Read Ojalá fuera cierto Online
Authors: Marc Levy
La recepcionista le dio las llaves de una gran habitación con vistas al mar. Estaba en un bungaló, en la parte alta del parque que domina la bahía, y tuvo que tomar el coche para ir hasta allí. Acababa de empezar a deshacer la bolsa de viaje cuando los primeros relámpagos rasgaron el cielo; tomó conciencia de que vivía a tres horas y media de camino y nunca había ido a ver aquello. En ese preciso instante sintió deseos de llamar a Nathalia para compartir aquel momento, para no vivirlo solo. Descolgó el teléfono, respiró hondo y volvió a colgar sin haber marcado el número.
Pidió algo de comer, se instaló delante de la tele y lo asaltó el sueño mucho antes de las diez.
A primera hora de la mañana, el sol brillaba tanto a despertar que las nubes habían huido aterrorizadas, sir rechistar. Un alba húmeda nacía alrededor de la casa. Arthur se despertó tumbado en la galería. Lauren dormía profundamente. Dormir era nuevo para ella. Durante meses no había podido hacerlo, por lo que los días le resultaban terriblemente largos. En la parte alta del jardín escondido tras el desnivel de la entrada, George espiaba con unos prismáticos de largo alcance que había recibido como regalo por sus veinte años de servicio. Hacia las once, vio que Arthur cruzaba el jardín en dirección hacia donde él estaba. El sospechoso giró a la derecha de la rosaleda y abrió la puerta del garaje.
Al entrar, Arthur se encontró delante de una funda cubierta de polvo. La levantó, dejando al descubierto las formas de un viejo Ford de 1961 con aspecto de vehículo de colección. Arthur sonrió pensando en las manías de Antoine. Dio la vuelta al coche y abrió la portezuela trasera izquierda. El olor a piel vieja le inundó las fosas nasales. Se sentó en el asiento, cerró la puerta, luego los ojos y recordó una tarde de invierno delante de Macy's, en Union Square. Vio al hombre de la gabardina que él había estado a punto de derribar de un disparo con su fusil intergaláctico y que en el último momento fue salvado por la tierna ingenuidad de su madre, que se había interpuesto en su línea de tiro. El desintegrados atómico con forma de encendedor debía de estar aún cargado. Pensé en aquel Papá Noel de 1965, atascado con su tren eléctrico en las tuberías de la calefacción central.
Le parecía oír ronronear el motor. Abrió la ventanilla asomó la cabeza y notó que el pelo se le iba hacia atrás movido por el viento que soplaba en sus recuerdos. Sacó una mano, con el brazo medio estirado, y jugó con ella pues se había convertido en un avión; la inclinó para modificar el ángulo de vuelo, y observó que tan pronto se elevaba hacia el techo del garaje como bajaba en picado.
Cuando abrió los ojos, vio una nota encima del volante.
Arthur, si quieres ponerlo en marcha encontrarás un cargador de batería en la estantería de la derecha. Pisa un par de veces el acelerador antes de dar el contacto para que circule la gasolina. No te extrañes si arranca enseguida; es normal, tratándose de un Ford del sesenta y uno. El compresor para hinchar las ruedas está en su caja, debajo del cargador.
Besos.
Antoine.
Salió del vehículo, cerró la portezuela y se dirigió a la estantería. Allí, en un rincón del garaje, vio la barca. Se acercó y la acarició con la yema de los dedos. Debajo del asiento de madera encontró un arte de pesca: un sedal verde enrollado alrededor de un carrete de corcho y con un anzuelo oxidado en el extremo. Se sintió embargado por la emoción. Por fin tomó el cargador, abrió el capó del viejo Ford y conectó los terminales para que la batería se fuera cargando. Al salir del garaje, abrió de par en par las puertas correderas.
George tomaba notas en su cuaderno, sin quitarle ojo de encima al sospechoso. Lo vio poner la mesa en el cenador, sentarse, comer y luego quitar la mesa. Hizo una pausa para dar un bocado cuando Arthur se adormilo sobre los cojines, a la sombra del patio. Lo siguió cuando fue de nuevo al garaje, oyó el ruido del compresor y más claramente el del V6 al ponerse en marcha tras un par de carraspeos. Saludó con la mirada al coche cuando pasó junto a la galería, decidió interrumpir la vigilancia y se fue al pueblo en busca de alguna información sobre aquel extraño personaje. Hacia las ocho regresó a su habitación y telefoneó a Nathalia.
—Bien —dijo ella—, ¿a qué conclusión has llegado?
—A ninguna. No hay nada anormal. Bueno, casi nada. Está solo, no para en todo el día, limpia, repara cosas, hace descansos para comer y cenar. He preguntado a los comerciantes. La casa pertenecía a su madre, que murió hace años. El jardinero siguió viviendo allí hasta su muerte. Como ves, todo esto no me lleva a ninguna parte. Tiene derecho a abrir la casa de su madre cuando le venga en gana.
—Entonces, ¿por qué dices casi?
—Porque hace cosas extrañas. Habla solo, se comporta en la mesa como si fueran dos, a veces permanece frente al mar con un brazo levantado en horizontal durante diez minutos. Anoche se abrazó él solo en el patio.
—¿Cómo lo hizo?
—Como si besara apasionadamente a una chica, con la diferencia de que estaba solo.
—Quizá sea su forma particular de revivir los recuerdos.
—¡Hay muchos «quizá» en mi candidato!
—¿Sigues creyendo en esa pista?
—No lo sé, preciosa, pero en cualquier caso hay algo extraño en su comportamiento.
—¿Qué hay de extraño?
—Está increíblemente tranquilo para ser culpable.
—Entonces, ¿ya no crees en ella?
—Voy a darme dos días más y vuelvo. Mañana haré una incursión a cara descubierta.
—¡Ten cuidado!
George colgó, pensativo.
Arthur acariciaba el teclado del largo piano con la yema de los dedos. Aunque el instrumento no conservaba sus armonías de antaño, se había puesto a tocar el «Claro de luna» de
Wertber
, evitando algunas notas demasiado discordantes. Era la pieza preferida de Lili. Mientras tocaba, se dirigió a Lauren, que se había sentado en el alféizar de la ventana, tal como le gustaba hacer: una pierna estirada sobre el alféizar, la otra doblada por dentro, y la espalda apoyada en la pared.
—Mañana cerraré la casa para ir al pueblo a hacer unas compras. Ya no nos queda casi nada.
—Arthur, ¿durante cuánto tiempo piensas renunciar a toda tu vida?
—¿Es obligatorio tener esa conversación ahora?
—Quizá siga años en este estado, y me pregunto si te das cuenta de dónde te has metido. Tienes un trabajo, amigos, responsabilidades, tu mundo.
—¿Qué es mi mundo? Yo soy de todos los pueblos. No tengo mundo, Lauren. Llevamos aquí menos de una semana y no me tomaba unas vacaciones desde hacía dos años, así que dame un poco de tiempo.
La abrazó e hizo como que quería dormirse.
—Sí, tienes un mundo. Todos tenemos nuestro universo. Para que dos seres vivan el uno del otro, no basta con que se quieran; es preciso que sean compatibles, es preciso que se encuentren en el momento oportuno. Y no es ése precisamente nuestro caso.
—¿Te he dicho yo que te quiero? —preguntó él con aire tímido.
—Me has dado pruebas de que me amas —respondió Lauren—, que es mucho mejor.
Ella no creía en el azar. ¿Por qué era él la única persona del planeta con la que podía hablar, comunicarse? ¿Por qué se habían entendido tan bien? ¿Por qué tenía la sensación de que él se lo adivinaba todo?
—¿Se puede saber por qué me das lo mejor de ti, cuando recibes tan poco de mí?
—Porque de repente estás aquí, existes, porque un momento tuyo es inmenso. Ayer es pasado, mañana todavía no existe; lo que cuenta es hoy, el presente.
Arthur añadió que no tenía otra opción que hacer todo lo posible para no dejarla morir…
Pero Lauren tenía miedo precisamente de «lo que aún no existía». Para tranquilizarla, Arthur le dijo que el día siguiente sería tal como ella quisiera. Viviría según lo que diera de sí misma y lo que aceptara recibir.
—El mañana es un misterio para todo el mundo, y ese misterio debe provocar risa y deseo, no miedo ni rechazo.
Le besó los párpados, le tomó una mano entre las suyas, se pegó a su espalda. La noche profunda se alzó sobre ellos.
Estaba arreglando el interior del maletero del viejo Ford cuando vio levantarse polvo en la parte alta del jardín. Pilguez bajó por el camino y detuvo el vehículo delante del porche.
—Buenos días, ¿puedo hacer algo por usted? —preguntó Arthur.
—Vengo de Monterrey. La agencia inmobiliaria me dijo que esta casa estaba desocupada, y como estoy buscando algo para comprar en esta zona, he venido a ver, pero parece que he llegado demasiado tarde.
Arthur contestó que ni había sido comprada ni estaba en venta. Era la casa de su madre y acababa de abrirla de nuevo. Agobiado por el calor, le ofreció un refresco, pero el poli declinó la invitación diciendo que no quería entretenerlo. Arthur insistió y le propuso que tomara asiento en la galería; él volvería enseguida. Cerró el maletero, se metió en la casa y regresó con una bandeja en la que había dos vasos y una gran botella de limonada.
—Es una casa muy bonita —comentó Pilguez—. Supongo que no debe de haber muchas como ésta en la zona.
—No lo sé. Llevaba años sin venir.
—¿Qué le ha hecho volver de repente?
—Creo que había llegado el momento. Me crié aquí, y después de la muerte de mi madre nunca me había sentido con fuerzas para volver, pero de pronto se convirtió en una necesidad.
—¿Así, sin más?
Arthur empezó a encontrarse incómodo. Aquel desconocido le hacía unas preguntas demasiado personales, como si supiera algo que no quería revelar. Se sintió manipulado. No lo relacionó con Lauren, sino que pensó que se trataba de uno de esos promotores que intentan establecer vínculos con sus futuras víctimas.
—En cualquier caso —respondió—, nunca me desprenderé de ella.
—Hace bien. La casa familiar no debe venderse; a mí me parece un sacrilegio.
Arthur empezaba a sospechar algo, y Pilguez intuyó que había llegado el momento de dar marcha atrás. Iba a dejarlo para que fuera a hacer sus compras; además, él también tenía que ir al pueblo «para buscar otra casa». Le dio las gracias por el recibimiento y la bebida, se despidió efusivamente y se alejó en su coche.
—¿Qué quería? —preguntó Lauren, que acababa de aparecer en el porche.
—Según él, comprar esta casa.
—No me gusta esto.
—A mí tampoco, pero no sé por qué.
—¿Crees que es un poli?
—No. Me parece que estamos paranoicos, porque no sé cómo hubieran podido encontrar nuestro paradero. Me inclino más bien a pensar que es un promotor o un agente inmobiliario que quería tantear el terreno. No te preocupes, ¿te quedas o te vienes?
—Voy contigo —contestó ella.
Veinte minutos después de que se hubieran marchado, Pilguez bajó de nuevo a pie.
Una vez delante de la casa, comprobó que la puerta de entrada estaba cerrada con llave y comenzó a dar la vuelta a la edificación. Aunque no había ninguna ventana abierta, sólo estaban cerrados los postigos de un cuarto. Una sola habitación cerrada era suficiente para que el viejo policía sacara conclusiones.
No se entretuvo más tiempo allí y volvió rápidamente al coche.
Marcó el número de Nathalia en el móvil. La conversación fue larga. Pilguez le contó que seguía sin tener ni pruebas ni indicios, pero que su instinto le decía que Arthur era culpable. Nathalia no puso en duda su perspicacia; el problema era que Pilguez no disponía de una orden judicial que le permitiera hostigar a un hombre sin un móvil verosímil.
Estaba seguro de que la clave del enigma residía en el motivo. Y debía de ser muy importante para que un hombre aparentemente equilibrado, sin necesidad especial de dinero, se expusiera de esa forma. Pero Pilguez no encontraba la clave de la solución. Había considerado todos los motivos clásicos, pero ninguno de ellos se sostenía.
Entonces se le ocurrió la idea del farol: proclamar una mentira para descubrir la verdad, pillar desprevenido al sospechoso y tratar de sorprender una reacción o una actitud que corroborara o desmintiera sus dudas. Puso el motor en marcha, entró en la propiedad y aparcó delante del porche.
Arthur y Lauren llegaron una hora más tarde. Cuando el primero salió del Ford, miró a Pilguez directamente a los ojos y éste se dirigió hacia él.
—¡Dos cosas! —dijo Arthur—. ¡La primera, que esta casa no está ni estará en venta! ¡La segunda, que es una propiedad privada!
—Lo sé, y me da absolutamente lo mismo que esté en venta o no lo esté. Ya es hora de que me presente. —Le mostró la placa y añadió—: Tengo que hablar con usted.
—¡Creo que eso es lo que está haciendo!
—Tranquilamente.
—Tengo tiempo.
—¿Podemos entrar?
—¡Sin una orden, no!
—Hace mal en adoptar esa actitud.
—Usted ha hecho mal en mentirme. Yo le he recibido en mi casa y le he invitado a beber.
—¿Podemos al menos sentarnos en el porche?
—Podemos. Pase delante.
Se sentaron en el balancín.
Lauren, de pie ante la escalinata, estaba aterrorizada. Arthur le hizo un guiño para tranquilizarla y darle a entender que controlaba la situación y que no había que preocuparse.
—¿Qué puedo hacer por usted? —le preguntó al policía.
—Explicarme su motivo. Ahí es donde me quedo bloqueado.
—¿Mi motivo para qué?
—Voy a ser muy franco. Sé que es usted.
—Aun a riesgo de parecerle un poco tonto, le diré que, efectivamente, soy yo. Yo soy yo desde que nací; nunca he padecido esquizofrenia. ¿De qué demonios habla?
Quería hablarle del cuerpo de Lauren Kline, que él había robado del Memorial Hospital durante la noche del domingo al lunes con ayuda de un cómplice y utilizando una vieja ambulancia. Le informó que la ambulancia había sido encontrada en un taller de reparación de carrocerías. Siguiendo con su táctica, afirmaba estar convencido de que el cuerpo estaba allí, en aquella casa, más concretamente en la única habitación con los postigos cerrados.
—Lo que no entiendo es por qué, y no puedo parar de darle vueltas.
Le faltaba poco para jubilarse y lo que menos le apetecía era acabar su carrera con un enigma sin resolver. Quería descubrir los pormenores de aquel caso.
Lo único que le interesaba era saber por qué lo había hecho.
—Me importa un carajo meterlo entre rejas. Llevo toda la vida enchironando a la gente, total, para que salgan al cabo de unos años y vuelvan a empezar. Por un delito así le caerán cinco años como máximo, así que no voy ni a molestarme, pero quiero conocer el motivo.