Once minutos (20 page)

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Authors: Paulo Coelho

BOOK: Once minutos
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—Para.

Ralf paró. Era el momento adecuado para cambiar de asunto, se puso a enseñarle los dibujos. Al principio, todo parecía confuso, había perfiles de personas, pero también garabatos, colores, trazos nerviosos o geométricos. Poco a poco, sin embargo, ella empezó a entender lo que él decía, porque cada palabra suya iba acompañada de un gesto, y cada frase la llevaba a un mundo del cual hasta entonces se había negado a formar parte; se decía a sí misma que aquello no dejaba de ser un período de su vida, una manera de ganar dinero y nada más.

—Sí, he descubierto que no hay solamente una, sino dos historias de la prostitución. La primera la conoces muy bien porque es también la tuya: una chica hermosa descubre, por diversas razones que ella ha escogido o que han escogido por ella, que la única manera de sobrevivir es vendiendo su cuerpo. Algunas terminan dominando naciones, como Mesalina hizo con Roma, otras se convierten en mitos, como Madame Du Barry, otras enamoran a la aventura y la desgracia al mismo tiempo, como la espía Mata Hari. Pero la mayoría jamás tendrá un momento de gloria ni un gran desafío: serán para siempre chicas de pueblo que vienen en busca de fama, marido, aventura, que acaban descubriendo otra realidad, se sumergen en ella por algún tiempo, se acostumbran, creen que siempre tienen el control, y no consiguen hacer nada más.

»Los artistas continúan haciendo sus esculturas, sus pinturas, y escribiendo sus libros hace más de tres mil años. De esta misma manera, las prostitutas continúan su trabajo a través del tiempo como si nada hubiese cambiado mucho. ¿Quieres saber detalles?

María asintió con la cabeza. Necesitaba ganar tiempo, entender el dolor, empezaba a tener la sensación de que algo muy ruin había salido de su cuerpo mientras caminaba por el parque.

—Aparecen prostitutas en los textos clásicos, en los jeroglíficos egipcios, en la tradición sumeria, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Pero la profesión no se organiza hasta el siglo VI antes de Cristo, cuando el legislador Solón (en Grecia) instituye burdeles controlados por el Estado, e inicia el cobro de impuestos por el «comercio de la carne». Los hombres de negocios atenienses se alegran porque lo que antes estaba prohibido ahora es legal. Las prostitutas, a su vez, empiezan a ser clasificadas según los impuestos que pagan.

»A la más barata se la llamaba
pornai,
esclava que pertenece a los dueños del establecimiento. Después está la
peripatética,
que consigue a sus clientes en la calle. Finalmente, con el nivel más alto de precio y de calidad, está la
hetaira,
la «compañía femenina», que acompaña a los hombres de negocios en sus viajes, frecuenta los restaurantes elegantes, es dueña de su propio dinero, da consejos, interfiere en la vida política de la ciudad. Como ves, lo que sucedió ayer, también sucede hoy.

»En la Edad Media, a causa de las enfermedades de transmisión sexual...

Silencio, miedo a la gripe, calor de la chimenea, ahora necesaria para calentar su cuerpo y su alma. María no quería seguir escuchando aquella historia, tenía la sensación de que el mundo se había parado, de que todo se repetía, y de que el hombre jamás sería capaz de darle al sexo el respeto merecido.

—No pareces interesada.

Ella hizo un esfuerzo. A fin de cuentas, era el hombre al que había decidido entregar su corazón, aunque ya no estuviese tan segura de ello.

—No me interesa aquello que conozco; eso me entristece. Dijiste que había otra historia.

—La otra historia es exactamente lo contrario: la prostitución sagrada.

De repente, ella había salido de su estado somnoliento y lo escuchaba con atención. ¿Prostitución sagrada? ¿Ganar dinero con el sexo y, aun así, acercarse a Dios?

—El historiador griego Herodoto escribe con respecto a Babilonia: «Hay allí una costumbre muy extraña: toda mujer nacida en Sumeria está obligada, por lo menos una vez en su vida, a ir al templo de la diosa Ishtar y entregar su cuerpo a un desconocido, como un símbolo de hospitalidad, y por un precio simbólico».

Después preguntaría quién era esa diosa; tal vez también ella la ayudase a recuperar algo que había perdido, pero que no sabía lo que era.

—La influencia de la diosa Ishtar se expandió por todo Oriente Medio, alcanzó Cerdeña, Sicilia y los puertos del mar Mediterráneo. Más tarde, durante el Imperio romano, otra diosa, Vesta, exigía la virginidad total o la entrega total. Para mantener el fuego sagrado, mujeres de su templo se encargaban de iniciar a los jóvenes y a los reyes en el camino de la sexualidad, cantaban himnos eróticos, entraban en trance, y entregaban su éxtasis al universo, en una especie de comunión con la divinidad.

Ralf Hart le enseñó una fotocopia con algunas letras antiguas, con la traducción en alemán a pie de página. Declamó despacio, traduciendo cada verso:

Cuando estoy sentada en la puerta de una taberna,

yo, Ishtar, la diosa,

soy prostituta, madre, esposa, divinidad.

Soy lo que llaman Vida,

aunque ustedes lo llamen Muerte.

Soy lo que llaman Ley,

aunque ustedes lo llamen Marginal.

Soy lo que ustedes buscan

y aquello que consiguieron.

Soy aquello que ustedes esparcieron

y ahora recogen mis pedazos.

María lloró un poco, y Ralf Hart rió; su energía vital estaba volviendo, la «luz» empezaba a brillar de nuevo. Era mejor seguir con la historia, enseñarle los dibujos, hacerla sentirse amada.

—Nadie sabe por qué desapareció la prostitución sagrada, después de haber durado por lo menos dos milenios. Tal vez por culpa de las enfermedades, o de una sociedad que cambió sus reglas cuando las religiones también cambiaron. En fin, ya no existe y no volverá a existir. Hoy en día, los hombres controlan el mundo, y el término sólo sirve para crear un estigma y llamar prostituta a cualquier mujer que ande por fuera de la línea.

—¿Puedes ir al Copacabana mañana?

Ralf no entendió la pregunta, pero estuvo de acuerdo inmediatamente.

Del diario de María, la noche que caminó descalza por el jardín Inglés en Genéve:

No me importa si algún día fue sagrado o no, pero YO ODIO LO QUE HAGO. Está destruyendo mi alma, haciéndome perder el contacto conmigo misma, enseñándome que el dolor es una recompensa, que el dinero lo compra todo, que lo justifica todo. Nadie es feliz a mi alrededor, los clientes saben que tienen que pagar por aquello que deberían tener gratis, y eso es deprimente. Las mujeres saben que tienen que vender aquello que les gustaría entregar simplemente por placer y cariño, y eso es destructivo. He luchado mucho antes de escribir esto, de aceptar que era infeliz, que estaba descontenta, que tenía, y aún tengo, que resistir algunas semanas más.

Sin embargo, ya no puedo seguir así, fingir que todo es normal, que es un período, una época de mi vida. Quiero olvidarla, necesito amar, sólo eso, necesito amar.

La vida es corta, o demasiado larga para que yo pueda permitirme el lujo de vivirla tan mal.

N
o es la casa de él. No es su casa. No es ni Brasil, ni Suiza, sino un hotel que puede estar en cualquier lugar del mundo, siempre con los mismos muebles, y ese ambiente que pretende ser familiar, lo que lo hace aún más distante.

No es el hotel con la hermosa vista hacia el lago, el recuerdo del dolor, del sufrimiento, del éxtasis; sus ventanas dan al Camino de Santiago, una ruta de peregrinación pero no de penitencia, un lugar en el que la gente se encuentra en los cafés, a orillas de la carretera, descubre la «luz», habla, hace amigos, se enamora. Está lloviendo, y a esta hora de la noche nadie anda por allí, pero anduvieron muchos durante muchos años, décadas, siglos, tal vez el Camino necesite respirar, descansar un poco de los muchos pasos que todos los días se arrastran por él.

Apagar la luz. Cerrar las cortinas.

Pedirle que se quite la ropa, quitarse también la suya. La oscuridad física nunca es total, y cuando los ojos ya están acostumbrados, pueden ver, en el contorno de una pequeña luz que entra no se sabe de dónde, la silueta de él. La otra vez que se habían visto, sólo ella había dejado parte de su cuerpo desnudo.

Sacar dos pañuelos, cuidadosamente doblados, lavados y enjuagados varias veces, para que no quedase ningún rastro de perfume ni de jabón. Acercarse a él y pedirle que le vende los ojos. Él duda por un momento y comenta algo sobre algunos de los infiernos por los que ya pasó. Ella le dice que no se trata de eso, que simplemente necesita tener oscuridad total, que ahora es su turno de enseñarle algo, como ayer él le había enseñado sobre el dolor. Él se entrega, se pone la venda. Ella hace lo mismo; ahora ya no hay rendija de luz, están en la verdadera oscuridad, uno precisa de la mano del otro para llegar hasta la cama.

«No, no debemos acostarnos. Vamos a sentarnos como siempre hemos hecho, frente a frente, sólo que un poco más cerca, de modo que mis rodillas toquen tus rodillas.»

Siempre quiso hacer eso. Pero nunca tenía lo que necesitaba: tiempo. Ni con su primer novio, ni con el hombre que la penetró por primera vez. Ni con el árabe que pagó mil francos, tal vez esperando más de lo que ella fue capaz de dar; aunque mil francos no fueran suficientes para comprar lo que ella deseaba. Ni con los muchos hombres que habían pasado por su cuerpo, que habían entrado y salido de sus piernas, a veces pensando sólo en ellos, a veces pensando también en ella, a veces con sueños románticos, a veces sólo con el instinto de repetir algo porque le habían dicho que era así como se comportaba un hombre, y si no se comportaba así, no era hombre.

Se acuerda de su diario. Está harta, quiere que las semanas que faltan pasen rápidamente y por eso se entrega a ese hombre, porque allí está la luz de su propio amor escondido. El pecado original no fue la manzana que Eva comió, fue creer que Adán tenía que compartir exactamente lo que ella había probado. Eva tenía miedo de seguir su camino sin la ayuda de alguien, y entonces quiso compartir lo que sentía.

Ciertas cosas no se comparten. Tampoco se puede tener miedo de los océanos en los que nos sumergimos por nuestra libre voluntad; el miedo obstaculiza el juego de todo el mundo. El hombre está pasando por infiernos para entenderlo. Amémonos los unos a los otros, pero no intentemos poseernos los unos a los otros.

«Amo a este hombre que está frente a mí porque no lo poseo, y él no me posee. Somos libres en nuestra entrega, tengo que repetir eso decenas, centenas, millones de veces, hasta creerme mis propias palabras. »

Piensa un poco en la mentalidad de las demás prostitutas que trabajan con ella. Piensa en su madre, en sus amigas. Todas creen que el hombre desea simplemente once minutos al día, y que pagan un dineral por eso. No, no es así; el hombre también es una mujer; quiere encontrar a alguien, descubrir un sentido para su vida.

¿Es que su madre se comporta como ella y finge tener un orgasmo con su padre? c0 es que, en el interior de Brasil, todavía está prohibido mostrar que una mujer siente placer con el sexo? Sabe tan poco de la vida, del amor, pero ahora, con los ojos vendados y todo el tiempo del mundo, va descubriendo el origen de todo, y todo comienza donde y como a ella le habría gustado que hubiese comenzado.

El contacto físico. Olvida a las prostitutas, a los clientes, a su padre, a su madre, ahora está en la oscuridad total. Ha pasado toda la tarde buscando lo que podría darle a un hombre que le devolvía la dignidad, que la hacía entender que la búsqueda de la alegría es más importante que la necesidad del dolor.

«Me gustaría darle la felicidad de enseñarme algo nuevo, como ayer me enseñó sobre el sufrimiento, las prostitutas de la calle, las prostitutas sagradas. Vi que es feliz cuando me hace aprender algo, entonces, que me haga aprender, que me guíe. Me gustaría saber cómo se llega hasta el cuerpo, antes de llegar al alma, a la penetración, al orgasmo.»

Extiende el brazo y le pide que él haga lo mismo. Susurra unas pocas palabras, diciéndole que aquella noche, en aquel lugar de nadie, le gustaría que descubriese su piel, el límite entre ella y el mundo. Le pide que la toque, que la sienta con sus manos, porque los cuerpos se entienden, aunque las almas no siempre estén de acuerdo. Él empieza a tocarla, ella también lo toca, y ambos, como si ya lo hubiesen planeado todo antes, evitan las partes del cuerpo en que la energía sexual aflora más rápidamente.

Los dedos tocan su rostro, ella siente un ligero olor a pintura, un olor que siempre permanecerá allí, por más que él se lave las manos miles, millones de veces, que estaba allí cuando nació, cuando vio el primer árbol, la primera casa, y decidió dibujarla en sus sueños. También él debe de estar notando algún olor en su mano, pero ella no sabe qué es, y no quiere preguntar, porque en ese momento todo es cuerpo, el resto es silencio.

Acaricia, y se siente acariciada. Puede quedarse así toda la noche, porque es agradable, no va a acabar necesariamente en sexo, y en ese momento, justamente porque no tiene la obligación, ella siente un calor entre las piernas y sabe que está húmeda. Llegará el momento en el que él toque su sexo, y descubrirá que ella lo desea, no sabe si es bueno o malo, pero es así como está reaccionando su cuerpo, y no intenta dirigirlo para ir por aquí, por allí, más despacio, más de prisa. Las manos de él ahora tocan sus axilas, los pelos de sus brazos se erizan, ella tiene ganas de apartarlas de allí, pero está bien, aunque tal vez sea dolor lo que esté sintiendo. Le hace lo mismo a él, nota que las axilas tienen una textura diferente, tal vez por el desodorante que ambos usan, ¿pero en qué estaba pensando? No debes pensar. Debes tocar, eso es todo.

Los dedos de él trazan círculos en torno a su seno, como un animal que acecha. Ella quiere que se muevan más de prisa, que toque ya los pezones, porque su pensamiento estaba yendo más rápidamente que las manos de él, pero, tal vez sabiendo eso, él provoca, se deleita, y tarda una eternidad en llegar hasta allí. Están duros, él juega un poco, eso estremece su cuerpo aún más, dejando su sexo más caliente y más húmedo. Ahora él pasea por su vientre, se desvía y va hasta las piernas, los pies, sube y baja las manos por el lado interno de sus muslos, siente el calor, pero no se acerca, es una caricia dulce, delicada, y cuanto más delicada, más alucinante.

Ella hace lo mismo, con las manos casi en el aire, tocando sólo el pelo de las piernas, y también siente el calor, cuando se acerca al sexo. De repente es como si hubiese recuperado misteriosamente la virginidad, como si descubriese por primera vez el cuerpo de un hombre. Lo toca. No está duro como imaginaba, pero ella está toda mojada, eso es injusto, aunque tal vez él necesite más tiempo, quién sabe.

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