Authors: Dan Simmons
Poseidón TCeó a la Tierra para supervisar la destrucción aquea de Troya. Ares se alzó, derramando sangriento icor dorado, y convocó a su lado a tres docenas de airados dioses, leales a Zeus todos, valedores de Troya todos. Hefesto TCeó de vuelta de donde lo habían enviado y esparció una venenosa niebla negra por todo el campo de batalla.
La guerra entre los Dioses empezó en ese momento y se extendió a todo el Olimpo y por Ilión en las horas que siguieron. Al anochecer, la cumbre del Olimpo ardía y partes del lago de la Caldera habían sido sustituidas por lava.
Mientras cabalgaba para enfrentarse a Aquiles, Pentesilea sabía con absoluta certeza que cada año, mes, día, hora y minuto de su vida hasta este segundo no había sido más que el preludio de la gloria que se avecinaba. Todo lo sucedido antes, cada aliento, cada momento de entrenamiento, cada victoria o derrota en el campo de batalla, no había sido más que preparación. En las horas venideras se cumpliría su destino. O triunfaría y Aquiles moriría, o ella estaría muerta y, lo que era infinitamente peor, caería en la vergüenza y sería olvidada.
La amazona Pentesilea no planeaba caer en la vergüenza y ser olvidada.
Cuando despertó de su siesta en el palacio de Príamo, Pentesilea se sentía fuerte y feliz. Se había tomado su tiempo para bañarse y, cuando estuvo vestida (de pie delante del espejo de metal pulido en sus habitaciones de invitada), prestó atención a su cara y su cuerpo de un modo que rara vez había hecho, si lo había hecho alguna.
Pentesilea sabía que era hermosa según los más altos cánones de hombres, mujeres y dioses. No le importaba. Simplemente no era importante para su alma guerrera. Pero aquel día, mientras se colocaba sin prisa la ropa limpia y la reluciente armadura, se permitió admirar su propia belleza. Después de todo, pensó, sería lo último que vería jamás Aquiles, el de los pies alados.
A sus veintipocos años, la amazona tenía rostro de niña y sus grandes ojos verdes parecían aún más grandes cuando quedaban enmarcados, como entonces, por sus cortos rizos rubios. Sus labios eran firmes y rara vez sonreían, pero también eran carnosos y sonrosados. El cuerpo reflejado en el metal bruñido era musculoso y estaba bronceado tras horas de natación, entrenamiento y caza al sol, pero no flaco. Tenía las caderas y el trasero abundantes de una mujer, cosa que advirtió con un leve puchero de desaprobación mientras se abrochaba el cinturón de plata en torno a la fina cintura. Los pechos de Pentesilea eran más altos y redondos que los de la mayoría de las mujeres, incluso que los de sus camaradas amazonas, y sus pezones eran sonrosados en vez de marrones. Era virgen y se proponía seguir así el resto de su vida. Que su hermana mayor (dio un respingo al pensar en la muerte de Hipólita) se dejara seducir por los trucos de los hombres y fuera llevada al cautiverio para ser usada como reproductora por algún macho velludo... ésa nunca sería la opción de Pentesilea.
Mientras se vestía, sacó el mágico bálsamo perfumado de un frasquito plateado en forma de granada y se lo frotó sobre el corazón, en la base de la garganta y sobre la línea vertical de vello dorado que le subía desde el sexo. Tales eran las instrucciones de la diosa Afrodita, quien se le había aparecido el día después de que Palas Atenea le hablara por primera vez y le encomendara aquella misión. Afrodita le había asegurado que el perfume, más poderoso que la ambrosía, había sido formulado por la mismísima diosa del amor para que afectara a Aquiles y sólo a Aquiles, que quedaría sumido en un estado de abrumadora lujuria. Pentesilea tenía dos armas secretas: la lanza que le había entregado Atenea, que no podía fallar su objetivo, y el perfume de Afrodita. El plan de Pentesilea era descargar a Aquiles un golpe mortal mientras el de los pies ligeros permanecía quieto, abrumado de deseo.
Una de sus camaradas amazonas, probablemente su fiel capitana Clonia, había bruñido su armadura de reina antes de permitirse un descanso. El bronce y el oro resplandecían en el espejo de metal. Las armas de Pentesilea estaban cerca: el arco y el carcaj de flechas perfectamente rectas con sus plumas rojas, la espada (más corta que la de los hombres, pero perfectamente equilibrada e igual de mortífera al contacto que la hoja de cualquier varón) y su hacha de batalla de doble filo, que solía ser el arma favorita de las amazonas. Pero no aquel día.
Sopesó la lanza que le había entregado Atenea. Livianísima, parecía dispuesta a volar hacia su objetivo. La larga y aserrada punta no era de bronce, ni siquiera de hierro, sino de algún metal más afilado forjado en el Olimpo. Nada podía oscurecerlo. Ninguna armadura podía detenerlo. La punta, le había explicado Atenea, había sido sumergida en el veneno más mortífero conocido por los dioses. Un corte en el talón mortal de Aquiles y el veneno se abriría paso hasta el corazón del héroe, lo derribaría en cuestión de segundos enviándolo al Hades unos instantes más tarde. La lanza zumbó en la mano de Pentesilea. Estaba tan ansiosa como ella por penetrar en la carne de Aquiles y derribarlo, llenando sus ojos y su boca y sus pulmones de la negrura de la muerte.
Atenea le había hablado en susurros a Pentesilea sobre la fuente de la práctica invulnerabilidad de Aquiles: le había contado el intento de Tetis de convertir al bebé en inmortal, frustrado por Peleo, que había sacado al niño del Fuego Celestial. «El talón de Aquiles es mortal —había susurrado Atenea—. Su conjunto de probabilidad cuántica no ha sido manipulado con...» Lo que quiera que fuese aquello para Pentesilea significaba que iba a matar a Aquiles, el asesino de hombres... y de mujeres y violador también, lo sabía; una plaga para las mujeres en su conquista de casi una docena de ciudades tomadas por el de los pies ligeros y sus mirmidones mientras los otros aqueos dormían sobre sus laureles y ganancias, allí, en la costa. Incluso en sus lejanas tierras amazónicas, más al norte, la joven Pentesilea había oído que había dos guerras troyanas: la de los griegos que concentraban su lucha allí, en Ilión, con largos períodos de tregua y festines, y la de Aquiles que continuaba su larga década de destrucción de ciudades y su reguero de muerte por toda Asia Menor. Diecisiete ciudades habían caído ante sus implacables ataques.
«Y ahora le toca a él el turno de caer.»
Pentesilea y sus mujeres cabalgaban por una ciudad llena de confusión y voces de alarma. Desde las murallas se gritaba que los aqueos se reunían tras Agamenón y sus capitanes. El rumor era que los griegos planeaban un ataque a traición mientras Héctor dormía y el valiente Eneas estaba en el frente, al otro lado del Agujero. Pentesilea distinguió a grupos de mujeres deambulando sin rumbo, ataviadas con trozos sueltos de armaduras masculinas como si pretendieran ser amazonas. Los vigías de las murallas hicieron sonar las trompetas y las grandes puertas Esceas se cerraron tras Pentesilea y sus guerreras.
Ignorando a los presurosos combatientes troyanos que corrían hacia sus posiciones en la llanura, entre la ciudad y el campamento aqueo, Pentesilea guió a su docena de mujeres hacia el Agujero. Lo había visto en el momento de su llegada, pero todavía hacía que el corazón le latiera de excitación. De más de sesenta metros de altura, era un perfecto círculo que surgía del cielo de invierno y anclaba su parte inferior en las llanuras rocosas situadas al este de la ciudad. Al norte y el oeste (lo sabía, puesto que había llegado procedente de esa dirección) no había ningún Agujero. Ilión y el mar eran visibles y no había ni rastro de aquella hechicería. Sólo cuando se acercaba una desde el suroeste el Agujero se hacía visible.
Aqueos y troyanos (manteniéndose apartados entre sí pero sin combatir) atravesaban el Agujero a pie y en carros, en largas columnas, como si se hubiera ordenado una evacuación. Respondían a mensajes de Ilión y el campamento de Agamenón, imaginó Pentesilea, con la orden de abandonar sus posiciones en el frente de lucha contra los dioses y volver rápido a casa para renovar las hostilidades mutuas.
A Pentesilea no le importaba. Su objetivo era la muerte de Aquiles. Cualquier aqueo, o troyano, que cometiera el error de interponerse entre ella y ese objetivo lo pagaría caro. Había enviado antes al Hades a legiones de hombres en batalla, y lo haría de nuevo si era preciso.
Contuvo la respiración cuando condujo su doble columna de caballería amazónica a través del Agujero, pero todo lo que sintió al salir al otro lado fue una extraña sensación de ligereza, un sutil cambio en la luz y una momentánea falta de aliento cuando intentó volver a respirar, como si de repente se hallara en la cima de una montaña donde el aire fuera menos denso. El caballo de Pentesilea también pareció notar el cambio y se debatió contra sus riendas, pero ella lo obligó a continuar su rumbo.
No pudo apartar los ojos del Olimpo. El monte llenaba el horizonte occidental... no, llenaba el mundo... no, era el mundo. Estaba justo delante de ella, más allá de las pequeñas partidas de hombres y moravecs y lo que parecían ser cadáveres en el terreno rojo. La amazona había perdido de repente todo interés por cualquier cosa que no fuera el Olimpo, que se alzaba primero en acantilados verticales hasta una altura de tres kilómetros, en la base del hogar de los dioses, y luego quince kilómetros más montaña arriba, mientras sus faldas se elevaban y se elevaban...
—Mi reina.
Pentesilea oyó la voz como en la distancia y reconoció al instante que se trataba de Bremusa, su segunda tras la fiel Clonia, pero la ignoró igual que ignoraba la visión del límpido océano a su derecha o las grandes cabezas de piedra que se extendían por la orilla. Esas cosas no significaban nada al lado de la incomparable realidad del Olimpo. Pentesilea se apoyó en su fina silla de montar para seguir el perfil de la montaña, más y más alto, y luego infinitamente alto hasta el cielo celeste y más allá...
—Mi reina.
Pentesilea se giró para reprender a Bremusa y vio que las otras mujeres habían detenido sus monturas. La reina amazona sacudió la cabeza como si emergiera de un sueño y volvió junto a ellas.
Advirtió ahora que todo el tiempo que había permanecido embelesada por el Olimpo habían pasado mujeres junto a ellas en aquel lado del Agujero: mujeres que corrían, gritaban, tropezaban, sollozaban, caían. Clonia había desmontado y sostenía la cabeza de una de aquellas mujeres en su rodilla. La mujer vestía una extraña túnica escarlata.
—¿Quiénes? —preguntó Pentesilea, mirando como desde una gran altura. Cayó en la cuenta de que habían estado siguiendo un sendero de armaduras abandonadas durante el último kilómetro.
—Los aqueos —jadeó la mujer moribunda—. Aquiles...
Si había llevado armadura, no le había servido de nada. Le habían cortado los pechos. Estaba casi desnuda. La túnica escarlata era en realidad su propia sangre.
—Llevadla a... —empezó a decir Pentesilea, pero calló. La mujer había muerto.
Clonia montó y se situó a la derecha de Pentesilea, algo retrasada, como cabalgaba siempre. La reina notaba la cólera surgiendo de su vieja camarada como el calor de una hoguera.
—Adelante —ordenó Pentesilea, y acicateó su corcel de guerra. Llevaba el hacha cruzada sobre el pomo de la silla y la lanza de Atenea en la mano derecha. Galoparon el último medio kilómetro hasta la banda de mujeres que había por delante. Los aqueos se inclinaban y levantaban entre los cadáveres: saqueándolos. El sonido de la risa de los griegos flotaba claro en el fino aire.
Habían caído unas cuarenta mujeres. Pentesilea redujo el paso de su caballo, pero las dos líneas de caballería amazónica tuvieron que romper filas. A los caballos no les gusta, ni siquiera a los de batalla, pisar a seres humanos, y los cadáveres ensangrentados habían caído tan apiñados que los animales tenían que sortearlos con cuidado, colocando sus pesados cascos en los pocos espacios libres que hubiera entre los cuerpos.
Los hombres alzaron la cabeza y dejaron de saquear y rebuscar. Pentesilea calculó que habría un centenar de aqueos, pero ninguno conocido. No había entre ellos ningún héroe griego. Miró quinientos o seiscientos metros más adelante y vio a un grupo más noble de hombres que caminaban de regreso hacia el cuerpo del ejército principal aqueo.
—Mirad, más mujeres —dijo el más tordo de los que despojaban de sus armaduras a los cadáveres femeninos—. Y esta vez nos han traído caballos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Pentesilea.
El hombre sonrió, mostrando mellas y dientes podridos.
—Me llamo Molión y estoy tratando de decidir si follarte antes o después de matarte, mujer.
—Debe ser una decisión difícil para una mente tan limitada —respondió tranquilamente Pentesilea—. Conocí a un Molión una vez, pero era troyano, auriga de Timbreo. Además, ese Molión era un hombre vivo y tú eres un perro muerto.
Molión hizo una mueca y desenvainó su espada.
Sin desmontar, Pentesilea blandió su hacha de doble filo y lo decapitó. Luego azuzó a su gran caballo y atropelló a otros tres que apenas tuvieron tiempo de alzar el escudo antes de caer aplastados.
Con un grito que no era de este mundo, sus doce camaradas amazonas corrieron a la batalla tras ella, pisoteando, cortando, atravesando y lanceando aqueos como si cosecharan trigo con una guadaña. Los hombres que se alzaban para combatir, morían. Los que corrían, morían. La misma Pentesilea mató a los siete últimos que habían estado desnudando cadáveres con Molión y sus tres amigos aplastados.
Sus camaradas Euandra y Termodoa habían abatido al último aqueo suplicante (un bastardo especialmente feo y llorón que anunció que su nombre era Tersites y suplicó piedad) y Pentesilea sorprendió a sus hermanas ordenándoles que lo dejaran marchar.
—Lleva este mensaje a Aquiles, Diomedes, los dos Áyax, Odiseo, Idomeneo y los otros héroes argivos que veo mirándonos desde la colina —le gritó a Tersites—. Diles que yo, Pentesilea, reina de las amazonas, hija de Ares, amada de Atenea y Afrodita, he venido a poner fin a la miserable vida de Aquiles. Diles que lucharé con Aquiles en combate singular si lo desea, pero que mis camaradas amazonas y yo los mataremos a todos, si insisten. Ve, entrega mi mensaje.
El feo Tersites salió corriendo a toda la velocidad que le permitían sus temblorosas piernas. Clodia, brazo derecho de Pentesilea, que no era hermosa pero sí tremendamente audaz, cabalgó hacia ella.
—Mi reina, ¿qué estás diciendo? No podemos combatir contra todos los héroes aqueos. Cualquiera de ellos es una leyenda... Juntos son invencibles, un rival inigualable para trece amazonas.