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Authors: Dan Simmons

Olympos (9 page)

BOOK: Olympos
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Hera se levantó, retrocedió un paso y mostró sus manos blancas.

—¿Hay un dios en este monte que no sea pariente tuyo, esposo mío? Yo soy tu hermana además de tu esposa. Al menos Deméter tiene experiencia dando a luz cosas extrañas. Y tiene poco que hacer estos días, ya que los mortales no siembran ni recolectan ninguna cosecha de grano.

—Así sea —dijo Zeus, y ordenó a Hefesto—: entrega la carne de mi hijo a Deméter. Dile que es la voluntad de su señor, el mismísimo Zeus, que coma esta carne y vuelva a mi hijo a la vida. Asigna a tres de mis Furias para que la vigilen hasta que ese nacimiento tenga lugar.

El dios del fuego se encogió de hombros y se guardó en una de sus bolsas el trozo de carne.

—¿Quieres ver las imágenes de la pira de Paris?

—Sí —dijo Zeus. Regresó a su trono y se sentó, indicando el escalón que Hera había dejado libre cuando se puso en pie.

Ella regresó obediente y ocupó su lugar, pero no volvió a apoyar el brazo en su pierna. Gruñendo para sí, Hefesto se acercó a la cabeza del perro, la agarró por las orejas y la llevó al estanque de visión. Se agachó en el borde, sacó una herramienta curva de metal de uno de sus cinturones del pecho y sacó de su cuenca el ojo izquierdo del perro. No manó sangre. Sacó el ojo con facilidad; filamentos rojos, verdes y blancos de nervio óptico se extendían hasta la cuenca vacía y se desenrollaron cuando el dios del fuego tiró. Cuando tuvo dos palmos de brillantes filamentos extendidos, sacó otra herramienta del cinturón y los cortó.

Tras quitar con los dientes mucosidades y aislamiento, Hefesto dejó al descubierto los brillantes cables de oro del interior y los conectó a lo que parecía ser una pequeña esfera de metal que sacó de una de sus bolsas. Arrojó el ojo y los filamentos nerviosos de colores al estanque mientras sostenía la esfera.

Inmediatamente el estanque se llenó de imágenes tridimensionales. El sonido rodeó a los tres dioses mientras surgía de los microaltavoces piezoeléctricos colocados en los muros y columnas.

Las imágenes de Ilión desde el punto de vista de un perro: bajas, con muchas rodillas desnudas y grebas de bronce para proteger las espinillas.

—Prefería nuestras antiguas imágenes —murmuró Hera.

—Los moravecs detectan y abaten todas nuestras cápsulas, incluso los puñeteros ojos de insecto —dijo Hefesto, todavía haciendo avanzar la procesión funeraria de Paris—. Tenemos suerte de poder...

—Silencio —ordenó Zeus. La voz resonó en los muros como un trueno—. Allí. Eso. Sonido. Los tres contemplaron los últimos minutos de los ritos funerarios, incluida la muerte de Dionisos a manos de Héctor.

Vieron al hijo de Zeus mirar directamente al perro de la multitud cuando dijo: «Cómeme.»

—Puedes apagarlo —dijo Hera, cuando las imágenes mostraban a Héctor lanzando la antorcha a la pira.

—No —dijo Zeus—. Deja que siga.

Un minuto más tarde, el dios del Relámpago se levantó de su trono y caminó hacia el estanque de holovisión con el ceño fruncido, los ojos echando chispas y los puños apretados.

—¡Cómo se atreve el mortal Héctor a llamar a Bóreas y Céfiro para que animen la hoguera que contiene las tripas y las pelotas y las entrañas de un dios! ¡CÓMO SE ATREVE!

Zeus TCeó para marcharse y un trueno restalló mientras el aire llenaba de inmediato el espacio donde el dios se encontraba un microsegundo antes.

Hera negó con la cabeza.

—Contempla sin inmutarse el asesinato ritual de su hijo Dionisos, pero monta en cólera cuando Héctor trata de invocar a los dioses del viento. El Padre está mal, Hefesto.

Su hijo gruñó, recogió el ojo y lo colocó en una bolsa junto con la esfera metálica. Metió la cabeza del perro en otra bolsa más grande.

—¿Necesitas algo más de mí esta mañana, hija de Cronos?

Ella indicó el cadáver del perro, cuyo panel ventral seguía abierto.

—Llévate eso.

Cuando su hosco hijo se marchó, Hera se tocó el pecho y se teletransportó cuánticamente para abandonar el Gran Salón de los Dioses.

Nadie podía TCearse a los dormitorios de Hera, ni siquiera ella misma. Hacía mucho tiempo (si su memoria inmortal no la engañaba, ya que todas las memorias eran ya sospechosas) le ordenó a su hijo Hefesto que asegurara sus habitaciones con sus dotes de artificiero: con campos de fuerza de flujo cuántico, similares pero no idénticos a los que las criaturas moravec habían usado para proteger Troya y los campamentos aqueos de la intrusión divina, lo suficientemente fuertes para aguantar incluso a un Zeus furioso y desatado. Hefesto los había sujetado a las jambas de la puerta, cerrándolo todo con el cerrojo secreto de una clave telepática que Hera cambiaba cada día.

Abrió mentalmente ese cerrojo y entró, asegurando la brillante barrera de metal tras de sí y pasando a sus baños, donde se quitó la túnica y la fina ropa interior.

Primero Hera, la de ojos de buey, se dio su baño, que era profundo y estaba alimentado por los puros manantiales de hielo del Olimpo y calentado por los motores infernales de Hefesto que conectaban con el núcleo de calor del viejo volcán. Usó primero ambrosía para eliminar cualquier leve mancha o sombra de imperfección de su esplendorosa piel blanca.

Luego Hera, la de los níveos brazos, ungió su cuerpo eternamente adorable y excitante con crema de oliva y aceite perfumado. Se decía en el Olimpo que la fragancia de este aceite, usado solamente por Hera, agitaba no sólo a todas las divinidades masculinas de los salones de suelos de bronce de Zeus, sino que podía extenderse y llegar a la Tierra en una nube perfumada que hacía que los ingenuos mortales perdieran la cabeza con ansia frenética.

Luego la hija del poderoso Cronos arregló sus brillantes y ambrosíacos mechones alrededor de su afilado rostro y se vistió con una túnica ambrosíaca que le había hecho Atenea, cuando las dos fueron amigas hacía mucho tiempo. La túnica era maravillosamente suave, con muchos diseños y figuras, incluyendo un intrincado brocado rosa hecho por los dedos de Atenea y su telar mágico. Hera sujetó este material divino sobre sus altos pechos con un broche de oro y, justo bajo sus pechos, una cinta ornamentada con un centenar de borlas flotantes.

En los lóbulos de sus orejas cuidadosamente perforadas, que asomaban como pálidas y tímidos seres marinos de sus oscuros rizos perfumados, Hera se colgó los pendientes, triples gotas de racimos de moras cuyo destello plateado se clavaría como un anzuelo en todos los corazones masculinos.

Luego se cubrió la frente con un fresco velo de vaporosa tela dorada que brillaba como la luz del sol en contraste con sus rosados pómulos. Finalmente se calzó las flexibles sandalias en los suaves y pálidos pies, cruzando las cintas de oro sobre las suaves pantorrillas.

Radiante de la cabeza a los pies, Hera se detuvo junto a la pared reflectante de la puerta de su baño, observó el reflejo un momento en silencio y dijo en voz baja:

—Todavía lo tienes.

Dejó sus habitaciones y entró en el salón de mármol, se tocó el pecho izquierdo y se teletransportó cuánticamente.

Hera encontró a Afrodita, diosa del amor, caminando sola por las pendientes herbosas de la cara sur del monte Olimpo. Faltaba poco para la puesta de sol. Los templos y hogares de los dioses, al este de la caldera, estaban bañados de luz, y Afrodita había estado admirando el frío brillo del océano marciano al norte y los campos helados cercanos a la cima de los tres enormes volcanes visibles al este, hacia los cuales el Olimpo proyectaba su enorme sombra a lo largo de más de doscientos kilómetros. El panorama era levemente borroso debido al habitual campo de fuerza que rodeaba el Olimpo y que les permitía respirar y sobrevivir y caminar en gravedad casi terrestre tan cerca del vacío del espacio, por encima del terraformado Marte, y también a la titilante égira que Zeus había colocado alrededor del Olimpo al principio de la guerra.

El Agujero de allí abajo (un agujero recortado a la sombra del Olimpo, brillando por dentro con la puesta de sol de un mundo distinto y lleno de líneas de luces de fuegos mortales y transportes moravec en movimiento) era un recordatorio de esa guerra.

—Querida niña —llamó Hera a la diosa del amor—, ¿harías algo por mí si te lo pidiera, o te negarías? ¿Sigues enfadada conmigo por ayudar a los argivos estos diez años mortales mientras tú defendías a tus amados troyanos?

—Reina de los cielos, amada de Zeus, pídeme lo que quieras —respondió Afrodita—. Estoy ansiosa por obedecer. Haré lo que pueda hacer por alguien tan poderoso como tú.

El sol casi se había puesto y dejado a ambas diosas en la oscuridad, pero Hera advirtió que la piel de Afrodita y su omnipresente sonrisa brillaban con luz propia. Hera respondió sensualmente a ello como hembra: no podía imaginar cómo se sentían en presencia de Afrodita los dioses varones, mucho menos los mortales de débil voluntad.

Tras tomar aliento, ya que sus siguientes palabras la comprometerían en el más peligroso plan de todos los planes que había ideado nunca, Hera dijo:

—¡Dame tus poderes para crear Amor, para provocar Ansia, todos los poderes que usas para abrumar a los dioses y a los hombres!

La sonrisa de Afrodita permaneció, pero entornó levemente sus claros ojos.

—Por supuesto que lo haré, hija de Cronos, si así me lo pides... pero ¿por qué requiere mis escasas artes alguien que yace ya en los brazos del poderoso Zeus?

Hera mantuvo la voz firme mientras mentía. Como la mayoría de los mentirosos, dio demasiados detalles.

—Esta guerra me cansa, diosa del Amor. Los planes y esquemas entre los dioses y entre los argivos y troyanos hieren mi corazón. Ahora voy a los confines de la generosa otra-tierra a visitar a Océano, esa fuente de la que han brotado los dioses, y a la madre Tetis. Estos dos me criaron amablemente en su propia casa y me protegieron de Rea cuando el atronador Zeus, el del ancho ceño, expulsó a Cronos a las profundidades de la tierra y los yermos mares salados y construyó nuestro nuevo hogar aquí, en este frío mundo rojo.

—Pero ¿por qué, Hera, necesitas mis pobres encantos para visitar a Océano y Tetis? —preguntó Afrodita en voz baja.

Hera sonrió su traición.

—Los Antiguos se han distanciado, su lecho nupcial se ha enfriado. Ahora voy a visitarlos y disolver su antigua enemistad y enmendar su discordia. Durante demasiado tiempo han estado separados el uno de la otra y de su lecho de amor... Quiero atraerlos de vuelta al amor, al cálido cuerpo de cada uno, y las meras palabras no serán suficientes en este esfuerzo. Así que te pido, Afrodita, como amorosa amiga y una que desea que dos viejos amigos vuelvan a amar, que me prestes uno de los secretos de tus encantos para que pueda ayudar en secreto a Tetis a ganarse de nuevo el deseo de Océano.

La encantadora sonrisa de Afrodita se hizo aún más radiante. El sol se había puesto ya sobre el borde de Marte, la cima del Olimpo había sido arrojada a las sombras, pero la sonrisa de la diosa del amor caldeaba ambas cosas.

—No estaría bien por mi parte negarme a tu amorosa petición, oh esposa de Zeus, ya que tu marido, nuestro señor, nos manda a todos.

Con eso, Afrodita soltó de debajo de sus pechos su banda secreta y sostuvo en la mano la fina telaraña de tela y microcircuitos.

Hera la miró, la boca súbitamente seca. «¿Me atreveré a seguir adelante con esto? Si Atenea descubre lo que voy a hacer, ella y sus amigos dioses conspiradores me atacarán sin piedad. Si Zeus se entera de mi traición, me destruirá hasta un punto que ninguna tina sanadora ni ningún Curador extraño conseguirá restaurar siquiera en mí un simulacro de vida olímpica.»

—Dime cómo funciona —le susurró a la diosa del amor.

—En esta banda están todos los trucos de la seducción —dijo Afrodita en voz baja—. El calor del Amor, el palpitante arrebato del Ansia, las sinuosas pendientes del Sexo, los urgentes gritos del amante y los susurros del cariño.

—¿Todo en esa pequeña banda para el pecho? —dijo Hera—. ¿Cómo funciona?

—Contiene la magia para hacer que cualquier hombre se vuelva loco de deseo —susurró Afrodita.

—Sí, sí, pero ¿cómo funciona? —Hera oyó la impaciencia en sus propias palabras.

—¿Cómo voy a saberlo? —preguntó la diosa del Amor, riendo ahora—. Era parte del paquete que recibí cuando... él... nos hizo dioses. ¿Un espectro amplio de feromonas?

¿Segregadores de hormonas nanocreados? ¿Energía de microondas dirigida a los centros de sexo y placer del cerebro? No importa... Aunque es sólo uno de mis muchos trucos, funciona. Pruébatela, esposa de Zeus.

Hera sonrió. Se colocó la banda bajo sus altos pechos de modo que quedó apenas oculta por su túnica.

—¿Cómo la activo?

—¿Quieres decir cómo ayudarás a la Madre Tetis a activarla? —preguntó Afrodita, todavía sonriendo.

—Sí, sí.

—Cuando llegue el momento, tócate los pechos como si activaras los nanodisparadores TC, pero en vez de imaginar un lugar lejano donde teletransportarte, deja que un dedo toque el tejido de circuitos de la banda y ten pensamientos lujuriosos.

—¿Eso es todo? ¿Nada más?

—Eso es todo —dijo Afrodita—, pero será suficiente. Un nuevo mundo se encuentra en el tejido de esta banda.

—Gracias, diosa del Amor —dijo Hera formalmente. Lanzadas láser apuntaban hacia arriba, atravesando el campo de fuerza que había sobre ellas. Un moscardón moravec o una nave había salido por el Agujero y ascendía en el espacio.

—Sé que no regresarás sin haber cumplido tu misión —dijo Afrodita—. Lo que tu ansioso corazón esté dispuesto a hacer, estoy segura de que se cumplirá.

Hera sonrió una vez más. Luego se tocó los pechos, cuidando de no rozar la banda colocada justo bajo sus pezones, y se teletransportó, siguiendo la pista cuántica que Zeus había creado a través de los pliegues del espacio-tiempo.

7

Al amanecer, Héctor ordenó que apagaran con vino los fuegos funerarios. Después él y los camaradas más queridos de Paris empezaron a hurgar entre las ascuas, poniendo un cuidado infinito en la búsqueda de los huesos del otro hijo de Príamo mientras los separaban de las cenizas y los huesos calcinados de los perros, los caballos y el débil dios. Esos huesos menores habían caído todos cerca del borde de la pira, mientras que los restos calcinados de Paris habían permanecido cerca del centro.

Sollozando, Héctor y sus camaradas guardaron los huesos de Paris en una urna dorada que sellaron con una doble capa de grasa, como era costumbre para los valientes y los nacidos de noble cuna. Luego, en solemne procesión, llevaron la urna por las calles abarrotadas y los mercados (campesinos y guerreros por igual se apartaban para dejarlos pasar en silencio) y entregaron los restos al terreno despejado de escombros donde se alzaba el ala sur del palacio de Príamo antes del primer bombardeo olímpico, ocho meses antes. En el centro del cráter se alzaba una tumba provisional de bloques de piedra dispersos durante el bombardeo; de Hécuba, esposa de Príamo, reina y madre de Héctor y Paris, había ya en esa tumba los pocos huesos que habían podido recuperar de ella. Héctor cubrió la urna de su hermano con una liviana mortaja de lino y la colocó personalmente en el agujero.

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