Authors: Laura Gallego García
Jack se sentó a su lado.
—Shail, no sé si vamos a salir de esta —le dijo sin rodeos.
El mago no dijo nada. Se limitó a aguardar a que siguiera hablando.
—Ya hemos visto lo que pueden hacer los dioses —prosiguió Jack—, y no sé cómo detenerlos. Puede que en muy poco tiempo acaben con todo este mundo, voluntaria o involuntariamente. Y sé que suena cobarde y egoísta, pero no sé si quiero estar aquí para verlo.
Shail guardó silencio un instante, reflexionando. Luego, dijo:
—Te refieres a regresar a la Tierra, ¿verdad? ¿Es eso lo que quieres hacer?
—Christian lo vio venir —asintió Jack—. Antes incluso de que Yohavir casi arrasara la Torre de Kazlunn, dijo que lo más prudente era escapar de aquí. Y eso hizo, de hecho, y se llevó a Victoria consigo, para protegerla de todo esto. Pero yo no quise rendirme tan pronto. Me quedé a luchar... y, por lo visto, ellos se cansaron de esperarme. Victoria regresó para buscarme.
»Ahora me pregunto si no debería haberme ido con ellos entonces. Soy testarudo y sé que aguantaré aquí hasta el último momento, pero terminaré marchándome. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Quieres saber si estamos dispuestos a regresar a Limbhad —entendió Shail—. Si Alexander y yo os acompañaríamos.
—Eso es exactamente lo que quiero saber.
Shail inclinó la cabeza.
—Yo no me iría sin Zaisei —dijo—, y no sé qué clase de vida le esperaría a una celeste en la Tierra.
—Será mejor que estar muerta —replicó Jack.
—Supongo que sí. E imagino que también querrías darles esa posibilidad a algunas otras personas cercanas a ti; como Kimara, por ejemplo. Pero no puedes llevarte a todos los idhunitas a la Tierra a través de la Puerta. ¿Y cómo vas a decidir quiénes se van, y quiénes se quedan?
—Ya te dije que era una opción cobarde y egoísta. Pero estoy cansado de ser un héroe, Shail.
Shail lo miró, pensativo.
—¿Y qué hay de lo que propusiste el otro día? ¿Luchar contra Gerde, capturarla y entregársela a los dioses?
—Es una empresa casi imposible de realizar, Shail.
—También lo era hacer cumplir la profecía que anunciaba la caída de Ashran.
—Pero había una profecía. Teníamos a los dioses de nuestra parte. Ahora son ellos los que van a enfrentarse al Séptimo, por lo que ya no nos prestan atención. Ahora estamos solos frente a Gerde.
—Hace cuatro días estabas dispuesto a intentarlo. ¿Qué ha cambiado?
Jack tardó un poco en responder.
—Nos encontramos con Christian en Alis Lithban —explicó—. Nos ayudó a protegernos de Wina, pero también dejó muy claro que ahora es leal a Gerde. No está con ella por obligación ni porque pretenda traicionarla en un futuro. De verdad quiere luchar por ella, o al menos, eso me dijo. Y creo que era sincero.
—Pero... ¿y Victoria?
—Por lo visto, sigue sintiendo lo mismo por ella. La relación entre ellos no se ha roto, que yo sepa.
—No entiendo nada —murmuró Shail, perplejo.
—Yo tampoco.
El mago sacudió la cabeza.
—Tuve ocasión de tratar a Kirtash en Nanhai. Sigo sin saber si puedo confiar en él o no, pero lo que sí me quedó claro es que, desde el mismo momento en que traicionó a Ashran, ya no ha vuelto a pertenecer a ninguna parte, ni siquiera a la Resistencia. Me sorprende saber que ha vuelto a elegir un bando, aunque en el fondo sospecho que está con ellos de la misma forma que estuvo antes con la Resistencia: porque convenía a sus propios planes. Entonces, aquellos planes consistían en proteger a Victoria.
—El mismo me dijo que esto no tenía nada que ver con Victoria.
—Pero tampoco haría nada que pudiese dañarla. ¿Me equivoco?
—Supongo que no. O eso es lo que él cree. ¿Cómo se supone que debemos reaccionar los demás? Nuestro único plan pasaba por derrotar a Gerde. Si él se empeña en protegerla, terminaremos enfrentándonos otra vez. Y Victoria sigue manteniendo una relación con ambos. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Shail frunció el ceño.
—Ahora sí. Las únicas opciones que te quedan son enfrentarte a Gerde, y por tanto a Kirtash, o huir a la Tierra. Y si nos enfrentamos a Kirtash... ¿qué hará Victoria?
—No lo sé. No se lo he preguntado todavía, pero dudo mucho que quiera luchar contra él. No parece echarle en cara que haya vuelto a cambiar de bando, y eso me desconcierta.
—La he notado distante —asintió Shail—, como si ya no se sintiera parte de todo esto, de la Resistencia. ¿Crees que podría llegar a cambiar de bando ella también?
Jack sonrió.
—Victoria estaba con la Resistencia porque la profecía obligaba explícitamente a los unicornios a luchar contra Ashran —dijo—, pero ella se enamoró de ese shek a pesar de todo..., y creo que eso se debe a que nunca creyó realmente que los sheks fueran los monstruos malvados que todos decían. Ahora que esa profecía ya no tiene validez, Victoria podría ayudarnos a nosotros, o a Christian, le da igual. Luchará por sus seres queridos, en uno y en otro bando, pero no creo que llegue a unirse a Gerde, simplemente porque no le tiene cariño. Ahora bien..., si le pedimos que se implique en una guerra contra ella, si eso supone enfrentarse a Christian... se negará.
—Es lo que pensaba —asintió Shail—. Y tú quieres evitar ese enfrentamiento.
—No solo por Victoria, sino también por mí. No quiero luchar contra él. Me saca de quicio, es verdad, y creo que el mundo sería un lugar mejor si él no existiera, pero no puedo negar que nos ha ayudado y nos ha salvado la vida en varias ocasiones.
»Así que la única opción que me queda es renunciar a luchar y marcharme de aquí, con Victoria, y con todo el que quiera seguirme.
Y te lo digo a ti, porque sé que tienes a alguien a quien quieres proteger, y considerarás al menos la posibilidad. Pero no quiero ni imaginar lo que dirá Alexander cuando se lo proponga —añadió, pesaroso.
Shail se irguió.
—De eso quería hablarte. Hace dos noches, Erea salió llena.
—Lo sé —respondió Jack—. Lo mencioné en la reunión, delante de Ha-Din y de otras personas importantes. Supongo que Alexander no me lo habrá perdonado todavía.
—No se trata de eso, Jack. —Shail clavó la mirada en él, muy serio—. Esa noche..., pasó algo muy extraño.
Procedió a relatarle lo que había sucedido entre Alexander y Gaedalu, y cómo esta había logrado revertir su transformación.
—Y debería alegrarme —concluyó—, pero no puedo. Me pareció todo muy extraño, y aquella piedra... no me dio la sensación de que fuera del todo benéfica. Además, Zaisei me ha contado que la Madre Venerable fue a Dagledu a buscar fragmentos de una roca que causa un extraño efecto en la gente. Por la descripción, aseguraría que la piedra del brazalete que le dio a Alexander era uno de esos fragmentos.
—¿De verdad? ¿Y qué clase de roca es esa?
—La llaman la Roca Maldita, aunque por lo visto, su verdadero nombre es la Piedra de Erea. Se dice que cayó del cielo hace muchos milenios.
Jack dejó caer la espalda contra la pared, sorprendido.
—Victoria me ha hablado de un meteorito que cayó en el mar, hace mucho tiempo —murmuró—. Encontró información sobre ello en Limbhad. Ella te dará más detalles, pero no me dio la impresión de que fuera algo bueno. Estaba relacionado con la llegada de las serpientes a Idhún. —Alzó la cabeza, decidido—. Tenemos que hablar con Alexander para que no vuelva a usar esa cosa. Supongo que no querrá escucharnos, pero...
—Alexander no está aquí —cortó Shail—. Partió ayer con Gaedalu en dirección a Vanissar. —Suspiró, preocupado—. Dijo que iba a recuperar lo que es suyo.
—¿Cómo se ha atrevido a regresar aquí? —murmuró Covan, irritado.
—No está solo, señor —informó el soldado—. La Venerable Gaedalu le acompaña.
—¡Gaedalu! —repitió Covan, con cierto estupor.
Había una tercera persona en la habitación, aparte de ellos dos: alguien que se había retirado a un discreto segundo plano, y que asistía a la conversación desde un rincón en sombras. El soldado no se percató de su presencia hasta que se movió, inquieta ante la mención de la Madre Venerable. Pero no tuvo tiempo de fijarse en ella, porque Covan reclamó de nuevo su atención.
—¿Viene alguien más con ellos?
—No, señor. Nadie los acompaña.
—La Venerable Gaedalu, sin cortejo —dijo entonces la mujer del rincón, con voz suave y modulada—. Esto es muy irregular.
Covan sacudió la cabeza.
—Maldita sea, no puedo dejarlos en la puerta, y tampoco ordenar que prendan a Alsan. Si Gaedalu está con él...
—Sin duda la Madre Venerable no sabe lo que nosotros sabemos acerca del príncipe Alsan, maestro Covan —intervino la mujer—. Nuestro deber es informarle del peligro que corre acompañándolo.
—Sin duda —concedió Covan, tras un instante de reflexión—. Hazlos pasar —ordenó al soldado.
El joven inclinó la cabeza y se retiró, dejándolos a solas.
Apenas unos momentos después, Alexander y Gaedalu entraban en la habitación. Covan los observó con cautela mientras se aproximaban a él. No dejó de notar que Alexander caminaba sereno y seguro de sí mismo, con el orgullo pintado en la mirada. Se parecía tanto al muchacho al que había entrenado en Nurgon que el maestro de armas sintió una punzada de dolor. Y, no obstante, no podía dejar de recordar a la criatura en la que se había metamorfoseado en la noche del Triple Plenilunio.
—Madre Venerable —saludó, con una profunda reverencia—. Príncipe Alsan —añadió, y esta vez no se inclinó—. ¿A qué debemos el honor de vuestra visita?
Alexander alzó una ceja.
—¿Acaso un príncipe necesita motivos para visitar su reino?
—Normalmente, no —gruñó Covan-; pero las cosas cambian si ese príncipe asesinó a su hermano a sangre fría, transformado en una bestia sanguinaria, para después desaparecer durante meses.
—No parece que se me haya echado de menos —observó Alexander con frialdad—. He oído que ya preparas la ceremonia de tu coronación.
El rostro de Covan se ensombreció.
«No creo que sea necesario todo esto», intervino Gaedalu. «Estamos aquí para aclarar las cosas, para unirnos todos contra el enemigo común. No tiene sentido que nos enfrentemos unos a otros...».
—Os pido perdón, Madre Venerable —murmuró Covan, apartando la mirada de la de Alexander—. Es cierto, hay muchas cosas que aclarar, y, con todos mis respetos, no creo que seáis consciente del peligro que corréis en compañía de Alsan. Pero habrá tiempo para hablar de eso, supongo. Os doy la bienvenida a Vanissar. Es un honor recibiros entre nosotros.
«Por lo que veo, no somos los únicos visitantes ilustres», observó Gaedalu. «¿No es cierto... Erive?»
La mujer que permanecía semioculta entre las sombras dio un par de pasos al frente, con una serena sonrisa.
—Madre Venerable —saludó, con una elegante inclinación—. Disculpad mis malos modales. El intercambio de opiniones entre el príncipe Alsan y el maestro Covan me pareció un asunto privado, y no creí oportuno intervenir. Príncipe Alsan —añadió, volviéndose hacia él—, sed bienvenido a vuestro reino.
Alexander sonrió a su vez, un poco incómodo. Conocía a la reina Erive de Raheld, pero él era apenas un muchacho cuando ella ya gobernaba los destinos de su reino con mano firme. Había pasado mucho tiempo desde entonces. Erive era ahora una mujer madura, pero seguía conservando su regia elegancia y su mirada sagaz. Raheld había salido airoso de la invasión shek; para salvaguardar su reino, Erive se había rendido inmediatamente a las serpientes y, como consecuencia, este permanecía intacto. Pero, tras la caída de Ashran, Erive había tomado partido por el bando contrario. Los que aún luchaban contra los sheks sabían que no podían permitirse el lujo de reprocharle su antigua alianza: tras la batalla de Awa, los Nuevos Dragones habían quedado muy mermados, y solo gracias a la generosidad de Erive habían logrado levantar cabeza. La reina de Raheld no solo les había proporcionado una nueva base, sino que además los apoyaba económicamente y había puesto a sus mejores ingenieros y artesanos al servicio de Denyal y Tanawe. Incluso les había enviado al mago Vankian, que hasta ese momento había estado al servido de la reina en Thalis. Sin Erive, los Nuevos Dragones no eran nada.
No obstante, Alexander no sabía cómo tomarse su presencia en Vanissar.
—Gracias, señora —respondió con gravedad—. No deja de ser extraño, sin embargo, que seáis vos quien me dé la bienvenida a mi propio reino.
Erive rió suavemente.
—Es cierto, pero vivimos tiempos extraños. Sin ir más lejos, tu llegada ha sido toda una sorpresa para todo el mundo. Te dábamos por muerto. Celebro ver que no es así.
—No es la primera vez que se me da por muerto —observó Alexander, con una cansada sonrisa—. Y no es la primera vez que regreso a mi reino y me encuentro con que otro trata de usurpar mi puesto.
El rostro de Covan enrojeció.
—Yo luché por ti, y lo sabes. Defendí tu derecho al trono ante tu hermano, pero eso no justifica lo que le hiciste a él... y a Denyal.
—Mi hermano luchaba en una guerra, y luchaba en el bando enemigo —señaló Alexander con frialdad—. Nos enfrentamos, y él perdió.
—¡Lo destrozaste con garras y colmillos, Alsan! —casi gritó Covan.
—Lo habría atravesado con mi espada en otras circunstancias. ¿Qué importa la forma en que murió? Era un traidor, y estaba aliado con los sheks.
—Muchos nos aliamos con los sheks porque no tuvimos otra elección, príncipe Alsan —observó la reina Erive, sin alzar la voz—. Pasaste mucho tiempo lejos de casa, y no puedes saber lo que sufrimos aquí..., las terribles decisiones que tuvimos que tomar, por el bien de nuestro pueblo. También yo me rendí a los sheks para salvar a mi gente, igual que hizo Amrin. ¿Merezco la misma suerte que él?
—Si yo no le hubiese matado, él habría acabado conmigo. Luchábamos en una batalla, señora mía. Éramos enemigos. ¿Pretendéis hacerme creer que, de haber peleado vos en esa batalla, habríais fingido vuestros mandobles, o me habríais perdonado la vida, porque estabais aliada con los sheks por obligación?
Erive no respondió.
—¿Y qué hay de Denyal? —dijo Covan—. Le arrancaste un brazo de cuajo.
—Ese no era yo. He pasado un tiempo... poseído por una fuerza ajena a mí, una bestia que se apoderaba de mi voluntad las noches de luna llena. Pero, gracias a la intervención de la Venerable Gaedalu, eso no volverá a suceder. La pesadilla ha quedado atrás. Vuelvo a ser yo mismo y puedo asumir el liderazgo de mi pueblo.