Read Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón Online
Authors: Orson Scott Card
Tags: #Ciencia Ficción
—No sé nadar —confesó el grumete.
—Yo sí —replicó Cristóforo. Pero primero arrancó la portezuela de la escotilla de proa, la arrastró hasta la borda y la arrojó. Luego, cogiendo al muchacho de la mano, saltó al agua cuando ya los piratas corrían hacia ellos.
El grumete en efecto no sabía nadar y Cristóforo necesitó un esfuerzo considerable para auparlo a la portezuela. Pero cuando el muchacho estuvo a salvo en lo alto del pecio flotante, se calmó.
Cristóforo trató de acomodar su propio peso en la diminuta balsa, pero eso hizo que se ladeara peligrosamente bajo el agua. El grumete se dejó llevar por el pánico. Así que Cristóforo volvió a zambullirse. Había al menos cinco leguas hasta la costa... seis, más probablemente. Cristóforo era buen nadador, pero no tanto. Necesitaba aferrarse a algo que ayudara a soportar su peso para poder descansar de vez en cuando, y si no podía ser esta portezuela, tendría que dejarla y encontrar otra cosa.
—¡Escucha, grumete! —gritó—. ¡La costa está por allí! —señaló.
¿Entendía el muchacho? Sus ojos estaban desorbitados, pero al menos miraba a Cristóforo mientras hablaba.
—Rema con las manos. ¡Hacia allí!
Pero el grumete permaneció allí, aterrado, y luego miró la nave en llamas.
Era demasiado agotador mantener el equilibrio en el agua mientras trataba de comunicarse con el muchacho. Le había salvado la vida, era el momento de dedicarse a salvar la suya propia.
Lo que finalmente encontró, mientras nadaba hacia la costa invisible, fue un remo flotando. No era una balsa y no lo sostenía por completo fuera del agua, pero montándose a horcajadas sobre él y manteniendo la pala bajo su pecho y su rostro pudo descansar un poco cuando sus brazos se agotaron. Pronto dejó atrás el humo de los incendios, y luego el fragor de los gritos, aunque no sabía si ya no oía aquel horrible ruido porque se había alejado nadando o porque todos se habían ahogado. No miró hacia atrás; no vio los cascos en llamas sumergirse bajo las aguas. Ya había olvidado las naves y su misión comercial. En lo único que pensaba entonces era en mover las manos y piernas, debatiéndose entre las olas del Atlántico hacia la lejana orilla.
A veces Cristóforo se convencía de que una corriente lo alejaba de la costa y se lo llevaría no importaba lo que hiciera. Se sentía dolorido, sus brazos y piernas estaban agotados y no podían moverse más, y sin embargo seguían haciéndolo, aunque débilmente ya, y por fin, por fin vio que estaba mucho más cerca de la orilla que antes. Eso le dio suficiente esperanza para continuar, aunque el dolor de sus articulaciones le hacía sentir que el mar lo estaba desmembrando.
Ya oía el choque de las olas contra la orilla, ya veía arbustos y pequeñas dunas. Y entonces una ola rompió a su alrededor y divisó la playa. Siguió nadando, trató de ponerse en pie. No lo consiguió. En cambio, se hundió en el agua, sólo que ahora ya había perdido el remo y por un momento se sumergió. Se le ocurrió que sería una estupidez ahogarse tan cerca de la orilla después de haber nadado tanto sólo porque sus piernas estaban demasiado cansadas para sostenerlo.
Cristóforo decidió no hacer la tontería de morirse en aquel momento, aunque la idea de rendirse y descansar tuvo un atractivo momentáneo. En cambio, empujó el fondo con los pies, y como el agua, después de todo, no era profunda, su cabeza se alzó sobre la superficie y logró volver a respirar. Medio nadando medio caminando, se obligó a llegar a la orilla y luego se arrastró hasta alcanzar arena seca. Tampoco entonces se detuvo: un último esfuerzo racional de su mente le dijo que debía rebasar la línea de la marea alta, indicada por las algas y los palos resecos a muchos metros por delante. Se arrastró, reptó, finalmente llegó a la línea y la rebasó; entonces se desplomó en la arena, inconsciente.
Fue la marea alta lo que le despertó, cuando varias de las olas más grandes empezaron a lanzar chorros de agua por encima de la línea de pleamar, haciéndole cosquillas en los pies y luego en los muslos. Se despertó sediento, y cuando trató de moverse descubrió que todos sus músculos le ardían de dolor. ¿Se había roto de algún modo brazos y piernas? No, advirtió rápidamente. Simplemente había extraído de ellos más trabajo del que habían sido diseñados para ofrecer, y lo pagaba con dolor.
Pero el dolor no iba a hacer que se quedara a morir en la playa. Se levantó a cuatro patas y se arrastró hasta llegar a los primeros arbustos. Entonces buscó algún signo de agua que pudiera beber. Tan cerca de la orilla era casi pedir demasiado, ¿pero cómo podría recuperar sus fuerzas sin nada que beber? El sol se ponía. Pronto estaría demasiado oscuro para poder ver, y aunque la noche lo refrescaría, bien podría helarlo y, débil como estaba, eso podría matarlo.
—Oh, Dios —susurró, los labios agrietados—. Agua.
Diko detuvo la grabación.
—Todos saben lo que sucede aquí, ¿verdad?
—Una mujer del pueblo de Lagos le encuentra —dijo Kemal—. Lo cuidan hasta que se recupera y luego se marcha a Lisboa.
—Hemos visto esto en el tempovisor un millar de veces —repuso Hassan—. O al menos miles de personas lo han visto una vez.
—Exactamente. Lo habéis visto en el tempovisor —respondió Diko. Se acercó a una de las antiguas máquinas, conservada sólo para reproducir viejas grabaciones. Hizo pasar el fragmento a toda velocidad; como si fuera una marioneta cómica, Colón miraba en una dirección y luego permanecía un rato tirado en el suelo, quizá rezando, hasta que se volvía a arrodillar, se persignaba y decía: «Del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.» Fue en esa postura como lo encontró la mujer de Lagos (María Luisa, hija de Simón el Gordo, para ser exactos). También como si fuera una marioneta en la reproducción veloz del tempovisor, corrió hacia el pueblo en busca de ayuda.
—¿Es esto lo que todos habéis visto? —preguntó Diko.
Lo era.
—Obviamente, no sucede nada. Así que ¿quién se habría molestado en volver a mirar esto con el TruSite II? Pero eso es lo que yo hice, y esto es lo que vi.
Regresó al aparato y continuó la reproducción. Todos vieron a Colón buscar agua, volviendo lentamente la cabeza, dolorido y agotado. Pero entonces, para su sorpresa, oyeron una voz muy baja.
—Cristóforo Colombo —dijo la voz.
Una figura, luego dos, titilaron en la oscuridad ante Colón. Entonces, mientras el marino miraba en esa dirección, todos observaron que no estaba buscando agua, sino contemplando la imagen que se formaba ante él en el aire.
—Cristóbal Colón. Coullon. Colombus —continuó la voz, pronunciando su nombre en un idioma tras otro. Era apenas audible. Y la imagen nunca llegaba a adquirir claridad.
—Tan tenue —murmuró Hassan—. El tempovisor nunca podría haberlo detectado. Como humo o vapor. Una leve vibración del aire.
—¿Qué estamos viendo? —demandó Kemal.
—Callaos y escuchad —dijo Tagiri, impaciente—. ¿Qué conclusión puede alcanzarse antes de ver los datos?
Guardaron silencio. Observaron y escucharon.
La visión se convirtió en dos hombres que brillaban con un leve nimbo a su alrededor. Y en el hombro del más pequeño de los dos había una paloma. No podía haber duda alguna en la mente de ningún hombre medieval, sobre todo uno que hubiera leído tanto como Cristóforo, de lo que representaba aquella visión: la Santísima Trinidad. Casi pronunció sus nombres en voz alta. Pero ellos hablaban, llamándolo por su nombre en idiomas que nunca había oído antes.
Entonces, finalmente:
—Colón, eres mi fiel servidor.
«Sí, lo soy con todo mi corazón.»
—Has vuelto tu corazón hacia Oriente, para liberar Constantinopla del turco.
«Mi oración, mi promesa fue oída.»
—He visto tu fe y tu valor, y por eso te he salvado la vida hoy. Tengo una gran obra para ti. Pero no es a Constantinopla donde debes llevar la cruz.
«¿A Jerusalén, entonces?»
—Ni es Jerusalén, ni ninguna otra nación tocada por las aguas del Mediterráneo. Te salvé la vida para que pudieras llevar la cruz a tierras situadas mucho más al este, tan al este que sólo pueden ser alcanzadas navegando el Atlántico hacia poniente.
Cristóforo apenas pudo comprender lo que le decían. Tampoco podía soportar mirarlos. ¿Qué hombre mortal tenía derecho a mirar directamente al rostro del Salvador resucitado, mucho menos al Todopoderoso o a la paloma del Espíritu Santo? No importaba que esto fuera sólo una visión; no podía continuar mirando. Bajó la cabeza hasta la arena para no verlos, pero siguió escuchando con toda su atención.
—Hay grandes reinos allí, ricos en oro y poderosos en ejércitos. Nunca han oído el nombre de mi Hijo Unigénito y mueren sin el bautismo. Es mi voluntad que les lleves la salvación y traigas las riquezas de esas tierras.
Cristóforo oyó estas palabras y el corazón le ardió. Dios le había visto, Dios había reparado en él, y se le encomendaba una misión mucho más grande que la simple liberación de una antigua capital cristiana. Tierras tan lejanas al este que debía navegar hacia poniente para alcanzarlas. Oro. Salvación.
—Tu nombre será grande. Los reyes te nombrarán virrey, y serás el gobernador del océano. Reinos caerán a tus pies, y millones de vidas que serán salvadas te llamarán bendito. Navega hacia poniente, Colombus, hijo mío, un viaje fácilmente al alcance de vuestros navios. Los vientos del sur os llevarán al oeste, y luego los vientos del norte os devolverán fácilmente a Europa. Que el nombre de Cristo sea oído en esas naciones, y salvarás tu alma junto con la de ellos. Haz el solemne juramento de que emprenderás ese viaje, y después de muchos obstáculos tendrás éxito. Pero no rompas este juramento, o los hombres de Sodoma lo tendrán mejor que tú en el día del juicio. Ninguna misión más grande se ha encomendado a mortal alguno que la que te doy. Sean cuales fueren los honores que recibas en la Tierra se multiplicarán por mil en el cielo. Pero si fracasas, las consecuencias para ti y toda la cristiandad serán terribles más allá de tu imaginación. Ahora haz el juramento, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
Colón se arrodilló.
—Del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo —murmuró.
—Te he enviado una mujer para que te cuide y te devuelva la salud. Cuando hayas recuperado fuerzas, debes comenzar tu misión en mi nombre. No le digas a nadie lo que he hablado contigo: no es mi voluntad que perezcas como los profetas de la antigüedad, y si dices que te he hablado los sacerdotes sin duda te quemarán como hereje. Debes persuadir a los demás para que te ayuden a realizar este gran viaje por su propio bien, y no porque yo lo haya ordenado. No me importa si lo hacen por oro o por amor hacia mí, mientras cumplan esta misión. Cúmplela tú. Tú. Ejecuta mi misión.
La imagen se fue desvaneciendo, y desapareció. Casi llorando de cansancio y gloriosa esperanza, Cristóforo (no, a partir de entonces era Colombus
[1]
, su nombre en latín, el idioma de la Iglesia) esperó en la arena. Y, como había prometido la visión, en cuestión de minutos llegó una mujer y, al verle, inmediatamente corrió en busca de ayuda.
Antes de que cayera la noche, los fuertes brazos de los pescadores lo llevaron al pueblo de Lagos, donde amables manos acercaron vino a sus labios y le quitaron las ropas cubiertas de sal y arena y le bañaron. «Así soy nuevamente bautizado .—pensó Colón—, nacido de nuevo a la misión de la Santísima Trinidad.»
No comentó nada de lo que había acaecido en la playa, pero su mente se agitaba ya con ideas sobre lo que tema que hacer. Los grandes reinos de Oriente... inmediatamente pensó en las historias de Marco Polo, las Indias, Cathay, Cipaneo. Sólo que para alcanzarlas no navegaría hacia el este, ni al sur a lo largo de la costa de África como hacían los portugueses. No, navegaría hacia poniente. ¿Pero cómo conseguiría un navio? No en Genova. No después de que el barco que le habían confiado se hubiera hundido. Además, los barcos genoveses no eran lo bastante rápidos, y eran torpes en las aguas abiertas del océano.
Dios lo había traído a las costas portuguesas, y los portugueses eran los grandes marinos, los atrevidos exploradores del mundo. ¿No sería virrey de reyes? Encontraría un medio de encontrar el apoyo del rey de Portugal. Y si no, otro rey, o algún otro hombre que no fuera rey. Tendría éxito, pues Dios estaba con él.
Diko detuvo la grabación.
—¿Queréis verla otra vez?
—Querremos verla muchas veces —dijo Tagiri—. Pero no en este momento.
—Ése no era Dios —comentó Kemal.
—Espero que no —dijo Hassan—. No me gustó ver la Trinidad cristiana. La encontré... decepcionante.
—Muestre esto en cualquier lugar del mundo árabe y los disturbios no cesarán hasta que todas las instalaciones de Vigilancia del Pasado a su alcance hayan sido destruidas —dijo Kemal.
—Como decía usted, Kemal —repuso Tagiri—, no era Dios. Porque esa visión no fue visible sólo para Colón. Todas las otras grandes visiones de la historia han sido completamente subjetivas. Hemos visto ésta, pero no con el tempovisor.
Sólo el TruSite II fue capaz de detectarla, y ya sabemos que el TruSite II puede hacer que la gente del pasado vea a aquellos que están observando.
—¿Uno de nosotros? ¿El mensaje fue enviado por Vigilancia? —preguntó Kemal, enfadado ya por la idea de que uno de ellos jugueteara con la historia.
—Uno de nosotros no —dijo Diko—. Nosotros vivimos en el mundo donde Colón navegó hacia poniente e hizo que Europa destruyera o dominara toda América. En las horas pasadas desde que vi esto, he advertido una cosa: esta visión creó nuestro tiempo. Ya sabemos que el viaje de Colón lo cambió todo. No sólo porque alcanzó las Indias Occidentales, sino porque cuando regresó estaba lleno de historias absolutamente creíbles de cosas que no había visto. De oro, de grandes reinos. Y ahora sabemos por qué. Navegó hacia el oeste siguiendo las órdenes de Dios, y Dios le había dicho que encontrara esas cosas. Así que tuvo que informar de su hallazgo, tuvo que creer que el oro y los grandes reinos iban a ser encontrados, aunque no tuviera ninguna prueba, porque Dios le había dicho que estaban allí.
—Si no es uno de nosotros, ¿entonces quién lo hizo? —preguntó Hassan.
Kemal se rió desagradablemente.
—Fue uno de nosotros, obviamente. O, más bien, uno de ustedes.
—¿Está diciendo que creamos esto como un truco? —dijo Tagiri.
—En absoluto. Pero miren a su alrededor. Ustedes son la gente de Vigilancia que está dispuesta a alcanzar el pasado y mejorar las cosas. Así que digamos que en otra versión de la historia, otro grupo dentro de una iteración previa de Vigilancia descubrió que podían cambiar el pasado, y lo hicieron. Digamos que decidieron que el acontecimiento más terrible de su historia fue la última cruzada, la liderada por el hijo de un tejedor genovés. ¿Por qué no? En esa historia, Colón dirigió su implacable ambición hacia el objetivo que tenía justo antes de esta visión. Llega a la orilla e interpreta su supervivencia como un favor de Dios. Persigue la cruzada para liberar Constantinopla con el mismo celo, la misma inflexibilidad que le hemos visto en su otra misión. Con el tiempo, dirige un ejército en una guerra sangrienta contra el turco. ¿Y si gana? ¿Y si destruye a los turcos seljuk, y luego sigue hacia todas las tierras musulmanas, causando matanzas y destrucción a la manera europea normal? La gran civilización musulmana podría resultar destruida, y con ella quién sabe qué grandes tesoros de conocimiento. ¿Y si la cruzada de Colón fuera vista como el peor acontecimiento en toda la historia... y la gente de Vigilancia del Pasado decidiera, como ustedes, que deben mejorar las cosas? El resultado es nuestra historia. La devastación de las Américas. Y el mundo dominado por Europa de igual forma.