Authors: Laura Gallego García
—¡Kirtash! ¿Has sentido eso?
Christian se incorporó, alerta.
—¿El qué?
Gerde echó la cabeza hacia atrás. Su largo cabello resbaló por su espalda.
—¡Está tan cerca! —susurró—. ¿No lo notas? ¿No lo notas? —repitió, en voz más alta.
Christian iba a responder, pero alguien entró precipitadamente en el árbol.
—Mi señora... —jadeó Yaren, con esfuerzo—. Ha vuelto la patrulla. Dicen que hay algo extraño en el bosque. Algo que viene hacia aquí.
—Es ella —dijo el hada—. Oh, tengo que ir a verla...
El shek la retuvo por las muñecas cuando ya se iba.
—Te matará, Gerde.
—¡Pero tengo que ir! Solo... solo... no me acercaré demasiado...
Parecía una niña suplicando por un juguete nuevo. Christian la miró, tratando de sondear en el fondo de su alma, preguntándose si Gerde se comportaba de aquel modo porque era la Séptima diosa, o simplemente porque era Gerde.
—Iré contigo —decidió—. Para asegurarme de que no te hace daño.
Gerde le sonrió.
—Eres encantador cuando quieres hacer de caballero protector, ¿lo sabías?
Christian no respondió. Se volvió hacia Yaren.
—Habla con Isskez y Kessesh y diles que el campamento está en peligro. Nos vamos a ver qué está pasando. Si veis que pasa algo raro... no nos esperéis. Evacuadlo todo.
—¿Quién eres tú para...? —empezó Yaren, pero Christian le cortó:
—Puedes obedecer, o no. Pero, si luego morís todos, será responsabilidad tuya.
—Pero...
—Limítate a transmitir esta información a los jefes szish. A diferencia de los humanos, los szish son lo bastante listos como para no cuestionar una orden sensata.
Yaren no respondió. Se inclinó brevemente ante ellos, aún temblando de ira.
Momentos después, Christian y Gerde se internaban en el bosque, en silencio.
«No podemos esperar más», dijo el shek. «Debemos marcharnos».
«Aún es pronto», respondió Eissesh. «Todavía no estamos listos para partir».
«Pero ya no hay ningún lugar donde podamos refugiarnos».
Eissesh no respondió esta vez.
El éxodo de los sheks había comenzado antes de lo previsto. Tiempo atrás, poco después de la visita de Gerde, habían tenido que abandonar su refugio en las cavernas, porque una fuerza misteriosa sacudía la raíz de las montañas y provocaba violentos desprendimientos. De modo que las serpientes no habían tenido más remedio que desplazarse hacia el oeste, buscando nuevos escondites en el corazón de la cordillera. Pero aquel fenómeno terminaba por alcanzarlos siempre.
«Es como si nos persiguiera», opinó otro shek.
«Eso no es posible», respondió el primero. «Los terremotos no tienen voluntad propia».
«Este, sí», replicó Eissesh. «Y es una voluntad a la que no le gustan los sheks».
Reinó un silencio desconcertado en la asamblea, mientras las serpientes aladas asimilaban la información implícita que Eissesh compartía con ellas a través de la red telepática.
«¿No es demasiado descabellado?», dijo entonces uno de ellos. «Podría ser obra de los hechiceros sangrecaliente. Ya sabemos lo que son capaces de hacer».
Los sheks sisearon, mostrando su irritación. Eissesh alzó la cabeza y abrió un poco las alas.
«Podría ser, pero es poco probable. En los últimos tiempos están sucediendo cosas extrañas en Idhún, cosas que escapan a nuestro control y a nuestro entendimiento. No seamos tan necios como los sangrecaliente, que contemplan a sus propios dioses y no los reconocen. Aceptemos la posibilidad de que los Seis estén realmente aquí, y uno de ellos quiera destruirnos».
De nuevo callaron los sheks.
«Aceptemos esa posibilidad», convino el que había hablado primero. «Si es cierto que un dios nos persigue, es otra razón para marcharnos de aquí».
«Tenemos que resistir un poco más», dijo Eissesh.
«¿Cuánto más? Los derrumbamientos han acabado ya con la vida de cuatro sheks y once szish. Cada vez es más difícil encontrar refugios seguros. Llegará un momento en que no logremos escapar lo bastante rápido».
«Hay otro lugar para nosotros», explicó Eissesh. «Un lugar mejor. Los herederos de Ashran están trabajando en ello, en algún lugar de Drackwen. Cuando todo esté listo, podremos emigrar con ellos, y con las serpientes de Kash-Tar. Pero nada debe interferir en su trabajo. No debemos atraer la atención de los sangrecaliente sobre ellos, porque tratarán de evitar que esos planes se lleven a cabo».
«Los herederos de Ashran», repitió otro de los sheks. «¿Son acaso la maga feérica y el híbrido renegado? ¿Por qué deberíamos confiar en ellos?»
«Porque quieren escapar de los Seis, igual que nosotros. Porque perdimos una batalla y aún no estamos preparados para afrontar otra. Porque no tenemos otra opción. Y por otros motivos que no me está permitido revelar».
«¿No te está permitido? ¿Acaso existe alguien por encima de ti?».
«Sí», respondió Eissesh. «Ziessel está viva, y todavía es nuestra soberana. Gerde ha contactado con ella. Nos espera en ese otro mundo al que emigraremos, allí a donde los dioses de los sangrecaliente no podrán seguirnos».
Los sheks meditaron sus palabras.
«De acuerdo», asintió uno de ellos. «Pero no podemos esperar indefinidamente. Este lugar ha dejado de ser seguro para nosotros».
«Estaremos preparados para salir a la superficie si no tenemos otra opción», los tranquilizó Eissesh. «Pero aún podemos aguantar un poco más, y debemos hacerlo. Nuestro futuro está en juego».
Los sheks asintieron, sombríos.
La fuerza de la vida
Los feéricos trabajaron deprisa. Eligieron un sector del bosque que estaba poblado por árboles de gruesos troncos y largas ramas, y estimularon el crecimiento de algunos de ellos, entretejiendo luego su nudoso follaje para formar sólidas paredes vegetales. Plantaron fuertes enredaderas en los tugares precisos, y también las hicieron crecer, formando una tupida red en torno a los troncos, que aseguró las ramas y taponó los escasos huecos dejados por los árboles. Cuando las hadas terminaron con su trabajo, habían creado una prisión vegetal que contendría a la criatura en la que Alexander iba a convertirse aquella noche.
El joven contempló la construcción arbórea con gesto sombrío.
—No sé si será suficiente —opinó, y su voz sonó como un gruñido.
Las hadas sonrieron.
—Aún no lo has visto todo, príncipe Alsan —dijo una de ellas—. Mira en su interior.
Alexander se asomó por el único hueco que habían dejado abierto entre los troncos, lo suficientemente grande como para que pudiera entrar una persona. La estancia no era muy amplia, pero las paredes arbóreas parecían sólidas. Le llamó la atención un pequeño hongo de color rosáceo que crecía en el suelo, justo en el centro del recinto. Conociendo a los feéricos, supuso que no lo habían dejado crecer allí por casualidad.
—¿Esto es lo que tenía que ver? —preguntó, con curiosidad.
—Está a punto de liberar sus esporas —respondió el hada—. Para cuando salgan las lunas, todo el suelo estará recubierto de pequeñas setas somníferas. Cuando más patalees, más hongos pisarás, y mayor será tu aturdimiento. Si es cierto que eres tan fuerte como dices bajo tu otro aspecto, no creo que llegues a dormirte del todo; pero tampoco estarás lo bastante despierto como para echar el árbol abajo.
Alexander rogó por que tuviera razón.
Se introdujo en su cárcel vegetal poco antes que se pusiera el último de los tres soles: tal como los feéricos habían predicho, el suelo ya estaba alfombrado de pequeñas setas rosadas. Entró, poniendo cuidado en no pisar ninguna. Le harían falta después.
Se acurrucó en un rincón a observar cómo las hadas hacían crecer de nuevo las plantas para encerrarlo del todo. Dos de los troncos se movieron perezosamente y sellaron la entrada. Alexander tuvo un pequeño acceso de pánico cuando las ramas cubrieron por completo el orificio, sumiéndolo en una oscuridad solo rota por la suave luminiscencia fantasmal que emanaba de los hongos. Se dominó y cerró los ojos, aguardando la salida de las lunas.
Podrían haber proseguido el viaje por la noche, puesto que había mucha claridad, pero Jack prefirió descender a descansar al abrigo de las montañas de Celestia. Encendió una hoguera, y entre los dos trataron de hacer más o menos habitable su improvisado campamento. Cuando se hubieron acomodado junto al fuego, ninguno habló durante un buen rato. Jack contemplaba las lunas, pensativo.
—¿Te preocupa Alexander? —dijo Victoria, adivinando lo que pensaba.
—Un poco —admitió él—. Me habría gustado quedarme con él esta noche... para darle apoyo. Pero si hubiésemos esperado hasta mañana, ya no habría podido impedirle que nos acompañase. Y no entiende que no debe venir con nosotros. Ya lo salvé por los pelos de Karevan y de Neliam. No voy a llevarlo de cabeza hasta Wina, porque puede que no tenga tanta suerte la próxima vez.
—Quizá deberías habérselo explicado.
—Lo he intentado, pero ya has visto cómo se ha puesto en la reunión. No he tenido más remedio que pararle los pies. Además, confieso que no me ha gustado ver cómo Gaedalu le apuntaba lo que tenía que decir. No puedo evitarlo: cada día me cae peor esa mujer.
Victoria frunció el ceño, pensativa.
—¿Tú no has notado nada extraño en ella? —preguntó.
—¿Aparte de que se está volviendo cada vez más irritante y desagradable?
Ella sacudió la cabeza.
—Hay algo raro, algo distinto en su forma de actuar. O en ella misma. No sabría decirte de qué se trata. Creo que hablaré con Zaisei al respecto: puede que ella sepa algo.
Jack asintió, pero no dijo nada.
Lejos de allí, en el interior de la prisión de árboles, la bestia en la que se había convertido Alexander aullaba y arañaba las paredes con furia. Odiaba sentirse atrapado, odiaba aquel resplandor espectral que provenía del suelo, y había tratado de apagarlo, pisoteando las setas. Pero eso había sido peor: un olor penetrante y dulzón había inundado su pequeña celda vegetal, ofuscándolo y produciéndole un sordo dolor de cabeza. De modo que ahora se abalanzaba una y otra vez, rabioso, contra los troncos que conformaban las paredes, tratando de echarlos abajo. Los árboles temblaban con cada sacudida, pero permanecían en su sitio, impávidos ante los aullidos de la criatura.
Fuera, Shail lo observaba todo con preocupación. Le había dicho a Zaisei que lo esperara en el Oráculo: sospechaba que los sentimientos de rabia y de ira que emanaban de Alexander la turbarían, de modo que había decidido que era mejor afrontar aquello solo.
Los feéricos que lo acompañaban también se habían presentado voluntarios para vigilar a la bestia encerrada. Se había corrido la voz de lo ocurrido en aquel mismo bosque, meses atrás, en la noche del Triple Plenilunio, y no tenían la menor intención de volver a dejar a aquella criatura suelta por Awa.
No esperaban a nadie más, y por eso les sorprendió ver llegar a la Venerable Gaedalu, justo cuando Alexander embestía de nuevo las paredes de su prisión, ciego de furia asesina. Los feéricos estaban en tensión, vigilando la estabilidad de los árboles, pero Shail se percató de su presencia.
—Madre Venerable, ¿qué hacéis aquí?
La bestia rugió de nuevo, pero Gaedalu no se inmutó.
«He venido a ayudar al príncipe Alsan, mago», respondió.
—Ah..., os lo agradezco en su nombre, pero es peligroso estar aquí. Vuestros rezos le servirán igualmente si los lleváis a cabo en un lugar más seguro.
Gaedalu respondió con una breve risa gutural.
«Mis rezos no le servirán de nada, ni aquí, ni en ninguna otra parte..., ¿me equivoco?»
Shail no supo qué decir.
«Sé cómo controlar a la bestia que se ha instalado en su noble corazón, hechicero. Pero voy a necesitar tu ayuda para llegar hasta él».
Shail se quedó sin habla durante un instante.
—¿Queréis entrar ahí dentro... con él? No puedo permitirlo. Madre Venerable. Está fuera de control.
«Me lo permitirás, porque yo te lo pido», dijo ella, con cierta severidad.
—Lo digo por vuestro bien. Os hará pedazos si osáis acercaros.
«Por eso preciso de tu ayuda. ¿Crees que podrías inmovilizarlo? Solo será un momento. Después, ya no será necesario».
—No podemos abrir la prisión, Madre Venerable —intervino un silfo—. Si escapa...
«No escapará», interrumpió ella; se volvió de nuevo hacia Shail. «¿No oyes cómo sufre? ¿No quieres interrumpir su agonía? ¿O es que acaso vas a dejar que siga así hasta el primer amanecer, teniendo en tus manos la posibilidad de devolverlo a su verdadera forma?»
—¿Devolverlo a su verdadera forma? —repitió Shail—. Ni la magia más poderosa ha sido capaz...
«La magia no tiene nada que ver con esto», cortó Gaedalu, bruscamente. «Ya sabemos que la magia es inútil cuando se trata de resolver problemas realmente importantes. Así que déjame hacer a mí, mago; ha llegado la hora de que tu amigo se acoja al infinito poder de los dioses. ¿Le negarás esa posibilidad?».
Shail no respondió. Ambos, humano y varu, cruzaron una larga, larga mirada. Finalmente, el joven se rindió.
—Muy bien —dijo—, abriremos la celda. Mi magia podrá retenerlo solo durante unos instantes. Después, no puedo hacerme responsable de lo que suceda.
«Será suficiente».
—Espero que sepáis de verdad lo que estáis haciendo, Madre —murmuró Shail.
Los feéricos torcieron el gesto, pero no dijeron nada. Shail se situó ante la celda arbórea, cerró los ojos, respiró hondo y finalmente dijo:
—Estoy listo.
Los feéricos colocaron las manos sobre los troncos de los árboles y entonaron un suave cántico, que quedó ahogado por los gruñidos de la bestia. Lentamente, dos de los troncos fueron separándose.
Alexander se lanzó contra la abertura con furia salvaje. Logró sacar por ella una de las zarpas, una zarpa que tenía tres dedos solamente, y manoteó con violencia, tratando de alcanzar a alguno de los feéricos.
«Esperad», dijo Gaedalu. «Con eso bastará. Inmovilízalo, mago».
Shail, aliviado, realizó el hechizo. Los gruñidos cesaron un instante, y la zarpa quedó colgando, inerte. Gaedalu se acercó, sin miedo, y la tomó entre sus manos.
—Cuidado, Madre Venerable —advirtió una de las hadas. Ella no lo escuchó. Sacó algo de su saquillo y lo puso en torno a la muñeca de Alexander. Le costó cerrarlo, porque era demasiado gruesa, pero finalmente lo consiguió.