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Authors: Francesc Miralles

Tags: #Romántico

Ojalá estuvieras aquí (12 page)

BOOK: Ojalá estuvieras aquí
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Sólo muy de vez en cuando se puede estar seguro de que se va a vivir para siempre jamás, y ésa es una de las curiosidades de la vida. A veces sucede cuando uno se levanta al amanecer, ese momento de meliflua solemnidad, y se sale al jardín, y se queda uno allí quieto y solo; y se levanta mucho la mirada, más y más arriba, y se observa cómo muda de color el pálido cielo azul, sonrojándose, cómo va sucediendo lo insólito y maravilloso, hasta que el Oriente casi le hace a uno clamar, y el corazón parece que dejara de latir ante la inexplicable, imperturbable majestad del sol naciente. Desde hace miles y miles de años, esto es lo que acontece cada mañana, y es entonces cuando por un instante se sabe que uno va a vivir para siempre. Y también se sabe a veces cuando uno está solo en un bosque, a la hora del crepúsculo; y la misteriosa quietud del oro intenso que desciende inclinándose entre las ramas, y bajo ellas, parece que nos dijera muy despacio, una y otra vez, algo que no se termina de entender. Y luego, a veces, nos lo confirma el inmenso sosiego de la oscuridad azul de la noche, en la que nos aguardan y observan millones de estrellas; y a veces nos lo dice una música lejana; y otras, está escrito en unos ojos que nos miran.

Noticias de Mary

Para matar las horas había decidido ir a pie hasta el Drugstore, lo que me obligó a atravesar buena parte de la ciudad. Hacía un día más tibio que los anteriores, por lo que pude caminar sin helarme del todo.

De vez en cuando me detenía en una plaza donde una viejecita alimentaba las palomas desmigajando pan duro, o dos enamorados se daban un beso abrazados en un banco. Aquella víspera de Navidad, París me pareció la ciudad más melancólica del mundo —el
spleen
del que hablaba Baudelaire—, y también la más dura. En mi camino hacia el distrito 1
o
, me crucé con un sinfín de locos que deambulaban agitando los brazos, hablando solos o insultando al viento que les azotaba la cara.

Me dije que yo también podía acabar un día como ellos si la suerte me daba la espalda un par de veces más.

Antes de iniciar mi kilométrica andadura me había planteado, mirando el mapa, la posibilidad de hacer un rodeo hasta el distrito 6
o
para recoger la maleta en el hotel Saint Germain. La desestimé, en primer lugar, porque me obligaba a patearme todo el distrito 8
o
, pasar sobre el Sena y seguir por el distrito 7
o
y el 6
o
para luego volver a cruzar el río. En segundo lugar, me desagradaba la idea de vagar por toda la ciudad cargando con un maletón. Me parecía la imagen misma de un desarraigado, que era en lo que me estaba convirtiendo.

Cuando uno camina solo durante horas por una ciudad como París, acaba pensando muchas cosas. Yo le daba vueltas al asunto de la cartera. Tenía claro que me la había robado algún cliente de Le Limonaire al caer al suelo. Lo que me parecía inconcebible era que durante el día siguiente, tanto en el coche como en el taller de Jeanot, no hubiera comprobado si la cartera seguía en mi bolsillo interior. Debía de haberme llevado un buen tortazo para andar tan desatento.

También pensé en el libro ámbar que tenía en el bolsillo de mi abrigo, y en la dirección de correo electrónico que había descubierto en el punto de lectura de Shakespeare & Co. Tras decir a la que se hacía pasar por Mary que el volumen obraba en mi poder, no había vuelto a consultar mi correo. Tenía curiosidad por saber si la dueña de
El jardín secreto
lo reclamaba.

Cuando llegué a los Champs Elysées, los árboles iluminados por Navidad me alegraron como cuando era niño y las luces anunciaban que los Reyes Magos andaban cerca. A las seis y media de la tarde, sólo paseaban por allí algunos turistas y los mendigos de siempre. Los parisinos estaban a buen recaudo en sus casas; quizá degustaban ya los primeros platos de un menú para calentar el cuerpo y el alma.

La mayoría de los comercios estaban cerrados, así que supuse que la animación se concentraría en el Drugstore cercano a la Place de l’Etoile.

Durante las décadas de 1970 y 1980, en Barcelona habían coexistido simultáneamente varios
drugstores,
galerías comerciales donde podías hacer alguna compra, cenar o beber a cualquier hora. Sin embargo, la chusma que se arremolinaba en esos
after hours
pioneros hizo que los locales fueran cerrando uno tras otro. Demasiado gasto en seguridad para las cuatro copas que se servían de madrugada.

El de París era otra cosa. Recordaba haber pasado por aquel
drugstore
en un viaje estudiantil de Año Nuevo. Habíamos salido del albergue para comprar provisiones y nos impresionó el ambiente de los Campos Elíseos. Las campanadas nos habían pillado al salir del establecimiento con nuestras botellas de vino.

Mi primera sorpresa fue que la gente, incluso las chicas más guapas, te detenían en plena calle para darte dos besos y desearte
bone année.
La segunda fue un coche de policía donde dos gendarmes bebían a morro de una botella de champán mientras saludaban a los paseantes.

Desde entonces me convencí de que los franceses, aunque estén de mal humor buena parte del año, saben vivir.

Entré en el Drugstore cargado de recuerdos que me hicieron olvidar la fatiga. Tal como había imaginado, la barra circular del
snack
bar estaba llena de parisinos solitarios. Otras almas en pena como yo curioseaban entre las tiendas para huir del frío. De repente me di cuenta de que no había concretado a Eva en qué lugar de aquellas galerías debíamos encontrarnos. Tampoco tenía la seguridad de que ella fuera a despertarse a tiempo para ver mi nota, arreglarse y acudir a la cita.

Mientras navegaba entre estas dudas, vi que en el exterior de la cafetería había dos monitores de una compañía telefónica que ofrecían Internet a dos euros los diez minutos.

Como aún faltaba un buen rato para las siete y media, decidí sacrificar una de mis últimas monedas —después de eso me quedarían diecinueve euros con veinte, porque había invertido tres euros en un kebab— para conectarme al resto del mundo. Mi idea era leer los periódicos por encima mientras me durara el crédito, pero una rápida consulta a mi correo hizo que me detuviera en uno de los mensajes.

Quien estuviera detrás de [email protected] había respondido a mi mensaje, donde le decía que hasta el martes —estábamos ya a jueves— podía restituirle su libro en el lugar de París elegido por ella. Como yo había firmado el correo con la inicial de mi nombre, D., mi interlocutora había pensado que asumía el papel de Dickon, el amiguito de Mary, ya que se dirigía a mí de ese modo:

Querido Dickon:

No necesito seguir buscando el jardín secreto, porque ya lo encontré. El petirrojo me llevó hasta él.

Es un lugar encantado, donde el tiempo se detiene y sientes calor por mucho frío que haga fuera. Las estatuas están nevadas y tienen un casquete blanco en el colondrillo como el del Papa. Las ardillas corren de un lado para otro y vigilan las despensas de nueces que llenaron en primavera. Desde el cielo
gris,
los pajarillos las vigilan por si un descuido les pone una baya o unas cuantas semillas en el pico.

En tu carta decías algo de marcharte el martes por la noche, pero yo no creo que hables en serio. ¿Cómo vas a irte, Dickon, antes de haber entrado al menos una vez en el jardín secreto?

Siempre tuya,

Mary

Me quedé pasmado ante aquel mensaje, que estaba escrito en un tono similar al de la novela, aunque tal vez todo tuviera un sentido más pícaro. ¿A qué jardín secreto se refería? ¿Quién diablos era esa Mary? ¿Cómo podía saber que no me había marchado de París? El correo estaba escrito aquel mismo día a las tres de la tarde.

Sólo había un modo de averiguarlo. Tras releer el mensaje, utilicé los minutos de crédito que me quedaban para contestarle brevemente siguiéndole el juego.

Querida Mary:

París es muy grande y yo demasiado pequeño para encontrar solo el jardín secreto. No sabría por dónde empezar. Desconozco qué aspecto tiene un petirrojo y nunca he visto ese lugar donde las ardillas corren con disimulo para que los pajarillos no les saqueen la despensa.

¿Puedes ayudarme?

Te estaría agradecido para siempre jamás.

Tuyo,

Dickon

Montparnasse

Contra todo pronóstico, mi cita hizo acto de presencia a la hora fijada. Su llegada levantó la mirada de los hombres que llenaban el
snack
bar, a la puerta del cual me había apostado porque me parecía el punto de encuentro más probable.

Aquella noche, Eva Winter robaba el aliento. Iba vestida con zapatos de tacón y una minifalda negra que hacía que sus piernas parecieran aún
más
largas de lo que eran. Por encima de las caderas se cubría con una chaquetilla de borrego teñida de azul cielo. Una boina negra ladeada completaba el atuendo.

—He encontrado un restaurante abierto —me susurró al oído como saludo—, así que vamos a disfrutar de una buena cena de Nochebuena.

—Pues ya me veo lavando los platos —dije mientras ella me tomaba del brazo para salir del Drugstore—, porque aún no he logrado «arreglar mis asuntos».

—Invito yo, bobo. Pero no te acostumbres, ¿eh?

Casi podía sentir en mi espalda las miradas rabiosas de los hombres que llenaban el bar. Con aquellos tacones, Eva era casi tan alta como yo.

Mientras contemplábamos el Arco de Triunfo iluminado en la Place de l'Etoile, yo pensaba dos cosas. La primera era lo ridículamente pequeño que es el Arco de Triunfo neomudéjar de Barcelona. La segunda, que me gustaba más la Eva desgreñada y vulnerable que había visto dormir aquella mañana en su cama. Prefería su piel erosionada a la crema de pote que la recubría, sus grandes ojos tristes a la máscara de rímel que la hacía parecer una gata.

—¿Por dónde queda el restaurante? —pregunté.

—Por aquí —repuso señalando la boca del metro, y acto seguido me volvió a tomar del brazo. Mientras me dejaba guiar, de su cuello me llegaba el perfume que yo había robado la noche anterior, pero mucho mejor. La fragancia primaveral de Andy Warhol se mezclaba deliciosamente con la esencia de Eva Winter.

Durante el viaje hasta la estación de Montparnasse, Eva me informó de un condicionante que lastraba aquella noche. A las doce de la noche —como Cenicienta— tenía que salir en coche hacia el sur de Francia, donde había sido aceptada en un curso de meditación impartida por una celebridad local.

—¿Y no puedes salir por la mañana? —protesté.

—La charla de bienvenida es a las ocho de la mañana. Sería una descortesía por mi parte llegar más tarde.

—Entonces deberías haber salido este mediodía para dormir antes de que empiece el curso.

—No podía —dijo muy seria—. ¿Olvidas que había quedado contigo para celebrar la Nochebuena?

Camino del restaurante le pregunté de dónde sacaba el dinero para pagar el alquiler del apartamento, la gasolina del coche, los cursos de meditación y la cena de un presunto periodista sin blanca.

Antes de responderme me miró perpleja, como si no hubiera esperado una pregunta tan estúpida por mi parte.

—Trabajando, como todo el mundo. ¿Por quién me has tomado?

—Pensaba que los artistas se dedicaban sólo a actuar —me excusé—, que vivían de los conciertos.

—Eso será en las películas. Yo trabajo de camarera.

Declaró aquello con amarga rotundidad, como si no hubiera esperado aquel destino al salir de Montreal. Luego trató de suavizarlo:

—Pero sólo los mediodías. De lo contrario no podría hacer los bolos que me encuentra BadGuy. Por suerte, el propietario tiene familia fuera y cierra cada Navidad.

Habíamos llegado a la puerta del restaurante. Era un chino abierto en la planta baja de la imponente torre de Montparnasse, que brillaba en la noche como una gigantesca espada de luces. Antes de pasar al interior, pese al frío me quedé un buen rato contando los pisos —cincuenta y nueve— del que era el rascacielos más alto de Francia.

A Eva pareció divertirle mi interés, ya que desempolvó lo que se aprende en la primera etapa en una ciudad, que siempre es de descubrimientos hasta que uno se acostumbra.

—¿Cuánto dirías que mide? —me desafió.

Como ella no sabía que yo era arquitecto, me hallaba en la posición ideal para sorprenderla.

—Unos doscientos metros, diría yo.

—Muy bien, doscientos nueve exactamente. ¿Sabes que las barandillas de la terraza se pueden desmontar para convertirla en una plataforma de aterrizaje de helicópteros? ¡Y sólo tardan dos minutos exactos en hacerlo!

—¿Quiénes? —pregunté intrigado. Eva Winter encogió los hombros como toda respuesta. Luego me sujetó el brazo con fuerza, como si de repente aquella mole le hubiera dado vértigo.

La promesa

Durante la cena, que consistió en un pato de Pekín reseco acompañado de vino de la casa, Eva se mostró extremadamente cauta y esquiva. En las distancias cortas parecía asaltarla una timidez repentina, como si tuviera miedo de dar demasiado de sí misma.

Esa precaución, que yo no lograba entender, hizo que me abstuviera de indagar acerca de unas letras que empezaban a quedarme lejanas. Tal vez estuviera dando demasiadas vueltas a lo que sólo era un cúmulo de casualidades. La vida está llena de ellas.

Por otra parte, me extrañaba la hospitalidad que prodigaba Eva Winter a un supuesto periodista musical que había conocido un día y medio atrás.

—Quédate en mi apartamento mientras «arreglas» lo tuyo —dijo tras haberle expuesto mi situación—. Puedes dormir en mi cama, ya que no estaré de vuelta hasta el 30.

Así pues, el farol ante la jefa de proyectos había sido profético. No tendría que pasar las noches del largo fin de semana bajo el metro de París, como había llegado a plantearme. Si no se torcían las cosas en el último momento, tenía un lugar donde dormir —nada menos que la cama de Eva Winter— y el dinero que llevaba en el bolsillo bastaría para comprar arroz, huevos y salsa de tomate. En la carrera había conocido a estudiantes que se habían alimentado durante semanas de arroz a la cubana.

—No sé cómo devolverte lo que estás haciendo por mí —declaré muy en serio.

Su respuesta no fue demasiado romántica:

—Es agradable hacer cosas por los
demás
de vez en cuando. —Tras decir esto, me observó en silencio a través de la copa llena de agua. Luego concluyó—: A mí me han ayudado, y ahora yo te ayudo a ti. La vida es así de sencilla.

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