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Authors: Dan Simmons

Olympos (29 page)

BOOK: Olympos
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De vez en cuando, dos de ellos se quedaban junto al carro mientras otros dos se internaban en el bosque con arcos o ballestas. Petyr llevaba un rifle de flechitas (una de las pocas armas de fuego que había en Ardis Hall), pero preferían cazar con armas menos ruidosas. Los voynix no tenían orejas, pero su oído era excelente.

Durante toda la mañana, los tres humanos antiguos habían estudiado sus palmas. Por algún motivo desconocido los voynix no aparecían en los buscadores, lejosnet, ni en las funciones todonet, rara vez usadas, pero sí que salían en cercanet. Pero claro, como Harman y Daeman habían aprendido con Savi nueve meses antes en un lugar llamado Jerusalén, los voynix también usaban cercanet: para localizar humanos.

Aquel día no importaba. A mediodía todas las funciones se desconectaron. Los cuatro confiaron en sus ojos, pusieron más cuidado en el bosque y vigilaron la linde de los árboles cuando atravesaban praderas o seguían la línea de los acantilados.

El viento que soplaba del noroeste era muy frío. Todos los antiguos distribuidores habían dejado de funcionar el día de la Caída y, además, antes no necesitaban ropa gruesa, así que los tres humanos llevaban burdos abrigos y capotes de lana o piel. Odiseo, Nadie, parecía inmune al frío: llevaba la misma armadura pectoral y el mismo tipo de faldita corta que siempre vestía en sus expediciones, con sólo una corta capa roja sobre los hombros para darse calor.

No encontraron ningún ciervo, cosa extraña. Por fortuna no encontraron ningún alosaurio ni otros dinosaurios tampoco. La opinión general en Ardis Hall era que los pocos dinos que aún cazaban tan al norte habían emigrado al sur durante aquella desacostumbrada ola de frío. La mala noticia era que los tigres de dientes de sable que habían aparecido el verano anterior no habían emigrado con los grandes reptiles. Nadie les enseñó deposiciones frescas no muy lejos de las huellas de ganado que llevaban siguiendo casi todo el día.

Petyr se aseguró de que su rifle energético tenía un cargador nuevo de flechitas de cristal. Regresaron después de encontrar cajas torácicas y huesos dispersos y ensangrentados de dos de las reses perdidas en una zona rocosa del acantilado. Diez minutos más tarde encontraron la piel, el pelaje, las vértebras, el cráneo y los colmillos sorprendentemente curvos de un dientes de sable.

Nadie alzó la cabeza y giró trescientos sesenta grados, escrutando cada distante árbol y peñasco. Mantenía las dos manos sobre su larga lanza.

—¿Hizo esto otro dientes de sable? —preguntó Hannah.

—Eso, o un voynix —respondió Nadie.

—Los voynix no comen —repuso Harman, advirtiendo lo tonto que era su comentario en cuanto lo hizo.

Nadie negó con la cabeza. Sus rizos grises se agitaron con el viento.

—No, pero este dientes de sable pudo haber sido atacado por una pareja de voynix. Los carroñeros u otros gatos se lo comieron luego. ¿Veis esas marcas de deposiciones en el suelo blando de allí? Al lado hay dos huellas de voynix.

Harman las vio entonces, pero sólo después de que Nadie volviera a señalarlas.

Se dieron la vuelta entonces, pero el estúpido buey caminó más despacio que nunca, a pesar de que Nadie lo azuzaba con el palo de su lanza e incluso con el extremo afilado en alguna ocasión. Las ruedas y el eje chirriaban y crujían y, una vez, tuvieron que reparar un radio suelto. Las nubes bajas se sumaron a un viento aún más frío y la luz del día empezó a desvanecerse cuando estaban todavía a tres kilómetros de casa.

—Mantendrán nuestra cena caliente —dijo Hannah. Hasta su reciente estallido de amor, la alta y atlética joven siempre había sido optimista. Pero en aquel momento su sonrisa era forzada.

—Prueba tu cercanet —dijo Nadie. El viejo griego no tenía funciones. Pero, por otro lado, su cuerpo a la antigua usanza, carente de las alteraciones nanogenéticas de los dos últimos milenios, no aparecía en cercanet, lejosnet ni ninguna función buscadora de los voynix.

—Sólo estática —dijo Hannah, mirando el óvalo azul que flotaba sobre su palma. Lo apagó.

—Bueno, ahora ellos tampoco pueden vernos —dijo Petyr. El joven sostenía una lanza en una mano y llevaba el rifle de flechitas de cristal colgado al hombro, pero su mirada permanecía fija en Hannah.

Continuaron avanzando por el prado, sintiendo la hierba alta y quebradiza rozarles las piernas, mientras el droshky reparado chirriaba más fuerte que de costumbre. Harman miró las piernas desnudas de Odiseo-Nadie por encima de las sandalias atadas con correas y se preguntó por qué sus pantorrillas y canillas no eran un laberinto de cardenales.

—Parece que ha sido un día inútil —dijo Petyr. Nadie se encogió de hombros.

—Ahora sabemos que algo grande está atacando a los ciervos cerca de Ardis —contestó—. Hace un mes, yo habría matado a dos o tres en un largo día de caza como éste.

—¿Un nuevo depredador? —preguntó Harman. Se mordió los labios sólo de pensarlo.

—Podría ser —dijo Nadie—. O a lo mejor los voynix matan la caza y espantan el ganado en un intento de dejarnos morir de hambre.

—¿Tan listos son los voynix? —preguntó Hannah. Los seres orgánico-mecánicos siempre habían sido considerados mano de obra esclava por los humanos: mudos, tontos, programados como los criados para cuidar, para recibir órdenes y proteger a los seres humanos. Pero los criados se habían estropeado todos el día de la Caída y los voynix habían huido y se habían vuelto letales.

Nadie volvió a encogerse de hombros.

—Aunque pueden funcionar por su cuenta, los voynix reciben órdenes. Siempre lo han hecho. De qué o de quién, no estoy seguro.

—No de Próspero —dijo Harman en voz baja—. Después de estar en la ciudad llamada Jerusalén, que rebosaba de voynix, Savi dijo que la cosa noosfera llamada Próspero había creado a Calibán y los calibani como protección contra los voynix. No son de este mundo.

—Savi —gruñó Nadie—. No puedo creer que la vieja esté muerta.

—Lo está —dijo Harman. Daeman y él habían visto al monstruo Calibán asesinarla y llevarse su cadáver, arriba, en la isla orbital—. ¿Cuánto tiempo hacía que la conocías, Odiseo... Nadie?

El hombre maduro se frotó la barba corta y gris.

—¿Cuánto tiempo? Sólo hacía unos cuantos meses de tiempo real... pero a lo largo de más de un milenio. A veces dormíamos juntos.

Harman pareció sorprendido y, de hecho, dejó de caminar. Nadie se echó a reír.

—Ella en su críonicho, yo en mi sarcófago de la Puerta Dorada. Todo muy correcto y adecuado. Dos bebés en cunas separadas. Si puedo tomar en vano el nombre de uno de mis compatriotas, diría que fue una relación platónica. —Nadie se rió de buena gana aunque nadie lo acompañó. Pero cuando terminó de reír, añadió—: No creas todo lo que esa vieja chocha os dijo, Harman. Mentía mucho, entendía mal muchas más cosas.

—Era la mujer más sabia que he conocido —dijo Harman—. No volveré a conocer a nadie como ella.

Nadie esbozó su sonrisa de pocos amigos.

—La segunda parte de esta afirmación es correcta.

Encontraron un arroyo que desembocaba en un riachuelo más grande. Iban manteniendo el equilibrio precariamente sobre rocas y troncos caídos mientras lo cruzaban. Hacía demasiado frío para mojarse los pies y la ropa a menos que fuera necesario. El buey se retrasó en el agua helada, haciendo oscilar el droshky. Petyr cruzó primero y montó guardia con el rifle de dardos preparado mientras lo hacían los otros tres. No seguían el mismo camino de vuelta, sino que se mantenían a un centenar de metros. Sabían que tenían que cruzar un risco boscoso más y luego un largo prado rocoso y luego otra pradera antes de llegar a Ardis Hall, el calor, la comida y la relativa seguridad.

El sol se había ocultado tras un banco de nubes oscuras, al suroeste. En cuestión de minutos estuvo tan oscuro que los anillos proporcionaron la mayor parte de la luz. Había dos linternas en el droshky y velas en la mochila de Harman, pero no las necesitarían a menos que las nubes ocultaran también los anillos y las estrellas.

—Me pregunto si Daeman ha ido a buscar a su madre —dijo Petyr. El joven parecía incómodo con los largos silencios.

—Ojalá me hubiera esperado —dijo Harman—. O al menos esperado a que fuera de día en el otro extremo. Cráter París no es muy seguro hoy en día.

Nadie gruñó.

—De todos vosotros, sorprendentemente, Daeman parece el mejor dotado para cuidar de sí mismo. Te ha sorprendido, ¿no, Harman?

—En realidad no —respondió Harman. Al instante advirtió que no era verdad. Menos de un año antes, cuando había conocido a Daeman, lo había considerado un regordete y quejumbroso niño de mamá cuyas únicas aficiones eran capturar mariposas y seducir a jovencitas. De hecho, Harman estaba seguro de que Daeman había ido a Ardis Hall hacía diez meses para seducir a su prima Ada. En sus primeras aventuras, Daeman se había mostrado tímido y quejica. Pero Harman tenía que reconocer que los acontecimientos habían cambiado al joven, y mucho más para mejor de lo que lo habían cambiado a él. Fue un hambriento pero decidido Daeman (veinte kilos más delgado pero infinitamente más agresivo) quien se había enzarzado en combate singular con Calibán en la gravedad casi cero de la isla orbital de Próspero. Y había sido Daeman quien había conseguido sacar de allí con vida a Harman y Hannah. Desde la Caída, Daeman se había mostrado más tranquilo, más serio y dedicado a aprender todas las técnicas de lucha y supervivencia que enseñaba Odiseo.

Harman tenía un poco de envidia. Se consideraba el líder natural del grupo de Ardis: más viejo, más sabio, el único hombre de la Tierra que sabía leer hacía ocho meses, el único hombre en la Tierra que sabía entonces que la Tierra era redonda. Pero Harman tenía que admitir que la ordalía que había fortalecido a Daeman lo había debilitado a él, en cuerpo y espíritu. «¿Es por mi edad?» Físicamente, Harman parecía tener treinta y tantos o apenas cuarenta años, como cualquier varón de Cuatro Veintes de antes de la Caída. Los gusanos azules y los burbujeantes productos químicos que había visto en los tanques de la fermería lo habían renovado durante sus primeras cuatro visitas. Pero ¿psicológicamente? Harman tenía motivos para preocuparse. Tal vez la vejez era la vejez, no importaba lo habilidosamente que hubiera sido reelaborada tu forma humana. Además, Harman cojeaba por las heridas que había recibido en la pierna en la Isla Infernal de Próspero ocho meses antes. Ningún tanque de fermería esperaba para deshacer todo el daño causado, ningún servidor avanzaba flotando para vendar y sanar el resultado de cada pequeño descuido. Harman sabía que su pierna nunca se pondría bien, que cojearía hasta el día en que muriera... y este pensamiento aumentaba su extraña tristeza de aquel día.

Atravesaron el bosque en silencio. Cada uno de ellos parecía a los demás perdido en sus propios pensamientos. A Harman le llegó el turno de tirar de la traílla del buey, que cada vez se mostraba más tozudo y caprichoso a medida que iba oscureciendo. Lo único que faltaba ya era que el estúpido animal se sacudiera y estrellara el droshky contra un árbol. Tendrían que quedarse allí toda la noche reparando el maldito vehículo o dejarlo y llevarse el buey a casa sin él. Ninguna de las dos alternativas resultaba atractiva.

Harman miró a Odiseo-Nadie, que caminaba por delante, refrenando el paso para seguir el ritmo del lento buey y el renqueante Harman, y luego miró a Hannah, que contemplaba con tristeza a Nadie, y a Petyr que hacía lo mismo con Hannah, y quiso sentarse en el frío suelo y llorar por el mundo que estaba demasiado ocupado sobreviviendo para llorar. Pensó en la increíble obra que acababa de leer,
Romeo y Julieta
, y se preguntó si algunas cosas y algunas locuras eran inherentes a la naturaleza humana incluso después de casi dos milenios de evolución autoprovocada, nanoingeniería y manipulación genética.

«Tal vez no debería haber permitido que Ada se quedara embarazada.» Este pensamiento acosaba a Harman.

Ella quería tener un hijo. Él quería tener un hijo. Era más, curiosamente, después de todos esos siglos, los dos querían una familia: un hombre que se quedase con la mujer y el hijo para criarlos entre ambos y que no lo criasen los servidores. Aunque todos los humanos anteriores a la Caída conocían a su madre, casi ninguno había conocido (ni había querido conocer) a su padre. En un mundo donde los varones seguían siendo jóvenes y vitales hasta su Quinto y Final Veinte, en una población pequeña (menos de trescientas mil personas en todo el mundo, según había dicho Savi), y en una cultura compuesta por poco más que fiestas y breves relaciones sexuales, donde la belleza juvenil se valoraba por encima de ninguna otra cosa, era casi seguro que muchos padres se apareaban sin saberlo con sus hijas.

Esto molestó a Harman después de haber aprendido a leer él solo y tuvo sus primeros atisbos de las culturas previas y los valores perdidos hacía mucho tiempo
(
«demasiado tarde, demasiado tarde»
)
, pero el incesto no hubiese escandalizado a nadie más hacía nueve meses. Los mismos nanosensores fabricados genéticamente en el cuerpo de una mujer que le permitían elegir los paquetes de esperma cuidadosamente almacenados meses o años después de la relación, nunca habrían permitido que la mujer eligiera a alguien de su familia inmediata como macho reproductor. Simplemente, no podía suceder. La nanoprogramación era a prueba de bobos, aunque los humanos que se apareaban lo fueran.

«Pero ahora todo es diferente», pensó Harman. Necesitarían una familia para sobrevivir, no sólo a los ataques de los voynix y las vicisitudes de la vida tras la Caída, sino para organizarse para la guerra que Odiseo había asegurado que vendría. El viejo griego no quería decir nada más sobre su profecía de la noche de la Caída, pero entonces dijo que una gran guerra se avecinaba: algunos especulaban que era una guerra relacionada con el sitio de Troya que todos habían disfrutado bajo sus paños turín antes de que aquellos microcircuitos imbuidos dejaran de funcionar también. «Nuevos mundos aparecerán en tu jardín», le había dicho a Ada.

Cuando salieron a la pradera, antes del tramo final de bosque, Harman advirtió que estaba cansado y asustado. Cansado de decidir siempre qué estaba bien, ¿quién era él para haber destruido la fermería, liberado posiblemente a Próspero y para estar siempre dando sermones sobre la familia y la necesidad de organizar grupos de protección? ¿Qué sabía él, a sus noventa y nueve años, tras haber malgastado toda su vida sin adquirir cultura?

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