Read Pájaros de Fuego Online

Authors: Anaïs Nin

Pájaros de Fuego (3 page)

BOOK: Pájaros de Fuego
10.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Sin decir una palabra, el ruso dobló la cabeza sobre el nudo. El cuerpo de ella tembló. El pene avanzaba entre los blancos bordes de las nalgas, abriéndose inexorablemente su carne.

Palpitaba de miedo y la palpitación era la misma para el deseo. A la vez que el condenado saltó al vacío y a la muerte, el pene se estremeció dentro de ella, vertiendo su cálida vida.

La multitud aplastaba al hombre contra ella. Casi dejó de respirar y, conforme el miedo se convirtió en placer, en salvaje placer al sentir la vida mientras el hombre agonizaba, se desmayó.

Después de esta historia, Louis descabezó un sueñecito. Al despertar, saturado de sueños sensuales, vibrando a resultas de un imaginario abrazo, vio que la mujer se había ido. Pudo seguir las huellas sobre la arena durante un buen trecho, pero desaparecieron en la zona arbolada que daba a los chalés, y así la perdió.

Lina

Lina es una mentirosa incapaz de soportar su verdadera cara en el espejo. Tiene una cara que pregona su sensualidad: los ojos brillantes, la boca ávida, la mirada provocativa. Pero en lugar de rendirse a su erotismo, se avergüenza; lo sofoca. Y todo este deseo y toda esta codicia se retuercen en su interior y destilan el veneno de la envidia y los celos. Lina odia todo aquello donde florece la sensualidad. Está celosa de todo, de los amores de todos. Siente celos cuando ve a las parejas besarse por las calles de París, por los cafés y por los parques. Las mira con una extraña mirada de rabia. Desearía que nadie hiciera el amor puesto que ella no puede hacerlo.

Se compró un camisón de blondas negras, igual que el mío. Vino a mi piso para pasar algunas noches conmigo. Dijo que se había comprado el camisón para un amante, pero yo me di cuenta de que aún llevaba la etiqueta del precio. Embriagaba mirarla porque era regordeta y le sobresalían los pechos por el escote de la blusa blanca. Vi su feroz boca entreabierta y el pelo rizado aureolándole salvajemente la cabeza. Todos sus gestos eran desordenados y violentos, como si hubiera un león en el cuarto.

Comenzó afirmando que odiaba a mis amantes, Hans y Michel.

—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Por qué?

Sus razones eran confusas, poco convincentes. Me puse triste. Eso significaba citas secretas. ¿Cómo iba a entretener a Lina mientras estuviese en París? ¿Qué era lo que quería?

—Simplemente estar contigo.

De modo que nos limitamos a la mutua compañía. Nos sentábamos en los cafés, íbamos de compras, dábamos paseos.

Me gustaba verla arreglarse para la noche, con joyas exóticas que tanta viveza daban a su rostro. No pertenecía al París elegante ni a los cafés. Lo suyo era la jungla, las orgías y las danzas africanas. Pero no era un ser libre, sacudido por las naturales oleadas del placer y del deseo. Si su boca, cuerpo y voz estaban hechos para la sensualidad, interiormente se sentía inhibida. Llevaba empalado entre las piernas el rígido poste del puritanismo. Todo el resto de su cuerpo era suelto, provocativo. Tenía siempre el aspecto de quien acaba de salir del lecho de algún amante o bien está a punto de ir a acostarse con alguien. Tenía ojeras y un gran desasosiego, una especie de energía que emanaba de todo su cuerpo en forma de impaciencia o avidez.

Hizo todo lo posible por seducirme. Le gustaba que nos besáramos en la boca. Me cogía la boca y se excitaba y luego se alejaba. Desayunábamos juntas. Acostada, levantaba las piernas para que le viera el sexo desde mi sitio a los pies de la cama. Mientras se vestía, dejaba caer la camisa, simulando no haberme oído entrar, y durante un momento quedaba desnuda, cubriéndose luego.

Las noches que Hans venía a verme siempre teníamos alguna escena. Entonces ella debía dormir en el cuarto encima del mío. A la mañana siguiente se despertaba enferma de celos. Me hacía besarla en la boca una y otra vez hasta que nos excitábamos, y entonces paraba. Le gustaban aquellos besuqueos sin clímax.

Salíamos juntas y yo admiraba a la mujer que cantaba en el cafetucho. Lina se emborrachaba y se enfurecía conmigo.

—Si fuera hombre, te mataba —decía.

Yo me enfadaba. Entonces ella lloraba y decía:

—No me abandones. Si me abandonas, estoy perdida.

Al mismo tiempo bramaba contra el lesbianismo, diciendo que era repugnante y que ella no pasaría de los besos. Sus escenas me iban agotando.

Cuando Hans la vio, dijo:

—El problema de Lina es que es un hombre.

Me dije que intentaría y conseguiría romper su resistencia de una u otra forma. Nunca he sido muy hábil para seducir a quienes se resisten. Quiero que quieran, que se rindan.

Cuando Hans y yo estábamos por la noche en mi dormitorio, teníamos miedo de hacer ruidos que Lina pudiese oír. No quería lastimarla, pero odiaba sus escenas de frustración y sus celos disimulados.

—¿Qué quieres, Lina, qué es lo que quieres?

—Quiero que no tengas amantes. Odio verte con hombres.

—¿Por qué odias tanto a los hombres?

—Tienen algo que yo no tengo. Querría tener pene para poder hacerte el amor.

—Hay otras formas de hacer el amor entre mujeres.

—Pero yo querría tenerlo.

Más adelante, un día le dije:

—¿Por qué no vienes conmigo a visitar a Michel? Quiero que conozcas su madriguera de explorador.

—Tráela y la hipnotizaré. Ya verás —me había dicho Michel.

Lina aceptó. Fuimos al piso de Michel. Él había quemado incienso, pero una clase de incienso que yo desconocía.

Lina se puso bastante nerviosa cuando vio el lugar. La atmósfera erótica la turbaba. Se sentó en el canapé forrado de piel. Parecía un hermoso animal, un animal cuya captura bien valía la pena. Me di cuenta de que Michel quería dominarla. El incienso nos iba adormeciendo.

Lina quiso abrir la ventana, pero Michel vino a sentarse entre nosotras y comenzó a hablarle.

Tenía la voz dulce y envolvente. Contaba historias de sus viajes. Vi que Lina escuchaba, que había dejado de retorcerse y de fumar febrilmente, que estaba reclinada contra la espalda y fantaseando sobre las inacabables historias de Michel. Lina tenía los ojos semi-cerrados. Luego se quedó dormida.

—¿Qué has hecho, Michel?

Yo también me sentía soñolienta. Él sonrió.

—He quemado un incienso japonés que da sueño. Es afrodisíaco y no es peligroso.

Sonreía maliciosamente. Yo me reí.

Lina no estaba completamente dormida. Había cruzado las piernas. Michel se subió encima de ella y trató de separar las piernas con las manos, pero se mantuvieron firmemente cerradas. Entonces le insertó la rodilla entre los muslos y las abrió. Me excitaba ver a Lina tan rendida y abierta. Empezó a acariciarla, a desnudarla. Ella se daba cuenta de lo que hacíamos, pero le causaba placer. Mantuvo su boca en la mía, con los ojos cerrados, y dejó que Michel y yo la desnudáramos por completo.

Sus abundantes pechos cubrieron el rostro de Michel. Él mordió los pezones. Lina dejó que Michel la besara entre las piernas y le introdujera el pene. A mí me dejó besarle los pechos y acariciárselos. Tenía unas hermosas nalgas, firmes y redondeadas. Michel siguió manteniéndole las piernas separadas y mordiéndola en su carne más tierna hasta hacerla gemir. Lina sólo quería el pene. Así que Michel la poseyó y cuando hubo gozado quiso poseerme a mí. Lina se irguió en el asiento, abrió los ojos y nos miró un instante con asombro. Luego me sacó el pene de Michel y no permitió que volviera a introducirlo. Se tiró sobre mí, hecha una furia sexual, acariciándome con la boca y las manos. Michel volvió a poseerla, esta vez por detrás.

Cuando Lina y yo salimos a la calle, cogidas de la cintura, ella hizo como si no recordara nada de lo ocurrido. Se lo permití. Al día siguiente abandonó París.

Dos hermanas

Había una vez dos hermanitas. Una era rechoncha, morena y vivaz. La otra, graciosa y delicada. Dorothy era la fuerza. Edna tenía una hermosa voz que encantaba a la gente y quería ser actriz. Procedían de una acaudalada familia residente en Maryland. En la bodega de su casa el padre llevó a cabo la ceremonia de quemar los libros de D. H. Lawrence, lo que revela hasta qué punto estaba la familia atrasada en cuanto a vida sensual. A pesar de eso, con los ojos húmedos y brillantes, el padre gustaba de tomar a las niñas sobre sus rodillas, deslizar la mano bajo sus vestiditos y acariciarlas.

Tenían dos hermanos, Jack y David. Los muchachos jugaban a hacer el amor con las hermanas desde antes de tener erecciones. David y Dorothy siempre se emparejaban juntos, al igual que Edna y Jack. Al delicado David le gustaba su hermana áspera y el viril Jack prefería la fragilidad vegetal de Edna. Los hermanos colocaban sus blandos y jóvenes penecitos entre las piernas de las hermanas, sin aventurarse más. Lo hacían con gran secreto, echados en la alfombra del comedor y con la sensación de estar cometiendo los mayores delitos sexuales.

Luego, de repente acabaron los juegos. Los chicos habían descubierto el mundo del sexo gracias a otro muchacho. Las chicas se volvieron tímidas e iban creciendo. El puritanismo se reafirmaba en la familia. El padre tronaba y luchaba contra cualquier intromisión del mundo exterior. Protestaba de los jóvenes que las visitaban. Protestaba de los bailes y de toda clase de fiestas. Con el fanatismo del inquisidor, quemaba los libros que encontraba en manos de los hijos. Prescindió de acariciar a las hijas. No sabía que ellas habían hecho rajas en sus braguitas para poder ser besadas entre las piernas en las citas, ni que se metían en los automóviles con los muchachos a chuparles el pene, ni que el asiento del coche familiar estaba manchado de esperma. Aun así, rechazaba a los jóvenes demasiado asiduos e hizo todo lo posible por impedir que sus hijas se casaran.

Dorothy estudiaba escultura. Edna seguía queriendo dedicarse al teatro. Pero se enamoró de un hombre mayor que ella, el primer hombre que realmente había conocido. Los demás habían sido muchachos que le despertaban una especie de ansia maternal, un deseo de protegerlos. Harry tenía cuarenta años y trabajaba en una agencia de cruceros para gente rica. Como jefe social del crucero, su trabajo consistía en cuidar de que los huéspedes se divirtieran, se conocieran unos a otros y su comodidad fuese absoluta; y también en facilitarles sus intrigas. Ayudaba a los maridos a eludir la vigilancia de las esposas, y a las esposas la de los maridos. Las historias de sus viajes con aquellos ricos mimados excitaban a Edna.

Se casaron. Hicieron un viaje juntos alrededor del mundo. Lo que Edna descubrió fue que el jefe social suplía personalmente buena parte de las intrigas sexuales.

Edna regresó del viaje alejada del marido. Sexualmente no la conmovía, aunque no sabía por qué. A veces lo achacaba a haber descubierto que había pertenecido a tantísimas mujeres. Desde la primera noche, le pareció que no la poseía a ella, sino a una mujer como cientos de otras. No había demostrado la menor emoción. Mientras la desnudaba, había dicho:

—Vaya caderas tan anchas. Pareces tan esbelta que nunca hubiera imaginado unas caderas tan anchas.

Se sintió humillada, sintió que no era deseable. Lo cual le paralizó el ánimo, le impidió la efusividad de su amor y su deseo. En parte por ganas de vengarse, comenzó a mirarle con la misma frialdad con que él la había mirado, y lo que vio fue un hombre cuarentón, con el pelo clareándose, que pronto estaría demasiado gordo y tendría el aspecto de estar maduro para retirarse a hacer vida familiar y estólida. Había dejado de ser el hombre que había visto el mundo entero.

Entonces se presentó Robert, de treinta años, moreno, de ojos castaños y ardientes como los de un animal, que resultaban al tiempo hambrientos y suaves. Estaba fascinado por la voz de Edna, encantado por su suavidad. Ella lo hechizó completamente.

Acababa de ganar una beca para trabajar en una compañía. Compartía con Edna el amor al teatro. Le renovó la fe en sí misma, en su atractivo. No se daba cuenta de que aquello era amor. La trataba un poco como a una hermana mayor, hasta que un día, estando entre bastidores, cuando todo el mundo se había retirado y Edna se quedó a verle ensayar, escuchándole y dándole sus opiniones, representaron un beso interminable. Él la tomó sobre el sofá del decorado, con torpeza y prisas, pero con tal intensidad que ella lo sintió como nunca había sentido a su marido. Sus palabras de alabanza, de adoración, sus gritos de asombro, la incitaron y ella floreció entre sus manos. Cayeron al suelo, les entró polvo en la garganta, pero siguieron besándose y acariciándose, y Robert tuvo una segunda erección.

Edna y Robert estaban siempre juntos. Para Harry, la coartada eran los estudios de arte dramático. Fue un período de embriaguez, de ceguera, de sólo vivir para las manos, la boca y el cuerpo. Edna dejó que Harry fuera solo a sus cruceros. Ahora era libre durante seis meses. Ella y Robert vivieron juntos en Nueva York, en secreto. Él tenía tal magnetismo en sus manos que su roce, incluso el de la mano sobre el brazo de Edna, la hacía arder por todas partes. Ella vivía abierta y sensible a su presencia. E idéntica era la sensibilidad de Robert a la voz de Edna. La telefoneaba a todas horas para oírla. Era como una canción que le sacaba de sí mismo y de su vida. Todas las demás mujeres quedaban borradas por aquella voz.

Robert entró en el amor de Edna con una sensación de absoluto dominio, de absoluta seguridad. Esconderse y relajarse sobre su cuerpo, tomarla, gozarla, todo era lo mismo. No había tensiones, momentos equívocos ni mala voluntad. Su amor nunca era violento ni cruel, nunca engendraba ataques bestiales en que uno pretendiera violar al otro, imponer su capricho ni herir con la fuerza o el deseo. No, se confundían y desvanecían unidos en un abismo cálido, blando y oscuro.

Harry volvió al mismo tiempo que regresaba Dorothy del Oeste, donde había estado trabajando de escultora. Dorothy parecía una pieza de madera bien pulimentada; los rasgos firmes y cincelados, la voz terráquea, las piernas robustas, su misma naturaleza dura y fuerte, todo hacía pensar en sus propias obras.

Vio lo que le ocurría a Edna, pero no estaba enterada de su distanciamiento de Harry. Pensó que Robert era la causa y le odió. Supuso que era un amante momentáneo que simplemente separaba a Harry y Edna por su propio placer. No creía que aquello fuese amor. Hizo la guerra a Robert. Se mostró cortante, mordiente. Ella misma era una especie de virgen inexpugnable, bien que no puritana ni escrupulosa. Era franca como un hombre, utilizaba palabras gruesas, contaba historias verdes y se burlaba del sexo. Pero seguía siendo inexpugnable.

BOOK: Pájaros de Fuego
10.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

I blame the scapegoats by John O'Farrell
Castaway Dreams by Darlene Marshall
Record of the Blood Battle by Hideyuki Kikuchi
Just Friends by Sam Crescent
Demise of the Living by Iain McKinnon
Secret Desires by Fields, Cat