Olympos (20 page)

Read Olympos Online

Authors: Dan Simmons

BOOK: Olympos
12.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Tal vez queramos traer cosas de vuelta —dijo Mahnmut.
¿Dónde estás?
, envió a Orphu.

Ahora estoy en el casco inferior, pero me reuniré con vosotros en la Gran Sala Pistón.

—¿Rocas? ¿Muestras de terreno? —dijo Hockenberry. Era un muchacho cuando los débiles humanos habían puesto por primera vez el pie en la Luna. Recordó que estaba sentado en el patio trasero de la casa de sus padres viendo las espectrales imágenes en blanco y negro del mar de la Tranquilidad en una tele pequeña colocada sobre una mesa de picnic, con un cable de extensión que llegaba hasta la casa de verano, mientras la luna medio llena era visible a través de las hojas del roble.

—Personas —respondió Mahnmut—. Tal vez miles o decenas de miles de personas. Un momento, vamos a atracar.

El moravec ordenó silenciosamente a las holoportillas que se conectasen: conectarse en el ángulo adecuado a más de trescientos metros en el casco vertical de una nave espacial era una visión que daba vértigo a cualquiera.

Hockenberry preguntó poco y dijo menos durante su recorrido por la nave. Había imaginado una tecnología muy superior a su capacidad: paneles de control mentales que desaparecerían con el pensamiento, más asientos de campo de energía, un entorno construido para cero-g sin ningún sentido de arriba o abajo... pero lo que vio parecía una gigantesca nave de vapor del siglo XIX o de principios del XX. Le pareció estar haciendo una visita al
Titanic
.

Los controles eran físicos, de metal y plástico. Los asientos eran físicos (suficientes, parecía, para una tripulación de unos treinta moravecs), de proporciones inadecuadas para los humanos. Había además largas taquillas de almacenamiento, camastros de metal y mamparas de nilón. Pisos enteros estaban marcados con hileras de aspecto high-tech y sarcófagos para un millar de soldados moravec, que, según explicó Mahnmut, harían el viaje en un estado distinto de la muerte pero por debajo de la conciencia. A diferencia de en su viaje a Marte, dijo el moravec, esta vez irían armados y preparados para la batalla.

—Animación suspendida —dijo Hockenberry, que no se había perdido ni una película de ciencia ficción. Su esposa y él tenían televisión por cable en los últimos años.

—En realidad no —respondió Mahnmut—. Más o menos.

Había escalas y anchas escaleras y ascensores y todo tipo de anacrónicos artilugios mecánicos. Había compuertas y laboratorios y arsenales de armas. Los muebles (había muebles) eran grandes y macizos, como si el peso no fuera ningún inconveniente. Burbujas de astronavegación daban a las paredes del borde del cráter Stickney y Marte, las luces del astillero y el trabajo de los moravecs. Había salas de reuniones y cocinas y cubículos para dormir y cuartos de baño, todo lo cual, explicó Mahnmut apresuradamente, era para pasajeros humanos, por si tenían alguno a la ida o a la vuelta.

—¿Cuántos pasajeros humanos? —preguntó Hockenberry.

—Hasta diez mil.

Hockenberry silbó.

—¿Entonces esto es una especie de arca de Noé?

—No —dijo el pequeño moravec—. El barco de Noé tenía trescientos codos de largo por cincuenta de ancho y treinta de alto. Eso equivale a ciento veinte metros de largo, veintidós de ancho y trece de alto. El volumen del arca de Noé era de aproximadamente veintitrés mil metros cúbicos y su tonelaje de trece mil novecientas sesenta toneladas. Esta nave tiene más del doble de longitud, la mitad de anchura, aunque ya has visto que algunas secciones, como los cilindros-habitáculo y las sentinas, son más anchas, y pesa más de cuarenta y seis mil toneladas. El arca de Noé era un bote de remos en comparación con este navío.

Hockenberry descubrió que no tenía nada que responder.

Mahnmut lo condujo hasta un pequeño ascensor de caja de acero, y descendieron nivel tras nivel dejando atrás las bodegas, donde Mahnmut explicó que iría su sumergible europano,
La Dama Oscura
, y atravesaron lo que el moravec describió como «almacenamiento de cargadores». La palabra «cargador» tenía connotaciones militares para Hockenberry, pero se dijo que no podía tratarse de eso. Dejó las preguntas para más tarde.

Se reunieron con Orphu de Io en la sala de máquinas, que el gran moravec llamada la Gran Sala Pistón. Hockenberry expresó su satisfacción de ver a Orphu con todo su arreo de patas y sensores (sin ojos reales, comprendió) y los dos hablaron sobre Proust y la pena durante unos minutos antes de reemprender la visita.

—No sé... —dijo Hockenberry por fin—. Una vez me describisteis la nave que os trajo desde Júpiter, y su tecnología era muy superior al alcance de mis conocimientos. Todo lo que estoy viendo aquí parece... parece... no sé.

Orphu murmuró en voz alta. Cuando hablaba, pensó Hockenberry no por primera vez, el gran moravec parecía Falstaff.

—Probable te parece la sala de máquinas del
Titanic
—dijo Orphu.

—Bueno, sí. ¿Debería? —preguntó Hockenberry, tratando de no parecer más ignorante en tales asuntos de lo que era—. Quiero decir, vuestra tecnología moravec debe estar a tres mil años de distancia del
Titanic
. Tres mil años más allá del final de mi vida a principios del siglo XXI, incluso. ¿Por qué... esto?

—Porque se basa en planos de mediados del siglo XX —murmuró Orphu de Io—. Nuestros ingenieros querían algo rápido y sucio que nos llevara a la Tierra en el menor tiempo posible. En este caso, en unas cinco semanas.

—Pero Mahnmut y tú me dijisteis que vinisteis del espacio de Júpiter en cuestión de días. Y recuerdo que hablasteis de velas solares de boro, motores de fusión... un montón de cosas que no comprendí. ¿Usáis esas cosas en esta nave?

—No —respondió Mahnmut—. Teníamos la ventaja de venir hacia el interior del sistema y poder emplear la energía del tubo de flujo de Júpiter y aceleración lineal en la órbita joviana... un aparato en el que nuestros ingenieros llevan trabajando más de dos siglos. No tenemos nada parecido aquí, en la órbita de Marte. Hemos tenido que construir esta nave desde cero.

—Pero ¿por qué la tecnología del siglo XX? —preguntó Hockenberry, contemplando los enormes pistones y marchas que brillaban alzándose hacia el techo a veinte o veinticinco metros de altura en la gigantesca sala. Sí que parecía la sala de máquinas de aquella película del
Titanic
, sólo que más... más grande, con más pistones, más bronce brillante y acero y hierro. Más palancas. Más válvulas. Y había cosas que parecían absorbedores de choque gigantescos. Y todos los indicadores parecía que leían la presión del vapor, no cosas relacionadas con reactores de fusión ni nada que se le pareciera. El aire olía a aceite y acero.

—Teníamos los planos —dijo Orphu—. Teníamos las materias primas, tanto traídas de los asteroides del Cinturón como extraídas aquí mismo, en Fobos y Deimos. Teníamos las unidades pulsátiles... —Hizo una pausa.

—¿Qué son las unidades pulsátiles? —preguntó Hockenberry.

Bocazas
, envió Mahnmut.

¿Qué, querías que le ocultara su existencia?
, envió Orphu.

Bueno, sí... al menos hasta que estuviéramos a unos cuantos millones de kilómetros de aquí, camino de la Tierra, preferiblemente con Hockenberry a bordo.

Cabía la posibilidad de que advirtiera el efecto de las unidades pulsátiles durante nuestra partida y sintiera curiosidad
, envió Orphu de Io.

—Las unidades pulsátiles son... pequeños aparatos de fisión —dijo Mahnmut en voz alta a Hockenberry—. Bombas atómicas.

—¿Bombas atómicas? ¿«Bombas» atómicas a bordo de esta nave? ¿Cuántas?

—Veintinueve mil setecientas en la cámara de almacenamiento por la que pasaste camino de la sala de máquinas —respondió Orphu—. Otras tres mil ocho en reserva, almacenadas bajo la sala de máquinas.

—Treinta y dos mil bombas atómicas —dijo Hockenberry en voz baja—. Supongo que esperáis luchar cuando lleguéis a la Tierra.

Mahnmut sacudió su cabeza roja y negra.

—Las unidades pulsátiles se usan como impulsor. Nos llevan a la Tierra. Hockenberry alzó las palmas de las manos en un gesto de incomprensión.

—Esos enormes pistones son... bueno, pistones —dijo Orphu—. Camino de la Tierra, lanzarán una bomba por un agujero situado en el centro de la placa impulsora que tenemos debajo, aproximadamente cada segundo, durante las primeras horas; luego una vez por hora durante el resto del vuelo.

—Por cada ciclo pulsátil —añadió Mahnmut—, lanzamos una carga, se ve un chorro de vapor en el espacio, untamos de aceite la placa impulsora para que actúe como antiabrasivo tanto para la placa como para la boca del tubo de eyección, la bomba explota y un destello de plasma choca contra la placa impulsora.

—¿No destruye eso la placa? —preguntó Hockenberry—. ¿Y la nave?

—En absoluto —dijo Mahnmut—. Vuestros científicos resolvieron todo esto en los años cincuenta del siglo XX. El plasma impulsa la placa hacia delante y hace que esos enormes pistones recíprocos se muevan adelante y atrás. Después de unos cuantos centenares de explosiones a popa, la nave empezará a adquirir auténtica velocidad.

—¿Y estos medidores? —dijo Hockenberry, poniendo la mano en uno que parecía un indicador de presión de vapor.

—Eso es un medidor de presión de vapor —respondió Orphu de Io—. El que tienes al lado es un medidor de presión de aceite. El que tienes encima es un regulador de voltaje. Tenías razón, amigo Hockenberry... esta sala sería más comprensible para un ingeniero del
Titanic
en 1912 que para un ingeniero de la NASA de tu época.

—¿Qué potencia tienen las bombas?

¿Se lo decimos?
, envió Mahnmut.

Por supuesto,
tensorrayó Orphu.
Ya es un poco tarde para empezar a mentirle a nuestro invitado.

—Cada carga impulsora es de poco más de cuarenta y cinco kilotones —dijo Mahnmut.

—Cuarenta y cinco kilotones cada una... veintitantas mil bombas... —murmuró Hockenberry—. Dejarán un rastro de radiactividad entre Marte y la Tierra, ¿no?

—Son bombas bastante limpias —dijo Orphu—. Para ser de fisión.

—¿Qué tamaño tienen? —preguntó Hockenberry. La sala de máquinas debía estar más caliente que el resto de la nave. Se dio cuenta porque tenía la barbilla, el labio superior y la frente perlados de sudor.

—Vamos a subir un nivel —dijo Mahnmut, acercándose a una escalera lo bastante ancha para que Orphu pudiera subir con ellos los amplios escalones—. Te lo enseñaremos.

Hockenberry calculó que la sala tendría unos cien metros de diámetro y la mitad de altura. Estaba casi completamente forrada de estantes y llena de cintas sin fin y palancas de metal y cadenas chirriantes y tubos. Mahnmut pulsó un enorme botón rojo y las cintas sin fin y las cadenas y los aparatos de clasificación empezaron a resonar y a moverse, haciendo avanzar cientos de miles de pequeños contenedores plateados que a Hockenberry le parecieron latas de refresco sin etiquetar.

—Parece el interior de una máquina dispensadora de Coca-Cola —dijo Hockenberry, intentando aliviar con un chiste la sensación ominosa que experimentaba.

—Es un sistema de la compañía Coca-Cola, de 1959 —retumbó Orphu de Io—. Los planos eran de una de sus plantas de embotellado de Atlanta, Georgia.

—Metes un cuarto de dólar y te sirve un refresco —consiguió decir Hockenberry—. Sólo que en vez de un refresco es una bomba de cuarenta y cinco kilotones preparada para explotar a la cola de esta nave. Miles de ellas.

—Exacto —dijo Mahnmut.

—No del todo —corrigió Orphu de Io—. Recuerda que es un diseño de 1959. Tendrías que meter diez centavos.

El ioniano se estremeció de risa hasta que las latas plateadas de la cinta sin fin se sacudieron en sus anillas de metal.

—Se me ha olvidado preguntarlo... —dijo Hockenberry. Estaban otra vez en el moscardón, solos Mahnmut y él, subiendo hacia el disco cada vez más grande de Marte—. ¿Tiene nombre la nave?

—Sí —respondió Mahnmut—. Algunos pensamos que necesitaba un nombre. Al principio queríamos llamarla
Orión
...

—¿Por qué
Orión
? —dijo Hockenberry. Estaba mirando por la ventana trasera, donde Fobos y Deimos y el cráter Stickney y la enorme nave desaparecían rápidamente.

—Ése era el nombre que vuestros científicos de mediados del siglo XX le dieron al proyecto de nave impulsada por bombas —contestó el pequeño moravec—. Pero al final, los primeros

Integrantes encargados del viaje a la Tierra aceptaron el nombre que Orphu y yo sugerimos finalmente.

—¿Cuál es? —Hockenberry se acomodó en su sillón campo de fuerza cuando entraron con estrépito en la atmósfera de Marte.


Reina Mab
.

—De
Romeo y Julieta
—dijo Hockenberry—. Debe de haber sido por sugerencia tuya. Eres un enamorado de Shakespeare.

—Curiosamente, fue idea de Orphu —dijo Mahnmut. Estaban ya en la atmósfera y volaban sobre los volcanes de Tarsis hacia el monte Olimpo y el Agujero Brana que llevaba a Ilión.

—¿Qué tiene que ver con vuestra nave? Mahnmut sacudió la cabeza.

—Orphu nunca me ha dado una respuesta a esa pregunta, pero citó parte de la obra a Asteague/Che y los demás.

—¿Qué parte?

MERCUCIO: Sin duda te ha visitado la reina Mab.

BENVOLIO: La reina Mab, ¿quién es?

MERCUCIO: La partera de las hadas. Su cuerpo es tan menudo cual piedra de ágata en el anillo de un regidor. Sobre la nariz de los durmientes seres diminutos tiran de su carro, que es una cáscara vacía de avellana y está hecho por la ardilla carpintera o la oruga, de antiguo carroceras de las hadas. Patas de araña zanquilarga son los radios, alas de saltamontes la capota; los tirantes, de la más fina telaraña; la collera, de reflejos lunares sobre el agua; la fusta, de hueso de grillo; la tralla, de hebra; el cochero, un mosquito vestido de gris, menos de la mitad que un gusanito sacado del dedo holgazán de una muchacha. Y con tal pompa recorre en la noche cerebros de amantes, y les hace soñar el amor; rodillas de cortesanos, y les hace soñar reverencias; dedos de abogados, y les hace soñar honorarios; labios de damas, y les hace soñar besos, labios que suele ulcerar la colérica Mab...

—Y etcétera, etcétera —dijo Mahnmut.

—Y etcétera, etcétera —repitió el doctor Thomas Hockenberry, catedrático de lenguas clásicas. El monte Olympus, el Olimpo de los dioses, cubría todas las ventanas de proa. Según Mahnmut, el volcán estaba a veinte mil novecientos cincuenta y dos metros sobre el nivel del mar marciano. Era por tanto más de cuatro mil quinientos metros más bajo que lo que creía la gente en la época de Hockenberry, pero bastante alto. «Altísimo», pensó Hockenberry.

Other books

Cats in May by Doreen Tovey
Knowing Is Not Enough by Patricia Chatman, P Ann Chatman, A Chatman Chatman, Walker Chatman
The Werewolf Ranger (Moonbound Book 3) by Krystal Shannan, Camryn Rhys
Over Her Dead Body by Kate White
Tailor of Inverness, The by Zajac, Matthew
Living Silence in Burma by Christina Fink
Blood Money by Laura M Rizio