Read Ojalá fuera cierto Online
Authors: Marc Levy
—¡Bueno, no es para tanto! Total, para averiguar cuáles podrían estar en la ruina, no hay más que ponerse en contacto con un centenar de bancos regionales y pedirles la lista de los establecimientos privados que han solicitado préstamos bancarios durante los diez últimos meses.
Había hablado en voz alta, y en la penumbra de la entrada oyó la voz de Nathalia:
—¿Por qué los diez últimos meses?
—Porque es lo que dice el instinto policial. ¿Por qué has vuelto?
—Porque es lo que dice el instinto femenino.
—Muy amable por tu parte.
—Todo dependerá del sitio a donde me lleves a cenar después. ¿Crees que tienes una pista?
La pista en cuestión le parecía demasiado fácil. Le pidió a Nathalia que llamara a la sala de coordinación de las patrullas municipales y preguntara si por casualidad había algún rastro de un informe sobre una ambulancia que hiciera referencia a la noche del domingo.
—¡Un golpe de suerte puede tenerlo cualquiera! —dijo.
Nathalia descolgó el teléfono. En el otro extremo de la línea, el policía de guardia efectuó una búsqueda en su terminal, pero no se había presentado ningún informe de esas características. Nathalia le pidió que ampliara la búsqueda a la región, pero también en este caso las pantallas permanecieron en blanco. El policía lo sentía mucho, pero ninguna ambulancia había cometido una infracción o había sido objeto de un control en la noche del domingo al lunes. Nathalia colgó tras pedirle que se le informara de cualquier novedad al respecto.
—Lo siento, no tienen nada.
—Bueno, entonces te llevo a cenar, porque los bancos no nos dirán nada esta noche.
Fueron al Perry's y tomaron asiento en la sala que daba a la calle.
George escuchaba a Nathalia distraído, dejando flotar la mirada a través de la cristalera.
—¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, George?
—Es una de esas preguntas que no hay que hacerse nunca, preciosa.
—¿Porqué?
—¡Cuando se ama no se cuenta!
—¿Cuánto?
—Lo suficiente para que me aguantes y no lo bastante para que ya no me soportes.
—¡No, hace mucho más tiempo!
—Lo de las clínicas no encaja. No veo claro el móvil. ¿Para qué?
—¿Has hablado con la madre?
—No. Lo haré mañana por la mañana.
—Quizás haya sido ella porque está harta de ir al hospital.
—No digas tonterías. Una madre no lo haría, es demasiado arriesgado.
—Quiero decir que tal vez quería acabar con el asunto. Ir a ver a su hija todos los días en ese estado… A veces se debe de acabar aceptando la idea de la muerte.
—¿Y te imaginas a una madre organizando una cosa así para matar a su propia hija?
—No, tienes razón, es demasiado retorcido.
—Sin el móvil, no lo encontraremos.
—Sigue estando tu pista de las clínicas.
—Creo que es un callejón sin salida, no la veo clara.
—¿Por qué dices eso ahora? Querías que me quedara a trabajar contigo esta noche.
—¡Lo que yo quería era que cenases conmigo! Porque es demasiado evidente. No podrán volver a hacerlo. Todos los hospitales del condado van a estar muy atentos, y no creo que valga la pena arriesgarse por el dinero que pueda obtenerse de un solo cuerpo. ¿Cuánto vale un riñón?
—Dos riñones, un hígado, un bazo y un corazón pueden valer fácilmente ciento cincuenta mil dólares.
—¡Caramba, es más caro que en la carnicería!
—Eres repugnante.
—¿Lo ves? No se sostiene. Para una clínica que estuviera en la ruina, ciento cincuenta mil dólares no cambiarían nada. No es una cuestión de dinero.
—Quizá sea una cuestión de disponibilidad.
Nathalia expuso su teoría: alguien podía vivir o morir en función de la disponibilidad y la compatibilidad de un órgano. Algunas personas morían por no haber podido conseguir a tiempo el riñón o el hígado que necesitaban. Alguien que dispusiera de medios económicos suficientes podría haber encargado secuestrar a una persona en coma irreversible para salvar a un hijo suyo o salvarse a sí mismo. A Pilguez, esa pista le parecía compleja pero creíble. Nathalia no veía en absoluto que su teoría fuera complicada. Para Pilguez sí lo era. Una pista como ésa ampliaba considerablemente el abanico de sospechosos; no habría que buscar forzosamente a un criminal. Para sobrevivir o para salvar a un hijo, muchos individuos podían sentirse tentados de suprimir a alguien que ya hubiera sido declarado clínicamente muerto. El autor, teniendo en cuenta la finalidad de su acto, podía considerarse ajeno a la noción de crimen.
—¿Crees que hay que visitar todas las clínicas para identificar a un paciente económicamente acomodado en espera de una donación de órganos? —preguntó Nathalia.
—Espero que no, porque es un trabajo de chinos y en un terreno resbaladizo.
Cuando sonó el teléfono móvil, Nathalia contestó la llamada, escuchó atentamente, tomando notas en el mantel, y le dio varias veces las gracias a su interlocutor.
—¿Quién era?
—El tipo que está de guardia en coordinación, con el que he hablado antes.
—¿Y?
Al coordinador se le había ocurrido transmitir un mensaje a las patrullas de noche, simplemente para comprobar si algún equipo había visto algo sospechoso de una ambulancia pero no había informado del incidente.
—¿Y qué?
—Pues que ha sido una idea estupenda, porque una patrulla interceptó y siguió anoche a una ambulancia de la posguerra que daba vueltas alrededor de la manzana de Green Street, Filbert y Union Street.
—Esto huele bien. ¿Y qué han dicho?
—Que hicieron parar al tipo que iba al volante de la ambulancia y les contó que jubilaban al vehículo después de diez años de buenos y leales servicios. Pensaron que el conductor estaba encariñado con ella y no acababa de decidirse a llevarla por última vez al garaje.
—¿Qué modelo era?
—Un Ford del setenta y uno.
Pilguez hizo un rápido cálculo mental. Si la ambulancia Ford retirada la noche anterior tras diez años de funcionamiento era del setenta y uno, eso significaba que había estado envuelta en papel de celofán dieciséis años antes de ser puesta en servicio. El conductor se la había pegado a los policías. Tenía una pista.
—Y hay algo todavía mejor —añadió su compañera.
—¿Qué?
—Lo siguieron hasta el garaje adonde la llevó. Y tienen la dirección.
—¿Sabes una cosa, Nathalia? Es mejor que tú y yo no estemos juntos.
—¿Por qué dices eso ahora?
—Porque justo ahora hubiera tenido la prueba de que era un cornudo.
—¿Sabes qué, George? Eres un auténtico gilipollas. ¿Vas a ir ahora al garaje?
—No, mañana por la mañana. El garaje debe de estar cerrado y sin una orden no podría hacer nada. Además, prefiero ir sin atraer la atención. No quiero encontrar la ambulancia, sino pillar a los tipos que la utilizaron. Vale más hacerse pasar por un turista que provocar la huida de las liebres de su madriguera.
Pilguez pagó la cuenta y salieron a la calle. El lugar donde había sido vista la ambulancia estaba un cruce más allá del sitio donde acababan de cenar, y George miró la esquina de la calle como buscando una imagen.
—¿Sabes qué me gustaría? —dijo Nathalia.
—No, pero vas a decírmelo.
—Que vinieras a dormir a casa. No tengo ganas de dormir sola esta noche.
—¿Tienes un cepillo de dientes?
—¡Tengo el tuyo!
—Me gusta provocarte; sólo me divierto contigo. Venga, vamos, yo también quería quedarme contigo esta noche. Hace mucho tiempo.
—El jueves pasado.
—Justo lo que yo digo.
Cuando apagaron la luz, una hora y media más tarde, George había llegado a la convicción de que resolvería aquel enigma, y sus convicciones resultaban acertadas una de cada dos veces. La jornada del martes fue fructífera. Tras haber hablado con la señora Kline descartó toda sospecha relacionada con ella, pues se enteró de que los propios médicos le habían propuesto poner fin a aquella situación. Desde hacía dos años, la ley cerraba los ojos en casos similares. La madre había colaborado; indudablemente estaba muy afectada, y Pilguez sabía distinguir a las personas sinceras de los que simulaban el dolor moral. No encajaba en absoluto en el perfil de un personaje capaz de organizar semejante operación. En el garaje había visto el vehículo empleado para el secuestro. Al entrar, se había quedado desconcertado, pues el taller estaba especializado en la reparación de ambulancias, coches de bomberos y demás vehículos de ese tipo. En aquel taller de carrocería sólo había vehículos así, de modo que era imposible hacerse pasar por un turista. Unos cuarenta mecánicos y aproximadamente una decena de administrativos trabajaban allí. En total, unas cincuenta personas potencialmente sospechosas. El dueño había escuchado el relato del inspector y expresado su extrañeza de que los autores del crimen hubieran devuelto el vehículo en lugar de hacerlo desaparecer. Pilguez había respondido que el robo habría alertado a los servicios de policía, los cuales habrían relacionado los casos. Probablemente estaría implicado un empleado del garaje, quien confiaría en que el «préstamo» pasara inadvertido.
Faltaba descubrir quién era el implicado. Según el director ninguno, pues la cerradura no presentaba señales de haber sido forzada y nadie tenía llave del garaje para poder entrar en él durante la noche. Pilguez interrogó al jefe de taller sobre qué habría podido incitar a los «prestatarios» a elegir aquel modelo antiguo, y éste le dijo que era el único que se conducía igual que un turismo. El inspector interpretó aquello como un indicio más de que un miembro del personal era cómplice en el asunto. A la pregunta de si era posible que alguien hubiera tomado a escondidas la llave para hacer una copia durante la jornada laboral, el hombre contestó afirmativamente.
—Es posible —dijo—. A mediodía, cuando se cierra la puerta principal.
Así pues, todo el mundo era sospechoso. Pilguez pidió los expedientes del personal y colocó arriba de todo los de los empleados que se habían marchado del garaje durante los dos últimos años. Regresó a la comisaría hacia las dos de la tarde. Nathalia no había vuelto de comer, de modo que se sumergió en el análisis profundo de las cincuenta y siete carpetas marrones que había dejado sobre su mesa. Llegó hacia las tres con un nuevo corte de pelo y dispuesta a aguantar los sarcasmos de su compañero de trabajo.
—Cállate, George, vas a decir una gilipollez —le espetó nada más entrar, antes incluso de haber dejado el bolso.
Él alzó la mirada de los papeles, la escrutó con una sonrisa burlona. Antes de que dijera algo, ella se había acercado a él y le había puesto el índice sobre los labios para que guardara silencio.
—Hay una cosa que va a interesarte mucho más que mi corte de pelo, y sólo te la diré si renuncias a hacer cualquier comentario, ¿de acuerdo?
George fingió estar amordazado y emitió un gruñido para expresar que aceptaba las condiciones del trato. Nathalia retiró el dedo.
—La madre de la chica ha telefoneado. Ha recordado un detalle importante para la investigación y está en su casa esperando tu llamada.
—Me encanta tu corte de pelo. Te sienta muy bien.
Nathalia sonrió y volvió a su mesa. La señora Kline informó a Pilguez por teléfono de su extraña conversación con aquel joven con el que se había encontrado por casualidad en La Marina, y el que le había soltado un buen sermón sobre la eutanasia.
Le contó detalladamente el episodio de su encuentro con ese arquitecto que supuestamente había conocido a Lauren en urgencias, adonde había ido para que le curaran un corte que se había hecho con un cúter. Había afirmado que comía a menudo con su hija. A pesar de que la perra pareció haberlo reconocido, a ella le extrañaba mucho que su hija no lo hubiera mencionado nunca, sobre todo si, como decía él, se habían conocido hacía dos años. Seguramente este último detalle facilitaría la investigación.
—Vaya, vaya… —había murmurado el policía en ese instante—. En resumen, ¿me pide que busque a un arquitecto que supuestamente se cortó con un cúter hace un par de años, a quien supuestamente atendió su hija en el hospital y del que deberíamos sospechar porque durante un encuentro fortuito le manifestó a usted su oposición a la eutanasia?
—¿No le parece una pista importante? —había preguntado la señora Kline.
—No, la verdad es que no —había contestado el policía antes de colgar.
—Bueno, ¿de qué se trataba? —preguntó Nathalia.
—No estaba nada mal la media melena que llevabas.
—Vale…, era un entusiasmo infundado.
George volvió a concentrarse en los expedientes, pero ninguno sugería nada. Exasperado, agarró el auricular del teléfono, se lo acercó a la cara, entre la oreja y la barbilla, y marcó el número de la centralita del hospital. La operadora respondió a la novena señal.
—¡Vale más no morirse con ustedes!
—No, para eso llame al depósito directamente —replicó la mujer sin cortarse un pelo.
Después de presentarse, Pilguez le preguntó si su sistema informático le permitía efectuar una búsqueda sobre las admisiones en urgencias por profesión y por tipo de herida.
—Depende del período en el que busque —había contestado ella.
A continuación precisó que, de todas formas, el secreto médico le impediría dar información, y menos aún por teléfono.
El inspector le colgó en las narices, se puso la gabardina y se encaminó a la puerta. Bajó la escalera hasta el aparcamiento y se dirigió a buen paso hacia su coche. Cruzó la ciudad con el faro giratorio en el techo y la sirena conectada, sin parar de maldecir. Llegó al Memorial Hospital apenas diez minutos después y se plantó ante el mostrador de admisión.
—Me han pedido que encuentre a una chica en coma que les quitaron durante la noche del domingo al lunes, así que o me ayudan ustedes y no me incordian con sus secretos de matasanos burócratas, o paso a otro asunto y listos.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Jarkowizski, que acababa de aparecer en el hueco de la puerta.
—Decirme si sus ordenadores pueden localizar a un arquitecto que al parecer se hirió y fue atendido por la desaparecida.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Hace unos dos años.
La enfermera se inclinó sobre el ordenador y pulsó unas teclas.
—Miraremos las entradas y buscaremos un arquitecto —dijo—. La respuesta tardará unos minutos.