Authors: Dan Simmons
Caminaron entre los hombres que gritaban y corrían hasta el negro moscardón, que se sostenía sobre sus insectoides trenes de aterrizaje.
—Ahora habla, y deprisa —dijo Odiseo, agarrando el hombro de Hockenberry con su poderosa mano.
Mahnmut tensorrayó a Mep Ahoo.
¿Tienes tu táser? Sí, señor.
Dispárale con él a Odiseo y súbelo al moscardón. Toma los controles. Vamos a subir a Fobos inmediatamente.
El rocavec tocó a Odiseo en el cuello, saltó una chispa y el barbudo guerrero se desplomó en los afilados brazos del soldado moravec. Mep Ahoo deslizó al inconsciente Odiseo en el moscardón, subió y encendió los repulsores.
Mahnmut miró a su alrededor (ningún aqueo parecía haber advertido el secuestro de uno de sus capitanes) y subió detrás de Mep Ahoo.
—Vamos —le dijo a Hockenberry—. El Agujero va a colapsarse en cualquier momento. Todo el que se quede a este lado permanecerá en Marte para siempre —miró al Olimpo—. Y ese para siempre pueden ser minutos si el volcán estalla.
—No iré con vosotros.
—¡Hockenberry, no seas loco! —gritó Mahnmut—. Mira. Todos los jefazos aqueos: Diomedes, Idomeneo, los dos Áyax, Teucro... todos corren hacia el Agujero.
—Aquiles no —dijo Hockenberry, inclinándose hacia delante para hacerse oír. Las chispas volaban a su alrededor, rociando el techo del moscardón como granizo caliente.
—Aquiles se ha vuelto loco —exclamó Mahnmut, pensando—: «¿Tendré que decirle a Mep Ahoo que aplique el táser a Hockenberry?»
Como si le leyera la mente, Orphu contactó por tensorrayo. Mahnmut había olvidado que todo aquello estaba siendo transmitido con sonido e imagen en tiempo real a Fobos y
La Reina Mab
.
No le dispares
, envió Mahnmut.
Se lo debemos. Que decida por su cuenta. Para cuando lo haga, estará muerto
, envió Mahnmut.
Estuvo muerto un vez
, respondió Orphu de Io.
Tal vez quiera volver a estarlo.
—Vamos —le gritó Mahnmut a Hockenberry—. ¡Sube! Te necesitamos a bordo de la nave que va a la Tierra, Thomas.
Hockenberry parpadeó al oírlo emplear su nombre de pila. Entonces negó con la cabeza.
—¿No quieres volver a ver la Tierra? —gritó el pequeño moravec. El moscardón se estremecía sobre sus cojinetes mientras el suelo vibraba con los temblores del martemoto. Las nubes de azufre y cenizas revoloteaban en torno al Agujero Brana, que parecía hacerse más pequeño. Mahnmut advirtió que si conseguía que Hockenberry siguiera hablando un minuto o dos más el humano no tendría otro remedio que ir con ellos.
El humano se apartó un paso del moscardón e indicó al último de los aqueos en fuga, las amazonas muertas, los caballos muertos y las distantes murallas de Ilión y los ejércitos en guerra que apenas resultaban visibles a través del Agujero Brana, ahora vibrante.
—Yo creé este caos —dijo Hockenberry—. O al menos ayudé a crearlo. Creo que debería quedarme y tratar de arreglarlo.
Mahnmut señaló hacia la guerra que tenía lugar más allá del Agujero Brana.
—Ilión va a caer, Hockenberry. Los campos de fuerza de los vecs y las defensas aéreas y los campos antiTC han desaparecido.
Hockenberry sonrió mientras se protegía la cara de las cenizas y las ascuas.
—
Et quae vagos vincina prospiciens Scythas ripam catervis Ponticam viduis ferit excisa ferro est, Pergannum incubuit sibi
—gritó.
«Odio el latín —pensó Mahnmut—. Y creo que odio a los eruditos clásicos.»
—¿Otra vez Virgilio? —gritó.
—Séneca —respondió Hockenberry—. «Y ella... —se refería a Pentesilea—, la vecina de los vagabundos escitas, montando guardia, guía a su tropa hacia las orillas pónticas tras haber sido herida por el hierro, Pérgamo..., ya sabes, Mahnmut, Ilión, Troya, destruida ella misma.»
—Mete el culo en el moscardón, Hockenberry —gritó Mahnmut.
—Buena suerte, Mahnmut —dijo Hockenberry, dando un paso atrás—. Saluda de mi parte a la Tierra y a Orphu. Los echaré de menos a ambos.
Se dio la vuelta y corrió hacia donde Aquiles estaba arrodillado, sollozando sobre el cadáver de Pentesilea. El asesino de hombres ya estaba solo con los muertos, pues todos los vivos habían huido. Entonces, mientras el moscardón de Mahnmut despegaba camino del espacio, Hockenberry corrió con todas sus fuerzas hacia el Agujero que empequeñecía a ojos vistas.
Después de siglos de calor semitropical, el verdadero invierno había llegado a Ardis Hall. No había nieve, pero los bosques adyacentes estaban pelados de hojas, excepto de las más tenaces, y la escarcha marcaba la zona sombreada de la gran mansión una hora después del amanecer. Cada mañana Ada contemplaba la línea de hierba teñida de blanco en el césped retroceder lentamente hacia la casa hasta que se convertía en una finísima línea de escarcha, y los visitantes contaban que en los dos pequeños ríos que cruzaban el camino en los dos kilómetros que había entre Ardis Hall y el pabellón del faxnódulo había placas de hielo flotante.
Esa tarde (una de las más cortas del año) Ada recorrió la casa encendiendo las lámparas de queroseno y muchas velas, moviéndose con soltura a pesar de estar en su quinto mes de embarazo. La antigua mansión, construida más de mil ochocientos años antes, antes del Fax Final, era bastante cómoda; casi dos docenas de chimeneas (usadas principalmente para propósitos decorativos y de entretenimiento durante los siglos anteriores) ahora calentaban la mayoría de las habitaciones. En las otras cámaras de la mansión de sesenta y ocho habitaciones, Harman había alterado los planos y luego había construido lo que llamaba estufas Franklin, que aquella tarde irradiaban suficiente calor para que Ada sintiera cierta modorra mientras pasaba del salón de abajo a las habitaciones y luego a la escalera y los salones superiores y las habitaciones encendiendo las lámparas.
Se detuvo en los grandes ventanales situados al fondo del pasillo de la segunda planta. Por primera vez en miles de años, pensó Ada, los bosques caían ante las hachas de los seres humanos... y no sólo para conseguir leña. En la penumbra gris del invierno que se filtraba por los paneles de gravedad veía la muralla que bloqueaba la visión pero también tranquilizaba la empalizada de madera que se extendía por la colina, en el prado del sur. La empalizada rodeaba Ardis Hall, a veces a sólo treinta metros de la casa, a veces a un centenar, hasta la linde del bosque. Habían talado más árboles para construir las torres que se alzaban en las esquinas y ángulos de la empalizada, y aún más para convertir las docenas de tiendas de verano en casas y barracones para las más de cuatrocientas personas que ya vivían en los terrenos de Ardis.
«¿Dónde está Harman?» Ada había intentado escapar de esa idea durante horas manteniéndose ocupada con una docena de tareas domésticas, pero ya no podía deshacerse de la preocupación. Su amante («esposo» era la arcaica palabra que le gustaba usar a Harman) se había marchado con Hannah, Petyr y Odiseo (que insistía en que lo llamaran Nadie, últimamente) poco después del amanecer, guiando un droskhy tirado por bueyes, para abrirse paso por los bosques y prados situados a más de quince kilómetros del río, cazar ciervos y buscar más ganado perdido.
«Ya deberían estar en casa. Me prometió que regresaría mucho antes de que oscureciera.» Ada regresó a la planta baja y entró en la cocina. Durante siglos la enorme cocina sólo había sido atendida por los criados y los ocasionales voynix que traían comida de sus mataderos, pero ahora rebosaba de actividad humana. Esa noche les tocaba a Emme y Reman preparar la comida (normalmente unas cincuenta personas comían en Ardis Hall) y casi había una docena de hombres y mujeres ocupados horneando pan, preparando ensaladas, asando carne en un espetón en el enorme horno y produciendo un caos general que pronto desembocaría en una larga mesa llena de comida.
Emme advirtió la presencia de Ada.
—¿Han vuelto ya?
—Aún no —respondió Ada, sonriendo, intentando que no se le notara la preocupación.
—Lo harán —dijo Emme, palmeando la pálida mano de Ada.
No por primera vez, y no sin furia (le caía bien Emme), Ada se preguntó por qué la gente se sentía con más derecho de tocarte y darte palmaditas cuando estabas embarazada.
—Claro que sí —dijo—. Y espero que con venados y al menos cuatro de esas reses perdidas... o mejor aún, dos toros y dos vacas.
—Necesitamos leche —reconoció Emme. Volvió a palmear la mano de Ada y regresó a sus labores junto al fuego.
Ada salió. Durante un segundo el frío la dejó sin respiración, pero llevaba el chal y lo cerró alrededor de sus hombros y su cuello. Agujas de frío contra sus mejillas después del calor de la cocina. Se detuvo un instante en el patio trasero para que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad.
«Al demonio», pensó, alzando la palma e invocando la función cercanet y visualizando un círculo amarillo con un triángulo verde en el centro. Era la quinta vez que intentaba la función en las dos últimas horas.
El óvalo azul cobró existencia sobre su palma, pero la imagen holográfica seguía siendo borrosa y estática. Harman había sugerido que aquellos fallos ocasionales de cercanet o lejosnet o incluso de la vieja función buscadora no tenían nada que ver con sus cuerpos (la nanomaquinaria continuaba en sus genes y su sangre, había dicho con una carcajada), pero tal vez tuviera algo que ver con los satélites y los asteroides relé en el anillo-p o el anillo-e, quizá debido a interferencias causadas por las lluvias de meteoritos nocturnas. Al alzar la cabeza al cielo cada vez más oscuro, Ada vio los anillos polar y ecuatorial girando en las alturas como dos bandas de luz que se entrecruzaran, cada anillo compuesto de miles de discretos objetos brillantes. Durante casi todos sus veintisiete años aquellos anillos habían sido tranquilizadores, el hogar amistoso de la fermería donde sus cuerpos eran renovados cada Veinte, el hogar de los posthumanos que los cuidaban y a cuyas filas ascenderían cuando cada persona cumpliera el Quinto y Final Veinte, pero ahora, Ada lo sabía por la experiencia de Harman y Daeman allí, los anillos estaban vacíos de posthumanos y contenían una terrible amenaza. El Quinto Veinte había sido mentira a lo largo de los siglos: un fax final a la muerte inconsciente por canibalismo a manos del ser llamado Calibán.
Las estrellas caídas (en realidad trozos de dos objetos orbitales que Harman y Daeman habían ayudado a desintegrar ocho meses antes) corrían de oeste a este. Pero aquello era una pequeña lluvia de meteoros, nada en comparación con el terrible bombardeo de aquellas primeras semanas tras la Caída. Ada reflexionó sobre la expresión que todos habían usado en los meses pasados. La Caída. ¿Caída de qué? Caída de los trozos del asteroide orbital que Harman y Daeman habían ayudado a Próspero a destruir, caída de los servidores, caída del tendido eléctrico, el final del servicio de los voynix que habían escapado al control humano esa misma noche... la noche de la Caída. Todo había caído ese día, hacía poco más de ocho meses, pensó Ada: no sólo el cielo, sino su mundo tal como lo habían conocido ellos y generaciones previas de humanos antiguos durante más de catorce Cinco Veintes.
Ada empezó a sentir la intranquilidad de la náusea que había tenido durante los primeros tres meses de embarazo, pero era de ansiedad, no un mareo matutino. Arqueó el cuello por la tensión. Pensó «fuera» y el cercanet se apagó, probó con lejosnet (tampoco funcionaba), trató la primitiva función buscadora, pero los tres hombres y la mujer que quería encontrar no estaban lo bastante cerca para que brillara en rojo, verde o ámbar. Apagó todas las funciones de su palma.
Invocar cualquier función le daba ganas de leer más libros. Ada alzó la cabeza para ver las ventanas iluminadas de la biblioteca (distinguió las cabezas de la gente que había allí sigleyendo) y deseó estar con ellos, pasando las manos por los lomos de los nuevos volúmenes traídos y almacenados en los últimos días, contemplar las palabras doradas fluir por sus manos y brazos y llegar hasta su mente y su corazón. Pero había leído ya quince gruesos libros en aquel corto día de invierno y la sola idea de más siglectura le daba náuseas.
«Leer, o al menos sigleer, es muy parecido a estar embarazada —pensó, bastante satisfecha de la metáfora—. Te invade de sentimientos y reacciones para los que no estás preparada... te hace sentir demasiado llena, no del todo tú misma, dirigida de repente hacia un momento predestinado que cambiará toda tu vida para siempre. —Se preguntó qué diría Harman sobre la metáfora (era brutal criticando sus propias metáforas y analogías) y sintió que la náusea de su estómago pasaba a su corazón cuando la preocupación volvió a apoderarse de ella—. ¿Dónde están? ¿Dónde está? ¿Se encuentra bien mi amado?»
El corazón de Ada latía con fuerza mientras se acercaba a la brillante hoguera y la red de andamios de madera que formaban la cúpula de Hannah, atendida veinticuatro horas al día porque el bronce y el hierro y otros metales estaban siendo convertidos en armas.
Loes, un amigo de Hannah, y un grupo de hombres jóvenes atendían y mantenían aquel día los fuegos.
—Buenas noches, Ada
Uhr
—saludó el hombre, alto y delgado. La conocía desde hacía años, pero prefería llamarla formalmente usando el tratamiento honorífico.
—Buenas noches, Loes
Uhr
. ¿Alguna noticia de los vigías?
—Ninguna, me temo —respondió Loes, apartándose de la abertura de la parte superior de la cúpula. Ada notó distraídamente que el hombre se había afeitado la barba y que tenía la cara roja y sudorosa por el calor. Trabajaba con el torso desnudo en una noche en que podía nevar.
—¿Ha llovido esta noche? —preguntó Ada. Hannah la informaba de esas cosas (y los aguaceros nocturnos siempre eran un espectáculo dramático), pero el horno de metal no era una de las responsabilidades de Ada y se había convertido para ella en un hecho de su nueva vida de interés sólo tangencial.
—Por la mañana, Ada
Uhr
. Y estoy seguro de que Harman
Uhr
y los demás volverán pronto. Pueden encontrar el camino con facilidad a la luz de los anillos y las estrellas.
—Oh, sí, desde luego —respondió Ada. Entonces, como si se lo pensara antes dos veces, preguntó—: ¿Has visto a Daeman
Uhr
?
Loes se secó la frente, habló en voz baja a uno de los otros hombres que corrían a traer leña y respondió.