prisión portuguesa. Un teniente portugués, muy irritado, les dijo que el avión quedaba confiscado y ellos detenidos, por haber violado un aeródromo militar. El desconsolado grupo fue llevado en un camión a la cercana ciudad de Porto. Al ponerse en camino, Bolín observó desalentado que un par de centinelas portugueses se habían apostado junto al confiscado Dragon Rapide. Por lo visto, el viaje secreto había terminado antes de que Bolín hubiese podido cumplir su misión y enterarse del objeto de ésta. Desesperado y furioso, escuchó el parloteo de sus acompañantes ingleses.

La desesperación del periodista habría sido inmensamente mayor de haber conocido la exacta naturaleza de la misión que con tan pocas explicaciones le había sido encomendada. Pues de la llegada del Dragon Rapide, custodiado ahora por dos indiferentes centinelas en un aeródromo portugués, dependía la iniciación del primer acto del conflicto en que había de verse envuelta la nación española.

Porque en la nación de cuyas cárceles acababa Bolín de librarse por los pelos se estaba levantando ya el telón para que comenzase el drama. Los asesinatos políticos eran el pan de cada día en las principales ciudades españolas. En Madrid se habían producido sesenta y uno en menos de un mes. Pocos días antes de que Bolín saliera de Londres, dos falangistas habían sido muertos en la terraza de un café madrileño por pistoleros que pasaron en un automóvil. Horas más tarde, los amigos de las víctimas tomaron venganza ametrallando a un par de obreros desconocidos frente a la Casa del Pueblo de la capital.

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