—Ahora todo se explica —exclamó gozoso Poirot—. Y después subió usted a la habitación de su señora, que se halla ¿en qué parte del pasillo del primer piso?
—En un extremo. Por ahí; monsieur.
—Es decir, encima del estudio. Bien, mademoiselle, no le entretengo más. Y la
prochaine fois
no grite.
La acompañó hasta la puerta y luego volvió a mi lado con la sonrisa en los labios.
—¡Qué caso más interesante! ¿No le parece, Hastings? Comienzo a tener varias ideas. ¿Y usted?
—¿Qué hacía Leonard Weardale en la escalera? No me gusta ese muchacho, Poirot, Es un inútil.
—Estoy de acuerdo,
mon ami
.
—En cambio Fitzroy parece hombre honrado.
—Es lo que opina lord Alloway.
—Pero tiene un aspecto...
—...demasiado bueno, ¿verdad? Opino lo mismo. Tampoco creo que sea buena persona nuestra bella amiga mistress Conrad.
—Cuya habitación se halla encima del estudio, no lo olvidemos —insinué dirigiendo a mi amigo una mirada penetrante.
Pero Poirot movió la cabeza y en sus labios se dibujó una leve sonrisa.
—No,
mon ami
. No es posible creer, en serio, que esa inmaculada señora haya bajado a ella por la chimenea o descolgándose por un balcón.
Aquí se abrió la puerta y apareció lady Julieta.
—Monsieur Poirot —dijo visiblemente agitada—. ¿Puedo decirle a solas dos palabras?
—Milady, el capitán Hastings es como mi otro yo. Hable con la misma libertad que si no le tuviera delante. Ante todo, tome asiento.
Milady obedeció sin separar la vista de mi amigo.
—Bien. Lo que tengo que decir es fácil. A usted se le ha encargado por lo visto la solución de este caso. ¿Qué le parece? ¿Se concluiría si le devolviera yo esos planos? ¿Se abstendría después de dirigirme una sola pregunta?
Poirot la miró fijamente.
—No sé si la comprendo bien, madame —respondió—. ¿Quiere decir que se me pondrán los planos en mis manos siempre que al devolvérselos a lord Alloway se abstenga de averiguar su procedencia?
Lady Julieta afirmó con un ademán.
—Eso es —dijo—. Lo que ante todo deseo es que no se dé publicidad al hecho.
—La publicidad no le conviene a lord Alloway —replicó con aire sombrío Poirot.
—Entonces, ¿acepta usted? —dijo con visible ansiedad lady Julieta.
—¡Un momento, milady! Mi aceptación dependerá de lo que tarde en poner esos planos en mis manos.
—Los tendrá inmediatamente.
Poirot miró el reloj.
—¿A qué hora exactamente? —preguntó.
—Digamos... dentro de diez minutos —murmuró la dama.
—Acepto, milady.
Lady Julieta salió precipitadamente. Yo lancé un silbido.
—¿Podría hacer un resumen de la situación, Hastings?
—
Bridge
—contesté brevemente.
—¡Ah, veo que recuerda lo que dijo el almirante! ¡Qué memoria! ¡Le felicito, Hastings!
No dijimos más porque entró lord Alloway mirando a Poirot con aire de interrogación.
—Temo que las respuestas recibidas constituyan una decepción —dijo—. ¿Tiene alguna idea?
—Ninguna, milord. Esas respuestas son, por el contrario tan esclarecedoras que no necesito perder aquí más tiempo y con su permiso voy a volver en seguida a Londres.
Lord Alloway se quedó asombrado.
—Pero..., pero... ¿qué es lo que ha descubierto? ¿Sabe quién ha cogido los planos?
—Sí, milord, lo sé. Dígame, suponiendo que le devolvieran esos planos anónimamente, ¿dejaría en el acto de hacer averiguaciones?
Lord Alloway le miró sin comprender.
—¿Querrá decir si me avengo a pagar una cantidad determinada?
—No, milord. Los planos serán devueltos inmediatamente sin condiciones.
—Recobrarlos es, en sí misma, una gran cosa —repuso lentamente el lord. Pero seguía perplejo.
—Entonces recomiendo a usted, muy en serio, que adopte esa regla de conducta. Únicamente usted, su secretario y el almirante conocen esa pérdida. Únicamente ustedes sabrán que se han restituido los planos. Y puede contar conmigo, que estoy dispuesto a ayudarle en todo... y a cargar con el peso del misterio. Usted me pidió que le devolviera esos papeles... y lo hago. No necesita saber más. —Levantándose, tendió su mano a lord Alloway—. Milord, celebro haberle conocido. Tengo fe en usted... y en su amor por Inglaterra. Estoy seguro que presidirá su destino con mano firme.
—Juro a usted, monsieur Poirot, que haré cuanto pueda por ella. Ignoro si es defecto o virtud, pero la verdad es que creo en mí mismo.
—Todos los grandes hombres poseen esa fe —dijo Poirot—. Yo también la tengo —agregó con voz majestuosa.
* * *
Poco después se detenía el coche delante de la puerta y lord Alloway se despidió de nosotros con renovada cordialidad.
—Es un gran hombre, Hastings —dijo Poirot cuando arrancamos—. Posee inteligencia, recursos, voluntad. Es el hombre fuerte que Inglaterra necesita para atravesar estos tiempos difíciles de reconstrucción.
—Convengo en ello, Poirot, pero hábleme de lady Julieta. ¿De verdad piensa devolver los documentos a Alloway? ¿Qué pensará cuando sepa que se le ha marchado usted sin decir una sola palabra?
—Hastings, voy a dirigirle una pregunta. ¿Por qué no me entregó los planos cuando me habló?
—Porque no los tenía.
—Perfectamente. ¿Cuánto supone usted que la hubiera llevado ir a buscarlos a su habitación o a cualquier lugar de la casa donde los tuviera ocultos? No me contesta. Lo haré yo. ¡Probablemente dos minutos y medio! Sin embargo dijo diez minutos. ¿Por qué? Está claro. Porque tenía que recibirlos de manos de otra persona y que razonar o discutir con ella para que dicha persona se los entregase. Ahora bien: ¿quién era esa persona? Mistress Conrad, no; con seguridad un miembro de su familia, su marido o su hijo. ¿Cuál de los dos supone usted que sería? Leonard Weardale dijo que se fue directamente a la cama después de cenar, aunque sabemos que no es cierto. Vamos a suponer que su madre entró en su habitación y que la halló vacía; vamos a suponer que bajó presa de temor inconfesable, porque conoce bien a su hijo, que no es una monada precisamente. No le halló y más tarde él dijo que no había salido de su habitación. De manera que ella dedujo que era un ladrón y por ello solicitó la entrevista conmigo.
»Pero,
mon ami
, nosotros sabemos algo que ignora lady Julieta. Sabemos que su hijo no estuvo en el estudio porque se hallaba en la escalera haciendo el amor a la linda francesa. De modo que, aunque él no lo sabe, Leonard Weardale tiene su coartada.
—¿Quién robó entonces los documentos? Porque hemos estado eliminando a todo el mundo: a lady Julieta, a su hijo, a mistress Conrad, a la doncella francesa.
—Precisamente. Pero sírvase, se lo ruego, de las células grises,
mon ami
. La solución salta a la vista.
Yo lo negué con un movimiento de cabeza.
—¡Sí! Persevere usted. Vea. Fitzroy sale del estudio y deja los planos sobre la mesa. Poco después entra lord Alloway en la habitación y ve, al acercarse a la mesa, que los planos han desaparecido. Sólo son dos cosas posibles: que Fitzroy no dejó los planos encima de la mesa, sino que se los guardó en el bolsillo, lo que pudo hacer mucho antes y no precisamente en aquella ocasión, o continuaban sobre ella cuando entró el lord, en cuyo caso... fue él quien se los metió en el bolsillo.
—¡Lord Alloway el ladrón! —exclamé asustado—. Pero, ¿por qué? ¿Por qué?
—Usted me habló de un escándalo relacionado con su vida pasada, ¿recuerda? Más adelante se reconoció públicamente su inocencia, pero ¿sería cierto el hecho que se le achacaba? Porque todos sabemos que no puede haber escándalo en la vida pública de una persona destacada en Inglaterra. Y si lo hay y alguien lo saca a relucir, ¡adiós carrera política! Yo supongo que lord Alloway ha sido víctima de un chantaje y que el precio exigido a cambio del silencio del chantajista fueron los planes del submarino.
—Sí, así es, ¡ese hombre es un redomado traidor! —exclamé.
—Oh, no. No lo es. Por el contrario, es hábil y hombre de recursos. Sabemos que es un buen ingeniero, por lo que creo que debió sacar una copia de ellos que alteró levemente para que fueran impracticables. Hecho esto, entregó al agente del enemigo, es decir, a mistress Conrad, los falsos planos y para que no se concibieran sospechas acerca de su autenticidad simuló que se los habían robado. Entretanto, declaró que había visto salir a un hombre del estudio, para que las sospechas no recayeran sobre ningún habitante de la casa. Pero aquí tropezó con la obstinación del almirante y por ello defendió con ahínco a su secretario.
—Pero usted se limita a adivinar, Poirot. Es usted muy sagaz.
—Hago uso de psicología,
mon ami
. Un hombre que hubiera entregado los verdaderos planos no se hubiera mostrado tan escrupuloso. Dígame: ¿por qué no quiso que se dieran explicaciones a mistress Conrad? Porque le había entregado ya, por la tarde, los falsos planos y no quería que se enterase del robo perpetrado más tarde.
—Comienzo a creer que en absoluto tiene toda la razón —manifesté.
—Pues ¡claro que la tengo! Hablé a Alloway como lo hubiera hecho un gran hombre a otro de su talla y me comprendió perfectamente. Ya lo verá.
Pasó el tiempo. Un día nombraron a lord Alloway Primer Ministro. Poco después recibió Poirot un cheque al que acompañaba una fotografía firmada con esta dedicatoria: «A mi discreto amigo Hércules Poirot. Alloway.»
Hoy el nuevo tipo Z de submarino causa sensación en los centros navales, y está llamado a originar una transformación de la guerra moderna. Sé que determinada potencia extranjera trató de construir uno parecido, pero que fracasó rotundamente, mas sigo creyendo que Poirot tan sólo se limitó a adivinar lo ocurrido.
En la época en que compartía mi habitación con Hércules Poirot contraje el hábito de leerle, en voz alta, los epígrafes del
Daily Blare
, diario de la mañana.
Este periódico sabía sacar siempre un gran partido de los sucesos del día para crear sensación. A sus páginas asomaban a la luz pública, robos y asesinatos. Y los grandes caracteres de sus títulos herían la vista ya desde la primera página.
He aquí varios ejemplos:
«Empleado de una casa de Banca que huye con unas acciones negociables cuyo valor es de cincuenta mil libras.» «Marido que mete la cabeza en un horno de gas para escapar a la mísera vida de familia.» «Mecanógrafa desaparecida. Era una hermosa muchacha de veinte años.» «¿Dónde se halla Edna Field?»
—Vea, Poirot. Aquí tiene dónde escoger. ¿Qué prefiere: un huidizo empleado de Banca, un suicidio misterioso o una muchacha desaparecida?
Pero mi amigo, que estaba de buen humor, movió la cabeza.
—No me atrae ninguno de esos casos,
mon ami
—dijo—. Hoy me inclino a una existencia sosegada. Sólo la solución de un problema interesante me movería a levantarme de este sillón. Tengo que atender a asuntos particulares más importantes.
—¿Cómo, por ejemplo...?
—Mi guardarropa, Hastings. Me ha caído una mancha, una sola, Hastings, en el traje nuevo y me preocupa. Luego tengo que dejar en poder de Keatings el abrigo de invierno. Y me parece que voy a recortarme el bigote antes de aplicarle la
pomade
.
—Bueno, ahí tiene un cliente —dije después de asomarme a mirar por la ventana—. Se me figura que no va a poder poner en obra tan fantástico programa. Ya suena el timbre.
—Pues si no se trata de un caso excepcional —repuso Poirot con visible dignidad— que no piense ni por asomo que voy a encargarme de él.
Poco después irrumpió en nuestro santasanctórum una señora robusta, de rostro colorado, que jadeaba a causa de su rápida ascensión de la escalera.
—¿Es usted Hércules Poirot? —preguntó dejándose caer en una silla.
—Sí, madame. Soy Hércules Poirot.
—¡Hum! Qué poco se parece usted al retrato que me habían hecho... —repuso la recién llegada mirándole con cierto desdén—. ¿Ha pagado el artículo encomiástico en que se habla de su talento, o lo escribió el periodista por su cuenta y riesgo?
—¡Madame! —dijo incorporándose a medias mi amigo.
—Usted perdone, pero ya sabe lo que son los periódicos de hoy día. Comienza usted a leer un bello artículo titulado: «Lo que dice la novia a la amiga fea», y al final descubre que se trata del anuncio de una perfumería que desea despachar determinada marca de champú. Todo es
bluf
. Pero no se ofenda, ¿eh?, que voy al grano. Deseo que busque a mi cocinera, que ha desaparecido.
Poirot tenía la lengua expedita, mas en esta ocasión no acertó a hacer uso de ella y miraba a la visitante, desconcertado. Yo me volví para disimular una sonrisa.
—No sé por qué se entretiene hoy la gente en meter ideas extravagantes en la cabeza de los sirvientes —siguió diciendo la señora—. Les ilusionan con el señuelo de la mecanografía y qué sé yo más. Pero como digo: basta de estratagemas. Me gustaría saber de qué pueden quejarse mis criados que no sólo tienen permiso para salir entre semana, sino también los domingos alternos y festivos, que no tienen que lavar ni tomar margarina porque no la hay en casa. Yo uso siempre mantequilla superior.
—Temo que comete una equivocación, madame. Yo no dirijo ninguna investigación encaminada a averiguar las condiciones actuales del servicio doméstico. Soy detective particular.
—Ya lo sé —repuso nuestra visitante—. Ya he dicho que deseo que busque a mi cocinera, que salió de casa el miércoles pasado, sin decir una palabra, y que no ha regresado.
—Lo siento, madame, pero yo no trato de esta clase de asuntos. Le deseo muy buenos días.
La visitante lanzó un resoplido de indignación.
—¿Sí, buen amigo? ¿Conque es orgulloso, verdad? ¿Conque sólo trata de secretos de Estado y de las joyas de las condesas? Pues permítame que le diga que una sirvienta tiene tanta importancia como una tiara para una mujer de mi posición. No todas podemos ser señoras elegantes, de coche, cargadas de brillantes y perlas. Una buena cocinera os una buena cocinera, pero cuando se la pierde representa tanto para una como las perlas para cualquier dama de la aristocracia.
La dignidad de Poirot libró batalla con su sentido del humor; finalmente volvió a sentarse y se echó a reír.
—Tiene razón, madame; era yo el equivocado: sus observaciones son justas e inteligentes. Este caso constituirá para mí una novedad, porque aún no había andado a la caza de una doméstica desaparecida. Éste es, precisamente, el problema de importancia nacional que yo le pedía a la suerte cuando llegó usted.
En avant!
Dice usted que la cocinera salió el miércoles de su casa y que todavía no ha vuelto a ella. Y el miércoles fue anteayer...