Pájaros de Fuego

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Authors: Anaïs Nin

BOOK: Pájaros de Fuego
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El libro reúne trece relatos eróticos, abordados desde la óptica femenina de Nin. Historias cuasi cotidianas, con pinceladas (muchos de los relatos tienen como protagonistas a pintores) de perversión.

Pocas mujeres escritoras se atreven celebrar la experiencia sexual en toda su plenitud como lo hace Anaïs Nin. Pájaros de Fuego explora la pasión en todas sus formas. Evocadora, atractiva y soberbiamente erótica, este es un viaje de gran alcance en el misterioso mundo del sexo y la sensualidad.

Más que una novela, este libro es una colección de relatos, pero entre todos ellos, cada uno por su cuenta y en conjunto, forman una visión muy bien construida de una protagonista y sus historias eróticas y pervertidas con personajes del mundo de la pintura. Un libro fresco, sutil y excitante a la vez.

Anaïs Nin

Pájaros de Fuego

ePUB v1.1

Kytano
23.07.11

Bruguera Libro Amigo 804

Título original: Little Birds

Traducción: Antonio Desmonts

Edición original: © 1979 by Rupert Pole as trustee under the Last Will and Testament of Anaís Nin by arrangement with Gunther Stuhlmann. Author’s R epresentative

© 1979 by Editorial Bruguera S. A.

1ª edición en Libro Amigo: marzo, 1981

Traducción: © Editorial Bruguera, S. A. - 1979

ISBN 84-02-07775-7

Prefacio

[1]
Es curioso que muy pocos autores hayan escrito espontáneamente confesiones o relatos eróticos. Quienes lo han hecho, incluso en Francia, donde se cree que el erotismo juega un importante papel en la vida, estaban movidos por la necesidad: la necesidad de dinero.

Una cosa es incluir erotismo en una novela o en un cuento y otra muy distinta dedicarle toda la atención. Lo primero es como la vida misma. Es, diría yo, natural, sincero, como ocurre en las páginas sensuales de Zola o Lawrence. Pero centrarse exclusivamente en la vida sexual no es natural. Viene a ser algo parecido a la vida de las prostitutas, una actividad anormal que acaba alejándolas del sexo. Tal vez los escritores lo sepan. Esa sería la razón de que sólo hayan escrito una confesión o unos pocos cuentos, en los ratos libres, para ser fieles a la vida, como hizo Mark Twain.

¿Pero qué ocurre con esos escritores que necesitan dinero hasta el punto de dedicarse por completo a lo erótico? ¿Cómo afecta esto a sus vidas, a sus sentimientos con respecto al mundo, a sus escritos? ¿Qué efecto tiene sobre su vida sexual?

Permítaseme explicar que yo he sido la madre confesora de tal grupo. En Nueva York todo el mundo se endurece, se hace más cruel. He tenido que ocuparme de muchas personas, de muchos problemas, y dado que mi carácter era muy parecido al de George Sand, que escribía todas las noches para poder cuidar a sus hijos, a sus amantes y a sus amigos, tuve que buscar trabajo. Me convertí en lo que denominaré la Madame de una extraña casa de prostitución literaria. Era una
maison
muy artística, debo decir, un estudio de una habitación, con claraboyas que pinté para que parecieran las vidrieras de una catedral pagana.

Antes de emprender mi nueva profesión era conocida como poeta, como mujer independiente que sólo escribía por placer. Muchos jóvenes escritores, poetas, se dirigían a mí. Con frecuencia colaborábamos, discutíamos y compartíamos la obra en marcha. Aun siendo distintos en carácter, inclinaciones, costumbres y vicios, todos los escritores tenían un rasgo común: eran pobres. Irremediablemente pobres. Con frecuencia mi
maison
se convertía en cafetería, por donde caían hambrientos, sin decir nada, y comíamos tortas de avena, porque era lo más barato de hacer y se decía que daba fuerzas.

Gran parte de los relatos eróticos han sido escritos con el estómago vacío. Ahora bien, el hambre es muy buena para estimular la imaginación; no da potencia sexual y la potencia sexual no engendra aventuras extravagantes. Cuanta más hambre, más ganas, como les ocurre a los presos, ansiosos y obsesionados. De forma que disponíamos de un mundo perfecto para cultivar la flor del erotismo.

Desde luego, si se pasa demasiada hambre, con demasiada frecuencia, uno se convierte en vagabundo, en mujerzuela. Los hombres que duermen junto al East River, en portales, en el Bowery, no tienen vida sexual, se dice. Mis escritores —varios de ellos vivían en el Bowery— aún no habían alcanzado esta etapa.

Por mi parte, mis auténticos escritos quedaban abandonados cuando me ponía a perseguir lo erótico. Estas son mis aventuras en ese mundo de prostitución. Sacarlas a la luz fue al principio difícil. La vida sexual suele estar recubierta de muchas costras en todos nosotros, poetas, escritores o artistas. Es una mujer velada, semi-soñada.

Pájaros

Manuel y su esposa eran pobres, y la primera vez que buscaron piso en París sólo encontraron dos habitaciones oscuras, por debajo del nivel de la calzada, que daban a un patiecillo sofocante. Manuel se entristeció. Era artista y allí no había luz para trabajar. A su esposa no le importaba. Ella salía diariamente a hacer su número de trapecio en el circo.

En aquel lugar bajo tierra, toda su vida pareció convertirse en un encarcelamiento. Los porteros eran muy viejos y los inquilinos del inmueble parecían haberse puesto de acuerdo en convertirlo en un asilo de ancianos.

Así que Manuel vagabundeó por las calles hasta toparse con un cartel: SE ALQUILA. Fue conducido a un ático de dos habitaciones que parecía una choza; pero una de las habitaciones daba a una terraza y, cuando Manuel salió a la terraza, lo saludaron los gritos de unas colegialas en el recreo.

Había un colegio al otro lado de la calle y las chicas jugaban en el patio situado bajo la terraza.

Manuel las estuvo mirando unos momentos, con el rostro brillante y ensanchado por una sonrisa. Fue presa de un ligero temblor, como el hombre que prevé grandes placeres. Quería mudarse de piso inmediatamente, pero cuando, llegada la noche, convenció a Thérèse para que fuera a verlo, ella sólo encontró dos habitaciones inhabitables, sucias y abandonadas. Manuel repitió:

—Pero hay luz, hay luz para pintar, y, además, una terraza.

—Yo no viviría aquí —dijo Thérèse, encogiéndose de hombros.

Entonces, Manuel puso manos a la obra. Compró pintura, cemento y madera. Alquiló las dos habitaciones y se dedicó a arreglarlas. Nunca le había gustado trabajar, pero esta vez se dio maña e hizo una meticulosa faena de carpintería y pintura, como nunca se había visto, para que el lugar resultara hermoso a los ojos de Thérèse. Mientras pintaba, reparaba, cementaba y martilleaba, oía las risas de las jovencitas que jugaban en el patio. Pero se contenía, esperando el momento adecuado. Hilaba fantasías sobre lo que iba a ser su vida en este piso enfrente del colegio de chicas.

Al cabo de dos semanas el piso se había transformado. Las paredes estaban blancas, las puertas cerraban perfectamente, se podían utilizar los armarios y los suelos ya no tenían agujeros. Entonces llevó a Thérèse a que lo viera. Ella se sorprendió mucho y en seguida estuvo de acuerdo en trasladarse. En un día, un carro trasladó sus pertenencias. En este nuevo sitio podría pintar, se dijo Manuel, gracias a la luz. Daba saltos por todas partes, contento y cambiado.

Thérèse era feliz viéndolo de aquel humor. A la mañana siguiente, con las cosas desempaquetadas a medias y habiendo dormido en camas sin sábanas, Thérèse se fue a su trabajo en el trapecio y Manuel se quedó solo para arreglar las cosas. Pero en lugar de deshacer los paquetes, bajó a la calle y fue al mercado de pájaros. Allí se gastó el dinero que Thérèse le había dado para la comida en comprar una jaula y dos pájaros tropicales. Regresó y colgó la jaula al aire libre, en la terraza. Un momento estuvo mirando a las jovencitas que jugaban, viéndoles las piernas bajo las faldas revueltas. ¡Cómo caían unas sobre otras en su juegos, cómo flotaban las melenas al aire cuando corrían! Sus pechos pequeños y juveniles comenzaban a mostrar toda su rotundidad. Se puso colorado, pero no se apresuró. Tenía un plan demasiado perfecto para abandonarlo. Durante tres días gastó el dinero de la comida en toda clase de pájaros. La terraza era ahora un hervidero de pájaros.

Todas las mañanas, a las diez, Thérèse se iba al trabajo y el piso se llenaba de sol y de risa y gritos de las jovencitas.

Al cuarto día, Manuel salió a la terraza. El recreo era a las diez en punto. El patio del colegio estaba animado. Para Manuel era una orgía de piernas y faldas muy cortas, que en los juegos dejaban ver las braguitas blancas. Allí, en medio de los pájaros, cada vez estaba más excitado, pero al fin surtió el plan: las jovencitas miraron hacia arriba. Manuel las llamó:

—¿Por qué no venís a ver? Hay pájaros de todo el mundo. Hasta hay un pájaro de Brasil con cabeza de mono.

Las chicas rieron, pero después del colegio, empujadas por la curiosidad, varias subieron al piso. Manuel tenía miedo de que se presentara Thérèse. Por eso, sólo les permitió mirar los pájaros y embobarse con sus picos de colores y sus trinos raros y grotescos. Las dejó cuchichear y mirar, familiarizarse con el lugar.

Para cuando llegó Thérèse a la una y media había logrado de las chicas la promesa de que volverían a verle al día siguiente a las doce, en cuanto terminara el colegio.

A la hora convenida se presentaron a ver los pájaros cuatro jovencitas de todos los tamaños, una de pelo largo y rubio, otra con tirabuzones, la tercera regordeta y lánguida, y la cuarta esbelta y vergonzosa, con los ojos muy grandes.

Mientras estaban mirando los pájaros, Manuel se ponía cada vez más nervioso y excitado.

—Perdonadme —dijo—, tengo que hacer pipí.

Dejó la puerta del servicio abierta, para que pudieran verle. Sólo una, la vergonzosa, volvió la cara y le miró fijamente. Manuel estaba de espaldas a las chicas, pero veía por encima del hombro si le observaban. Cuando se percató de la chica vergonzosa, con sus enormes ojos, ella volvió la cara. Manuel tuvo que abotonarse. Quería alcanzar su placer con prudencia. Aquello había sido bastante por hoy.

El haber visto los grandes ojos encima de él le tuvo soñando durante el resto del día, ofreciendo su infatigable pene al espejo, sacudiéndolo como si fuera un bombón, una fruta o un regalo.

Manuel era muy consciente de que la naturaleza le había dotado bien en cuestión de tamaño. Si bien era cierto que su pene enflaquecía en cuanto se acercaba demasiado a una mujer, en cuanto se tendía al lado de una mujer; si bien era cierto que le fallaba siempre que quería ofrecer a Thérèse lo que ella deseaba, también era cierto que crecía hasta alcanzar un enorme tamaño y se comportaba de la forma más vivaz cuando lo miraba una mujer. Entonces era cuando estaba en todo lo suyo.

Mientras las chicas permanecían encerradas en las aulas, frecuentaba los
pissoirs
de París, tan abundantes, los pequeños quioscos redondos, los laberintos sin puertas, de donde a todas horas salían hombres que se abotonaban con descaro mirando directamente a los ojos de las mujeres elegantes, de las mujeres perfumadas y chic, que no se daban cuenta en seguida de que el hombre salía del
pissoir
y que luego bajaban los ojos. Este era uno de los mayores placeres de Manuel.

También podía apostarse contra el urinario y alzar los ojos a las casas situadas por encima de su cabeza, donde muchas veces había mujeres asomadas a las ventanas o en el balcón, desde donde le veían agarrándose el pene. No obtenía ningún placer de que lo observaran los hombres, si no aquello hubiera sido para él un paraíso, pues todos los hombres conocen el truco de mear tranquilamente mientras miran cómo el vecino hace lo mismo. Y los jóvenes entraban sin otro motivo que verse y quizás ayudarse durante la operación.

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