Authors: Paulo Coelho
María es de un pueblo del norte de Brasil. Todavía adolescente, viaja a Río de Janeiro, donde conoce a un empresario que le ofrece un buen trabajo en Ginebra. Allí, María sueña con encontrar fama y fortuna pero acabará ejerciendo la prostitución. El aprendizaje que extraerá de sus duras experiencias modificará para siempre su actitud ante sí misma y ante la vida.
Once Minutos
es una novela que habla del amor, esa palabra tan gastada, cuya esencia es maltratada cotidianamente por las acciones humanas.
Once minutos
es un libro que explora la naturaleza del sexo y del amor, la intensa y difícil relación entre cuerpo y alma, y cómo alcanzar la perfecta unión entre ambos.
Once Minutos
ofrece al lector una experiencia inigualable de lectura y reflexión.
Paulo Coelho
Once minutos
ePUB v1.3
Piolín.3912.10.11
Once Minutos
Título Original: Onze Minutos
Traducción: Ana Belén Costas
©2003, Paulo Coelho
Oh, María, sin pecado concebida,
rogad por nosotros, que recurrimos a Vos.
Amén.
El día de 29 de mayo de 2002, horas antes de ponerle el punto final a este libro, fui hasta la gruta de Lourdes, en Francia, para llenar algunas botellas de agua milagrosa en la fuente que hay allí. Ya dentro del recinto de la catedral, un señor de aproximadamente setenta años me dijo: «Sabe que se parece usted a Paulo Coelho? ». Le respondí que era yo. Me abrazó, me presentó a su esposa y a su nieta. Me habló de la importancia de mis libros en su vida, y concluyó: «Me hacen soñar». Ya había oído esta frase varias veces antes, y siempre me alegraba. En aquel momento, sin embargo, me asusté mucho, porque sabía que
Once minutos
hablaba de un asunto delicado, contundente, conflictivo. Caminé hasta la fuente, llené las botellas, volví, le pregunté dónde vivía (en el norte de Francia, cerca de Bélgica) y anoté su nombre.
Este libro está dedicado a usted, Maurice Gravelines. Tengo una obligación para con usted, con su mujer, con su nieta, y para conmigo: hablar de aquello que me preocupa, y no de lo que a todos les gustaría escuchar. Algunos libros nos hacen soñar, otros nos acercan a la realidad, pero ninguno puede huir de aquello que es más importante para un autor: la honestidad para con lo que escribe.
Y he aquí que llegó una mujer pecadora que había en la ciudad, la cual, sabiendo que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, tornó un frasco de alabastro de ungüento, se puso detrás de él, junto a sus pies, llorando, y comenzó a lavárselos con lágrimas en los ojos; le enjugaba los pies con los cabellos de su cabeza, los besaba y los ungía con el ungüento. Viendo esto, el fariseo que lo había invitado dijo para sí: «Si éste fuera profeta, conocería quién es la mujer que lo toca, porque es una pecadora». Tomando Jesús la palabra, le dijo: «Simón, tengo algo que decirte». Él dijo: «Maestro, habla». «Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios; el otro, cincuenta. No teniendo ellos con qué pagar, le condonó la deuda a ambos. ¿Quién, pues, lo amará más?», y Simón respondió: «Supongo que aquel a quien condonó más». Dijo: «Bien has respondido. -Y señalando a la mujer, le dijo a Simón:- ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua en los pies; mas ella los ha regado con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el ósculo; pero ella, desde que entré, no ha cesado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con óleo, pero ella ha ungido mis pies con ungüento. Por lo cual te digo que le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho. Pero a quien poco se le perdona poco ama».
LUCAS, 7: 37-47
Porque soy la primera y la última,
yo soy la venerada y la despreciada,
yo soy la prostituta y la santa,
yo soy la esposa y la virgen,
yo soy la madre y la hija,
yo soy los brazos de mi madre,
yo soy la estéril y numerosos son mis hijos,
yo soy la bien casada y la soltera,
yo soy la que da a luz y la que jamás procreó,
yo soy el consuelo de los dolores del parto,
yo soy la esposa y el esposo,
y fue mi hombre quien me creó,
yo soy la madre de mi padre,
soy la hermana de mi marido,
y él es mi hijo rechazado.
Respetadme siempre,
porque yo soy la escandalosa y la magnífica.
Himno a Isis
, s. III o IV (?),
descubierto en Nag Hammadi
É
rase una vez una prostituta llamada María.
Un momento. «Érase una vez» es la mejor manera de comenzar una historia para niños, mientras que «prostituta» es una palabra propia del mundo de los adultos. ¿Cómo puedo escribir un libro con esta aparente contradicción inicial? Pero, en fin, como en cada momento de nuestras vidas tenemos un pie en el cuento de hadas y otro en el abismo, vamos a mantener este comienzo:
Érase una vez una prostituta llamada María.
Como todas las prostitutas, había nacido virgen e inocente, y durante su adolescencia había soñado con encontrar al hombre de su vida (rico, guapo, inteligente), casarse (vestida de novia), tener dos hijos (que serían famosos cuando creciesen) y vivir en una bonita casa (con vista al mar). Su padre era vendedor ambulante; su madre, costurera, su ciudad en el interior del Brasil tenía un solo cine, una discoteca, una sucursal bancaria, por eso María no dejaba de esperar el día en que su príncipe encantado llegara sin avisar, arrebatara su corazón, y partiera con él a conquistar el mundo.
Mientras el príncipe encantado no aparecía, lo que le quedaba era soñar. Se enamoró por primera vez a los once años, mientras iba a pie desde su casa hasta la escuela primaria local. El primer día de clase descubrió que no estaba sola en su trayecto: junto a ella caminaba un chico que vivía en el vecindario y que asistía a clases en el mismo horario. Nunca intercambiaron ni una sola palabra, pero María empezó a notar que la parte que más le agradaba del día eran aquellos momentos en la carretera llena de polvo, la sed, el cansancio; el sol en el cenit, el niño andando de prisa, mientras ella se agotaba en el esfuerzo por seguirle el paso.
La escena se repitió durante varios meses; María, que detestaba estudiar y no tenía otra distracción en la vida que la televisión, empezó a desear que el día pasase rápido, esperando con ansiedad volver al colegio y, al contrario que el resto de las niñas de su edad, pensando que los fines de semana eran aburridísimos. Como las horas de un pequeño son mucho más largas que las de un adulto, ella sufría mucho, los días se le hacían demasiado largos porque solamente pasaba diez minutos con el amor de su vida, y miles de horas pensando en él, imaginando lo maravilloso que sería si pudiesen charlar.
Entonces sucedió.
Una mañana, el chico se acercó hasta ella para pedirle un lápiz prestado. María no respondió, mostró un cierto aire de irritación por aquel abordaje inesperado, y apresuró el paso. Se había quedado petrificada de miedo al verlo andar hacia ella, sentía pavor de que supiese cuánto lo amaba, cuánto lo esperaba, cómo soñaba con tomar su mano, pasar por delante del portal de la escuela y seguir la carretera hasta el final, donde, según decían, había una gran ciudad, personajes de la tele, artistas, coches, muchos cines y un sinfín de cosas buenas que hacer.
Durante el esto del día no consiguió concentrarse en la clase, sufriendo por su comportamiento absurdo, pero al mismo tiempo aliviada, porque sabía que él también se había fijado en ella y que el lápiz no era más que un pretexto para iniciar una conversación, pues cuando se acercó ella notó que llevaba un bolígrafo en el bolsillo. Esperó a la próxima vez y durante aquella noche, y las noches siguientes, empezó a imaginar las muchas respuestas que le daría, hasta encontrar la manera oportuna de comenzar una historia que no terminase jamás.
Pero no hubo próxima vez; aunque seguían yendo juntos al colegio, algunas veces María unos pasos por delante con un lápiz en la mano derecha; otras, andando detrás para poder contemplarlo con ternura, él no volvió a dirigirle la palabra, y ella tuvo que contentarse con amar y sufrir en silencio hasta el final del curso.
Durante las interminables vacaciones que siguieron, María se despertó una mañana con las piernas bañadas en sangre y pensó que iba a morir. Decidió dejarle una carta diciéndole que él había sido el gran amor de su vida y planeó internarse en la selva para ser devorada por alguno de los dos animales salvajes que atemorizaban a los campesinos de la región: el hombre lobo o la mula sin cabeza. Así, sus padres no sufrirían con su muerte, pues los pobres mantienen siempre la esperanza, independientemente de las tragedias que siempre les suceden. Pensarían que había sido raptada por una familia rica y sin hijos, pero que tal vez volvería un día, en el futuro, llena de gloria y de dinero; mientras, el actual (y eterno) amor de su vida se acordaría de ella para siempre, sufriendo todas las mañanas por no haber vuelto a dirigirle la palabra.
No llegó a escribir la carta, porque su madre entró en el cuarto, vio las sábanas rojas, sonrió y dijo: «Ya eres una mujer, hija mía». María quiso saber qué relación había entre ser mujer y el hecho de sangrar, pero su madre no supo explicárselo, simplemente afirmó que era normal y que de ahora en adelante tendría que usar una especie de almohada de muñeca entre las piernas, durante cuatro o cinco días al mes. Luego preguntó si los hombres usaban algún tubo para evitar que la sangre les corriese por los pantalones, pero se enteró de que eso sólo les ocurría a las mujeres. María se quejó a Dios, pero acabó acostumbrándose a la menstruación. Sin embargo, no conseguía acostumbrarse a la ausencia del niño y no dejaba de recriminarse por la actitud estúpida de huir de aquello que más deseaba. Un día, antes de empezar las clases, fue hasta la única iglesia de su ciudad y juró ante la imagen de San Antonio que tomaría la iniciativa de hablar con él.
Al día siguiente, se arregló de la mejor manera posible, poniéndose un vestido que su madre había hecho especialmente para la ocasión, y salió, agradeciéndole a Dios que por fin las vacaciones hubiesen terminado. Pero el niño no apareció. Y así pasó otra angustiosa semana, hasta que supo, por algunos amigos, que se había mudado de ciudad. «Se fue lejos», dijo alguien.
En ese momento, María aprendió que ciertas cosas se pierden para siempre. Aprendió también que había un lugar llamado «lejos», que el mundo era vasto, su aldea, pequeña, y que la gente interesante siempre acababa marchándose. A ella también le habría gustado irse, pero todavía era demasiado joven; aun así, mirando las calles polvorientas de la pequeña ciudad en la que vivía, decidió que algún día seguiría los pasos del niño. Los nueve viernes siguientes, conforme a una costumbre de su religión, comulgó y le pidió a la Virgen María que algún día la sacase de allí.
También sufrió durante algún tiempo, intentando inútilmente encontrar la pista del chico, pero nadie sabía adónde se habían mudado sus padres. María empezó a creer entonces que el mundo era demasiado grande, el amor, algo muy peligroso, y la Virgen, una santa que vivía en un cielo distante y que no escuchaba lo que los niños pedían.