Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón (15 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón
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»Qué hipócrita soy —pensó Cristóforo—. Fingir que mis motivos son puros. Puse el dinero conseguido en Khíos en la bolsa del obispo... pero lo utilicé para promover mi relación con Nicoló Spinola. E incluso así, no fue todo el dinero. Llevo encima buena parte de él; un caballero ha de tener las ropas adecuadas o la gente no lo llamará «signor». Y mucho más fue a manos de mi padre, para que comprara caballos y vistiera a mi madre como una dama. No puede decirse que sea la perfecta ofrenda de fe. ¿Quiero convertirme en rico e influyente para servir a Dios? ¿O sirvo a Dios con la esperanza de que eso me convierta en rico e influyente?»

Ésas eran las dudas que le asaltaban, entre sus sueños y planes. Sin embargo, pasaba la mayor parte del tiempo sonsacando información al capitán y el piloto o estudiando las cartas o contemplando las costas ante las que pasaban, haciendo sus propios mapas y cálculos, como si fuera el primero en ver aquellos lugares.

—Hay cartas de sobra de la costa andaluza —dijo el piloto.

—Lo sé —contestó Cristóforo—. Pero aprendo más cartografiándolas yo mismo de lo que aprendería estudiándolas. Y tengo las cartas para contrastarlas con mis propios mapas. La verdad era que todas las cartas estaban llenas de errores. O eso o algún poder sobrenatural había movido los cabos y golfos, las playas y los promontorios de la costa ibérica, pues de vez en cuando asomaba una cala que no aparecía en ninguna carta.

—¿Hicieron estas cartas los piratas? —le preguntó al capitán un día—. Parecen diseñadas para asegurar que un corsario pueda zarpar de la costa y plantarnos batalla sin advertencia.

El capitán se echó a reír.

—Son cartas moras, o eso he oído. Y los copistas no son siempre perfectos. De vez en cuando se les pasa un detalle. ¿Qué saben ellos, sentados ante sus mesas, lejos de ningún mar? Normalmente seguimos las cartas y aprendemos dónde están los fallos. Si recorriéramos estas costas todo el tiempo, como hacen los españoles, raramente necesitaríamos las cartas. Y ellos no están dispuestos a corregirlas, pues no tienen ningún deseo de ayudar a los barcos de otras naciones a navegar con seguridad por estos pagos. Cada nación guarda sus cartas. Así que continuad con vuestros mapas, signor Colombo. Algún día puede que tengan valor para Genova. Si este viaje es un éxito, habrá otros.

No había ningún motivo para pensar que no lo sería, hasta que dos días después, cuando habían atravesado el estrecho de Gibraltar, alguien dio un grito:

—¡Velas! ¡Corsarios!

Cristóforo corrió a cubierta, donde poco después las velas se hicieron visibles. Por su aspecto, los piratas no eran moros. Y no temían a los cinco barcos mercantes que navegaban juntos. ¿Por qué iban a hacerlo? Los piratas tenían cinco naves propias.

—No me gusta esto —dijo el capitán.

—Estamos igualados, ¿no? —preguntó Cristóforo.

—No precisamente —contestó el capitán—. Nos frena la carga, a ellos no. Conocen estas aguas, y nosotros no. Y están acostumbrados a la lucha. ¿Qué tenemos nosotros? Caballeros con espadas y marineros aterrorizados de batallar en mar abierto.

—Sin embargo, Dios luchará del lado de los justos.

El capitán le dirigió una amarga mirada.

—No creo que seamos más justos que otros a quienes han cortado la garganta ya. No, los dejaremos atrás si podemos, y si no, se lo haremos pagar tan caro que renunciarán a nosotros y nos dejarán en paz. ¿Sois bueno en la batalla?

—No mucho —dijo Cristóforo. No serviría de nada prometer más de lo que podría dar. El capitán merecía saber con quién podía contar y con quién no—. Llevo la espada para infundir respeto.

—Bien, esos piratas sólo respetarán la hoja si está tinta en sangre. ¿Tenéis buen brazo para lanzar?

—He lanzado piedras, de niño —dijo Cristóforo.

—Con eso me basta. Si las cosas se ponen mal, ésa será nuestra última esperanza: tenemos vasijas llenas de aceite. Les prenderemos fuego y las lanzaremos a los barcos piratas. No podrán combatirnos si sus cubiertas están ardiendo.

—Para eso tendrán que estar terriblemente cerca, ¿no?

—Como dije, sólo usaremos esas vasijas si las cosas se ponen feas.

—¿Qué impedirá que las llamas se esparzan a nuestros propios barcos, si los suyos salen ardiendo?

El capitán le miró fríamente.

—Como dije, queremos que nuestra flota sea una conquista sin valor para ellos. —Miró de nuevo las velas corsarias, que estaban muy lejos, mar adentro—. Quieren aislarnos contra la costa. Si podemos llegar al cabo de San Vicente donde podamos virar al norte, los perderemos. Hasta entonces intentarán interceptarnos cuando tratemos de romper su bloqueo, o hacernos embarrancar en la costa.

—Entonces tratemos ya de romper el bloqueo —dijo Cristóforo—. Mantengámonos lo más lejos posible de la costa.

El capitán suspiró.

—Es lo más sabio, amigo mío, pero los marineros no lo permitirán. No les gusta perder de vista la tierra si hay pelea.

—¿Por qué no?

—Porque no saben nadar. Su mejor esperanza es agarrarse a algún pecio, si las cosas nos salen mal.

—Pero si no perdemos de vista la costa, ¿cómo podremos salir con bien?

—No es buen momento para esperar que los marinos sean racionales —dijo el capitán—. Y una cosa es segura: no se puede llevar a los marineros a donde no quieren ir.

—No se amotinarán.

—Si pensaran que iban a ahogarse por mi causa, llevarían este barco a tierra y dejarían el cargamento para los piratas. Mejor que ahogarse, o ser vendidos como esclavos.

Cristóforo no había advertido esto. No había sucedido en ninguno de sus viajes anteriores, y los marineros no hablaban de ello cuando estaban en Genova. No, entonces eran todo valor, estaban llenos de lucha. Y la idea de que el capitán no los llevara a donde quisiera... Cristóforo reflexionó sobre aquello mientras los corsarios los perseguían, apretándolos cada vez más contra la costa.

—Franceses —dijo el piloto.

En cuanto oyó la palabra, un marinero cercano dijo:

—Coullon.

Cristóforo se sorprendió por el nombre. En Genova había oído suficiente francés, a pesar de la hostilidad de los genoveses hacia una nación que más de una vez había saqueado a sus muelles y tratado de incendiar la ciudad, para saber que
coullon
era la versión gala del apellido de su propia familia: Colombo, o en latín, Columbus.

Pero el marinero que lo dijo no era francés, y no parecía tener idea de que el nombre significara algo para Cristóforo.

—Podría ser Coullon —dijo el piloto—. Por lo osado que es, bien podría ser el mismo diablo... aunque ya dicen que Coullon lo es.

—¡Y todo el mundo sabe que el diablo es francés! —comentó un marinero.

Todos los que pudieron oírle se echaron a reír, pero había poca alegría real en aquello. Y el capitán le enseñó a Cristóforo dónde estaban las vasijas de fuego, una vez que el grumete del barco las llenó.

—Aseguraos de que conserváis el fuego en vuestras manos —le dijo—. Ésa será vuestra espada, signor Colombo, y os respetarán.

¿Estaba jugando con ellos el pirata Coullon? ¿Por eso los dejó permanecer tan lejos de su alcance hasta que el cabo de San Vicente estuvo tentadoramente a la vista? Sin duda entonces Coullon no tendría problemas para cerrar la trampa, cortándoles el paso antes de que pudieran virar hacia el norte, tras rodear el cabo, y salir al Atlántico abierto.

Ya no había esperanza de coordinar la defensa de la flota. Cada capitán tenía que encontrar su propio camino a la victoria. El del barco de Cristóforo advirtió de inmediato que si continuaban con su rumbo actual embarrancarían o lo abordarían casi enseguida.

—¡Virad! —gritó—. ¡A sotavento!

Era una estrategia atrevida, pero los marineros la comprendieron, y los otros barcos, al ver lo que hacía el viejo ballenero de Cristóforo, lo imitaron. Tendrían que pasar entre los corsarios, pero si lo hacían bien acabarían con el mar abierto por delante, los piratas detrás y el viento de su parte. Pero Coullon no era ningún idiota, e hizo virar sus naves a tiempo de lanzar garfios de abordaje a los mercantes genoveses cuando pasaron por su vera.

Mientras los piratas tensaban las cuerdas mano sobre mano, forzando a los barcos a acercarse, Cristóforo advirtió qu
e
el capitán tenía razón: su tripulación tendría poca esperanza en una lucha. Sí, plantarían batalla lo mejor posible, sabiendo que sus vidas estaban en juego. Pero había desesperación en todos los ojos y se encogían visiblemente ante el derramamiento de sangre que se acercaba. Oyó a un rudo marinero decirle al grumete:

—Reza para que mueras.

No era algo alentador, ni tampoco lo era la obvia ansiedad por parte de los piratas.

Cristóforo extendió la mano, cogió la mecha, prendió dos de las vasijas, y luego, sujetándolas con fuerza aunque chamuscaron su jubón, se encaramó al castillo de proa, desde donde podía alcanzar con facilidad el barco corsario más cercano.

—¡Capitán! —exclamó—. ¿Ahora? El capitán no le oyó: había demasiados gritos en la popa. No importaba. Cristóforo sabía que la situación era desesperada, y cuanto más se acercaran los corsarios, más probable era que las llamas envolvieran ambos barcos.
Lanzó
la vasija. Su brazo era fuerte, su puntería buena, o al menos aceptable. La vasija se hizo añicos en la cubierta corsaria, desparramando llamas como una tina de brillante tinte naranja sobre la madera. En unos instantes trepó hasta las velas. Por primera vez, los piratas dejaron de reír y aullar. Entonces tiraron con más fuerza de los cabos de atraque, y Cristóforo advirtió que con su nave ardiendo su única esperanza era apoderarse del bajel mercante.

Al volverse, vio que otro corsario, igualmente abarloado con un barco genovés, estaba tan cerca que también podía recibir un poco de la misma medicina. Su puntería no fue tan buena: la vasija cayó al mar, inofensiva. Pero el grumete del barco encendía ya las vasijas y se las iba tendiendo, y Cristóforo consiguió colocar dos en la cubierta del barco insignia corsario y otro par en la cubierta del barco pirata que se disponía a abordar el suyo.

—Signor Spinola —dijo—, perdonadme por perder vuestro cargamento.

Pero sabía que el signor Spinola no oiría sus oraciones. Y lo que entonces estaba en juego no era su carrera, sino su vida. «Querido Dios —dijo en silencio—, ¿voy a ser vuestro servidor o no? Os ofrezco mi vida, si la salváis ahora. Liberaré Constantinopla.»

—El Hagia Sofía oirá una vez más la música de la santa misa —murmuró—. Sólo salvadme, mi Señor.

—¿Éste es el momento de su decisión? —preguntó Kemal.

—No, claro que no —respondió Diko—. Sólo quería que viera lo que estuve haciendo. Esta escena se ha mostrado un millar de veces, por supuesto. Colón contra Colón, la llamaron, ya que el pirata y él tenían el mismo apellido. Pero todas las grabaciones eran de los días del tempovisor, ¿no? Así que veíamos que sus labios se movían, pero en el caos de la batalla no había ninguna esperanza de entender lo que decía. Hablaba en voz demasiado baja, sus labios apenas se despegaban. Y esto no molestó a nadie, porque, después de todo, ¿qué importa cómo rece un hombre en mitad de la batalla?

—Pero esto importa, supongo —dijo Hassan—. ¿El Hagia Sofía?

—El altar más sagrado de Constantinopla. Quizás el templo cristiano más hermoso del mundo, en aquellos días anteriores a la construcción de la Capilla Sixtina. Y cuando Colón reza a Dios para que le salve la vida, ¿qué jura? Una cruzada al este. Descubrí esto hace varios días, y me ha mantenido despierta noche tras noche. Todo el mundo ha buscado el origen de su viaje hacia el oeste más atrás, en Khíos, tal vez, o en Genova. Pero ya ha partido definitivamente de Genova. Nunca regresará. Y sólo le falta una semana para iniciar su estancia en Lisboa, donde está claro que ya había vuelto sus ojos hacia poniente de forma irrevocable. Y sin embargo
a
quí, en este momento, jura liberar Constantinopla.

—Increíble —dijo Kemal.

—Así que ya ve, supe que fuera lo que fuese lo que le hizo obsesionarse con el viaje hacia el oeste, con las Indias, debió haber sucedido entre este momento a bordo de este barco cuyas velas están ya ardiendo y su llegada a Lisboa una semana después.

—Excelente —dijo Hassan—. Buen trabajo, Diko. Esto lo acota todo considerablemente.

—Padre, lo descubrí hace días. Os dije que había encontrado el momento de la decisión, no la semana.

—Entonces muéstranoslo —dijo Tagiri.

—Tengo miedo de hacerlo.

—¿Porqué?

—Porque es imposible. Porque... porque por lo que puedo decir, Dios le habla.

—Muéstranoslo —dijo Kemal—. Siempre he querido oír la voz de Dios. Todos se rieron. Excepto Diko.

—Está a punto de hacerlo—dijo. Dejaron de reír.

Los piratas los abordaron, y con ellos vino el fuego a saltar de vela en vela. Todos comprendieron que aunque lograran de algún modo rechazar a los piratas, ambos barcos estaban condenados. Los marineros que no estaban ya enzarzados en una lucha cuerpo a cuerpo empezaron a arrojar al agua barriles y portezuelas de escotilla, y varios consiguieron lanzarse al mar por el lado contrarío del navio pirata. Cristóforo vio al capitán que se negaba a abandonar la nave: luchaba como un valiente, su espada bailaba. Y entonces la espada dejó de estar allí, a través del humo que barría la cubierta Cristóforo ya no lo distinguió.

Los marinos saltaban al agua, en busca de los trozos de madera que flotaban. Cristóforo vio a un marinero que empujaba a otro de una portezuela; vio a otro sumergirse al no haber encontrado nada a lo que agarrarse. El único motivo por el que los piratas no habían alcanzado ya a Cristóforo era que estaban ocupados tratando de soltar los mástiles ardientes del barco genovés antes de que el fuego se extendiera por la cubierta. Parecía que iban a conseguirlo, y a quedarse con el cargamento a expensas de los genoveses. Era intolerable. Los genoveses caerían de todas formas, pero Cristóforo tenía en sus manos asegurarse de que los piratas también fracasaran.

Tras coger otras dos vasijas ardiendo, lanzó una a la cubierta de su propia nave, y la segunda aún más lejos, de forma que la popa pronto quedó cubierta por las llamas. Los piratas gritaron de furia (los que no lo hacían de dolor o terror) y sus ojos no tardaron en encontrar a Cristóforo y al grumete en el castillo de proa.

—Creo que es hora de que saltemos al agua —dijo Cristóforo.

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