Read Ojalá fuera cierto Online
Authors: Marc Levy
—Esperaré.
La pantalla emitió su veredicto seis minutos después. Ningún arquitecto había sido atendido de una lesión de este tipo en el curso de los dos últimos años.
—¿Está segura?
La enfermera se mostró categórica. La casilla «profesión» había que cumplimentarla obligatoriamente, debido a los seguros y a las estadísticas sobre los accidentes de trabajo. Pilguez le dio las gracias e inmediatamente regresó a la comisaría. Por el camino, aquella historia empezó a causarle cierta inquietud. El tipo de inquietud que, en un abrir y cerrar de ojos, podía acaparar toda su concentración y hacerle olvidar todas las demás pistas posibles en cuanto presentía que había encontrado un eslabón perdido de la cadena de su investigación. Tomó el móvil y marcó el número de Nathalia.
—Búscame si vive algún arquitecto en la manzana de casas donde fue vista la ambulancia. No cuelgo.
—Era Union, Filbert y Green, ¿verdad?
—Y Webster, pero amplía la búsqueda a las dos calles adyacentes.
—Te llamo —le dijo, y colgó.
Tres estudios de arquitectura y el domicilio de un arquitecto se encontraban en dicha zona, aunque en el primer perímetro únicamente figuraba el domicilio del arquitecto. Uno de los estudios se hallaba justo en la calle contigua, y los otros dos, dos calles más allá. De regreso en su despacho, llamó a los tres estudios para averiguar cuántas personas trabajaban allí. Veintisiete en total. En resumen, a las dieciocho horas y treinta minutos tenía cerca de ochenta sospechosos, uno de los cuales quizás esperaba la donación de un órgano o tenía a algún allegado en esa situación. Reflexionó unos instantes y se dirigió a Nathalia.
—¿Tenemos estos días a algún jovenzuelo en prácticas de sobra?
—¡Nunca tenemos personal de sobra! Si fuera así, me iría a mi casa a una hora decente y no viviría como una solterona.
—No te atormentes, cielo. Manda a uno a que se apueste disimuladamente frente al domicilio del que vive en esa manzana y que intente hacerle una foto cuando vaya a entrar en casa.
A la mañana siguiente, Pilguez se enteró de que el joven en prácticas había fracasado en su intento, ya que el hombre no había vuelto a casa en toda la noche.
—¡Bingo! —le había dicho al alumno-inspector—. Tenme preparado todo sobre ese tipo para esta noche: su edad, si es marica, si se droga, dónde trabaja, si tiene perro, gato, periquito, dónde está en estos momentos, qué estudios tiene, si ha estado en el ejército, todas sus manías… Llama al ejército, al FBI, a donde se te ocurra, pero quiero saberlo todo.
—Yo soy marica, inspector —había replicado el joven con cierto orgullo—, pero eso no me impedirá hacer el trabajo que me pide.
El inspector, hosco, se pasó el resto del día haciendo balance de las pistas que tenía, y nada le permitía ser optimista. Aunque la ambulancia había sido identificada gracias a un golpe de suerte, ninguno de los expedientes del personal del garaje señalaba a un presunto sospechoso, lo que hacía prever un buen número de interrogatorios a ciegas. Habría que interrogar a más de sesenta arquitectos por el simple hecho de trabajar o vivir en las inmediaciones de la manzana de casas donde la ambulancia daba vueltas la noche del secuestro.
Uno de ellos quizá fuera sospechoso por haber acariciado al perro de la madre de la víctima y haberse declarado en contra de la eutanasia, cosa que, tal como Pilguez se confesaba a sí mismo, no constituía desde luego un móvil de secuestro. Una «auténtica investigación de mierda», digna de figurar en los manuales.
La mañana de ese miércoles, el sol salió en Carmel apenas cubierto por la bruma. Lauren se había despertado temprano. Había salido de la habitación para no despertar a Arthur y estaba furiosa por su incapacidad para prepararle un simple desayuno. Finalmente, puestos a elegir, reconoció que se sentía agradecida porque en medio de todo aquel embrollo de situaciones y hechos absurdos él hubiera podido tocarla, sentirla y amarla como a una mujer en plena posesión de su vida. Estaban produciéndose una serie de fenómenos que ella no entendería ni intentaría entender jamás. Recordó lo que su padre le había dicho un día:
«No hay nada imposible; tan sólo los límites de nuestra mente definen determinadas cosas como inconcebibles. Muchas veces es preciso resolver varias ecuaciones para admitir un razonamiento nuevo. Es una cuestión de tiempo y de los límites de nuestro cerebro. Realizar un trasplante de corazón, hacer volar un avión de trescientas cincuenta toneladas y caminar por la Luna ha exigido mucho trabajo, y más imaginación aún. Así que cuando los sabios más sabios afirman que es imposible trasplantar un cerebro, viajar a la velocidad de la luz o clonar a un ser humano, yo me digo que en definitiva no han aprendido nada de sus propios límites, los de considerar que todo es posible y que se trata de una cuestión de tiempo, el tiempo de comprender cómo es posible.»
Todo lo que ella vivía y experimentaba era ilógico, inexplicable, contrario a todas las bases de su cultura científica, pero estaba sucediendo. Y los dos últimos días había hecho el amor con un hombre, experimentando emociones y sensaciones desconocidas para ella, incluso cuando estaba viva, cuando cuerpo y alma eran uno solo. Lo más importante para ella, mientras veía alzarse aquella sublime bola de fuego sobre el horizonte, era que aquello durase.
Arthur se levantó poco después, la buscó en la cama, se puso un albornoz y salió a la escalinata. Tenía el pelo revuelto y se pasó la mano por encima para aplanarlo. Fue hasta donde ella estaba, en las rocas, y la abrazó por sorpresa.
—Es impresionante —dijo.
—Creo que en vista de que no podemos imaginar el futuro, deberíamos cerrar la maleta y vivir el presente. ¿Quieres tomar un café?
—Yo diría que es imprescindible. Y luego te llevaré a ver los leones marinos que se bañan al final de las rocas.
—¿Leones marinos auténticos?
—Y focas, y pelícanos, y… ¿No habías venido nunca aquí?
—Lo intenté una vez, pero las cosas se torcieron.
—Eso es relativo; todo depende del punto de vista desde el que lo mires. Además, me había parecido oír que debíamos cerrar las maletas y vivir el presente.
El mismo miércoles, el policía en prácticas dejó caer el abultado expediente que había preparado sobre la mesa de Pilguez.
—¿Cuál es el resultado? —preguntó éste antes incluso de abrirlo.
—Va a sentirse decepcionado y encantado al mismo tiempo.
Para expresar su impaciencia, que rozaba los límites de la exasperación, Pilguez dio unos golpecitos en el nudo de su corbata.
—Uno, dos…, uno, dos…, ¡adelante, amigo, mi micro funciona, te escucho!
El joven leyó sus notas. El arquitecto en cuestión no tenía nada de sospechoso. Era un tipo de lo más normal; no se drogaba, mantenía buenas relaciones con el vecindario y, por supuesto, no tenía antecedentes penales. Había estudiado en California y vivido algún tiempo en Europa. Después había regresado para instalarse en su ciudad natal. No pertenecía a ningún partido político, no era miembro de ninguna secta y no militaba a favor de ninguna causa. Pagaba los impuestos y las multas y ni siquiera lo habían detenido en estado de embriaguez o por exceso de velocidad. En pocas palabras, un tipo aburrido.
—¿Y por qué voy a estar encantado?
—¡Porque ni siquiera es marica!
—¡Pero si yo no tengo nada en contra de los maricas, joder! ¿Qué más hay en tu informe?
—Su antigua dirección, su foto, aunque un poco antigua…, la he conseguido en el Servicio de Matrículas, es de hace cuatro años, tiene que renovar el permiso a fines de éste; un artículo que publicó en
Architectural Digest
, copias de sus diplomas y una lista de sus saldos bancarios y títulos de propiedades.
—¿Cómo te las has arreglado para conseguir eso?
—Tengo un amigo que trabaja en Hacienda. El arquitecto es huérfano y heredó una casa en la bahía de Monterrey.
—¿Crees que está allí de vacaciones?
—Está allí, y lo único que va a excitarle es precisamente esa cabaña.
—¿Porqué?
—Porque no hay teléfono, cosa que me parece extraña en una casa aislada; la línea está cortada desde hace más de diez años y nunca ha vuelto a ser puesta en servicio. En cambio, el viernes pasado pidió que conectaran la corriente eléctrica y el agua. El domingo regresó a esa casa por primera vez desde hace mucho tiempo. Pero eso no es un crimen.
—Pues, mira tú por dónde, ese último dato es el que me hace feliz.
—¡Vaya por Dios!
—Has hecho un buen trabajo. Con una mente tan retorcida como la que tienes, seguramente serás un buen poli.
—Viniendo de usted, tendré que tomarme eso como un cumplido.
—¡Sin duda! —intervino Nathalia.
—Ve a ver a la señora Kline con la foto y pregúntale si es el tipo de La Marina al que no le gusta la eutanasia. Si lo identifica, entonces tenemos una buena pista.
Cuando el policía se hubo ido, George Pilguez se sumergió en el expediente de Arthur.
La mañana del jueves fue fructífera. A primera hora, el joven en prácticas le informó que la señora Kline había identificado al individuo sin vacilar. Pero el verdadero descubrimiento lo hizo justo antes de llevar a Nathalia a comer.
Aunque tenía ese dato delante de las narices desde hacía tiempo, no había establecido la relación. El domicilio de la joven secuestrada era el mismo que el del arquitecto. Con aquello, ya eran demasiados indicios para que el sujeto en cuestión fuese ajeno al asunto.
—¿Por qué pones esa cara? Deberías estar contento, la investigación parece que avanza —dijo Nathalia mientras se tomaba una Coca-Cola light.
—Porque no veo el móvil. Ese tipo no presenta el perfil de un perturbado. Y nadie va a un hospital a robar un cuerpo en coma por las buenas, para divertir a los amigos. Se necesita una verdadera razón. Y además, según los del hospital, se requiere cierta experiencia para poner ese puente central.
—Es una vía central, no un puente. ¿No será su novio?
La señora Kline le había asegurado que no, y había sido tajante en ese punto. Estaba casi segura de que no se conocían.
—¿Alguna relación con el apartamento? —preguntó Nathalia.
Tampoco, respondió el inspector. Era inquilino y, según la agencia inmobiliaria, había ido a parar allí por pura casualidad. Estaba a punto de firmar un contrato para otro apartamento en Filbert, pero un empleado diligente de la agencia se había empeñado en enseñarle ése, «que acababa de entrar en su stock» justo antes de que firmara.
—O sea que no hay ninguna premeditación en lo del domicilio.
—No, es una verdadera coincidencia.
—Entonces, ¿es él o no es él?
—No podemos afirmarlo —dijo George lacónicamente.
Ninguno de los elementos, tomados por separado, justificaba que estuviese implicado. Sin embargo, las piezas del puzzle encajaban de forma sorprendente. Dicho esto, sin móvil, Pilguez no podría hacer nada.
—No se puede acusar a un tipo porque tenga alquilado desde hace unos meses el apartamento de una mujer a la que secuestraron a principios de semana. En fin, va a costarme encontrar a un fiscal que me apoye.
Nathalia le sugirió que lo interrogara y lo hiciera derrumbarse «bajo un foco». El viejo poli se echó a reír.
—Ya me imagino el principio del interrogatorio: Señor, usted vive en el apartamento de una mujer en coma que fue secuestrada en la noche del domingo al lunes. Pidió que conectaran el agua y la electricidad en su casa de campo el viernes anterior al crimen. ¿Por qué? Y al llegar ahí, el tipo te mira fijamente a los ojos y te dice que no está muy seguro de haber comprendido el significado de la pregunta. Entonces tú no tienes más que decirle francamente que él es tu única pista y que te iría de coña que fuese el autor del secuestro.
—¡Tómate dos días y ve a verlo!
—Sin una orden del fiscal, todo lo que traiga no servirá para nada.
—A menos que traigas el cuerpo y siga con vida.
—¿Crees que es él?
—Yo creo en tu olfato, creo en los indicios y creo que cuando pones esa cara es que sabes que tienes al culpable pero aún no sabes cómo atraparlo. George, lo más importante es encontrar a la chica; aunque esté en coma, se trata de un secuestro. ¡Venga, paga la cuenta y vete al campo!
Pilguez se levantó, besó a Nathalia en la frente, dejó dos billetes en la mesa y salió a la calle apresuradamente.
Durante las tres horas y media que tardó en llegar a Carmel, no paró de buscar un móvil y de pensar en la manera de acercarse a su presa sin asustarla, sin atraer su atención.
P
oco a poco, la casa recobraba vida. Como esos niños que colorean dibujos procurando no salirse de los límites marcados, Arthur y Lauren entraban en las habitaciones, abrían las ventanas, retiraban las sábanas que cubrían los muebles, desempolvaban, sacudían y abrían los armarios, Y, poco a poco, los recuerdos de la casa se transformaban en instantes presentes. La vida volvía a imponerse. Aquel jueves, el cielo estaba encapotado y parecía como si el mar quisiera romper las rocas que le cerraban el paso en la parte inferior del jardín. Al final del día, Lauren se instaló en la galería y contempló el espectáculo. El agua se había tornado gris; arrastraba amasijos de algas con ramas de espinos. El cielo se había teñido de malva y luego de negro. Estaba contenta, le gustaba cuando la naturaleza decidía enfurecerse. Arthur había acabado de ordenar el saloncito, la biblioteca y el despacho de su madre. Al día siguiente pasarían al piso superior, con sus tres dormitorios.
Se sentó sobre los cojines que cubrían el borde del ventanal y miró a Lauren.
—¿Sabes que es la novena vez que te cambias de ropa desde la hora de comer?
—Sí. La culpa la tiene esa revista que compraste. No consigo decidirme, es todo precioso.
—Tu manera de comprar sería la envidia de todas las mujeres de la tierra.
—Pues espera, que no has visto el cuadernillo central.
—¿Qué dice el cuadernillo central?
—No dice nada, está dedicado a la ropa interior femenina.
Arthur presenció el desfile de modelos más sensual que haya visto un hombre. Más tarde, envueltos en la ternura de un amor satisfecho, el cuerpo y el alma sosegados, permanecieron acurrucados en la oscuridad mirando el mar. Finalmente se durmieron, acunados por el ruido de las olas.
Pilguez había llegado al anochecer. Se dirigió al Carmel Valley Inn.