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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Papá Goriot (2 page)

BOOK: Papá Goriot
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La quiebra señala el final de una etapa en la vida de Balzac. A partir de aquí decide dedicarse ya de lleno a la literatura, y más concretamente, a la novela; al cabo de poco aparece
Le dernier Chuan
, la primera de las novelas firmadas con su nombre, que ve la luz en 1829 y que constituye su primer éxito.

En este tiempo empieza Balzac a aparecer con la figura conocida y ya con sus extravagancias en el vestir y en la conducta.

En lo físico, era un hombre grueso; no era alto, llevaba la camisa descubierta y mostraba el cuello poderoso, de toro; la expresión del rostro era jovial, con una especie de hilaridad poderosa, de una alegría rabelesiana, y así era su risa; tenía la frente despejada, pero lo que, sobre todo, atraía en aquel rostro eran los ojos. «
Eran ojos
—dice Gautier—
con fuerza para hacer bajar las pupilas a un águila, capaces para leer a través de los muros y en el interior de los pechos, y de fulminar a una fiera encolerizada, ojos de soberano, de visionario, de domador
».

Nos recuerda a Tolstoi y quizás a algunos otros, pero sobre todo, a Tolstoi, del cual afirmaba Gorki que ante aquellos ojos no se podía mentir.

En su casa Balzac vestía siempre su famosa bata, aquella especie de sayón de cachemira con la capucha, sujeta a la cintura por un cordón, como podemos verlo en el retrato que le hizo Louis Boulanger. «
¿Qué fantasía o capricho
—se pregunta Gautier—
le pudo inducir a escoger aquella bata que nunca abandonó?» «Tal vez
—se responde—
era a sus ojos el símbolo de la vida claustral a la cual le condenaban sus fatigas, y casi benedictino de la novela, había adoptado de ellos el hábito
».

No obstante, en la calle, vestía bien, con elegancia —el sastre era para él uno de los oficios importantes en la sociedad de los hombres—, porque el traje, decía, la fachada, era un medio no despreciable para el acceso a las alturas, a los salones y las recepciones, e imprescindible en la carrera del ambicioso; había, con la misma idea, adquirido un piso, que amuebló lujosamente, con una pieza donde trabajaba y recibía a sus amigos.

Por este tiempo había empezado a usar de aquellas pequeñas vanidades de que hemos hablado; se exhibía en público con un chaleco blanco, y muy pronto le verían en el palco de Mr. Berny de la Ópera luciendo aquella prenda; también la corbata blanca, sujeta con una especie de argolla y con el bastón de puño de oro, no menos famoso. Eran manifestaciones, pequeñas vanidades, a las que muchos estarían sujetos. La cosa era bastante corriente, era bastante admitida, entre los locos de la literatura y del arte.

En este sentimiento hemos de situar asimismo la vanidad infantil que mostraba sobre las gracias, en lo físico, de su persona. «
Fijaos en mi nariz
—le decía al pintor Devid d'Angers—, ¡
mi nariz es un mundo
!». Le halagaba asimismo que le alabasen las manos. «
Eran
—dice Gautier—
de una rara belleza, verdaderas manos de prelado, de dedos pequeños y redondos y uñas rosadas y brillantes
». Tenía, en efecto, la coquetería de sus manos, y según Gautier, sonreía de placer cuando se las miraban.

A este propósito recordaba Gautier una anécdota referente a Lord Byron, y a una visita que hizo éste al Sultán. Alí Pachá le dirigió un cumplimiento sobre la pequeñez de sus orejas, indicio, según él, seguro de una condición de raza y aristocracia —no deja de ser verdad—. «
Un elogio como éste
—dice Gautier—
a Balzac, a propósito de sus manos, hubiese halagado al escritor más aún que el elogio de uno de sus libros
».

Según Guzlain, Balzac dijo en cierta ocasión que en cada hombre de genio hay un niño. Lo que no es tan cierto es que fuera él el primero en decirlo. Antes que Balzac, en efecto, hubo alguien, y más de uno, que, si no igual, vinieron a decir lo mismo.

Fueron muchos, en efecto, los que imitaron a Balzac —o él les imitó— en aquellas infantiles vanidades y parece extraño que Gautier se rompa la cabeza para explicarse el motivo, cuando él mismo se hizo famoso con su chaleco rojo, con que se presentaba en recepciones y representaciones, como más adelante se lo haría Wilde con su clavel verde, en aquel París siempre a punto tratándose de escritores o artistas, para admirar y maravillarse.

Eran, en el fondo, pequeñas muestras de vanidad que han podido verse en todas partes, y de que tampoco nosotros hemos estado exentos; recordemos, en el 98, el paraguas rojo de Azorín, la boina de Baroja, el bastón y el sombrero de Maeztu, las patillas y el peinado de Gómez de la Serna, con los cuales, es verdad, hoy se confundiría con el lampista de la esquina.

Una de sus grandes virtudes fue, en Balzac, la actividad, fue su amor al trabajo, en lo cual puede emparejársele con Zola. Ha dicho Thibaudet que Balzac tuvo la religión de la voluntad y Zola la del trabajo; tal vez, mirándolo bien, la afirmación podría aplicarse a ambos y hasta invirtiendo los términos; sólo una cosa les separó al respecto y es que Zola fue metódico y disciplinado, y Balzac desordenado y sin método en cuanto al trabajo. Aquí está su obra como el mejor testimonio.

Trabajó Balzac, tal vez sí, acuciado por la necesidad del dinero, lo que no ocurrió con el autor de
Germinal
, pero no cabe duda que el motivo principal estaba en la fuerza con que sintió su vocación, en la necesidad de crear y de hacerlo sin reposo. El afán del dinero no ha hecho ningún creador; por el contrario, ha hundido a más de un talento.

Balzac trabajaba, en general, por la noche; «
la paz, o la calma, y el silencio necesarios al estudioso
—escribió en una de sus novelas
—, tienen no se sabe qué de dulce y de embriagador, como el amor
…».

Veámosle, en el trabajo, en la pintura que nos traza Gautier: «
Estaba con las piernas envueltas en un usado gamuk, abrigado el busto con un viejo chal de la madre y la cabeza cubierta por una especie de casquete dantesco, del cual sólo la señora Balzac conocía el modelo; con los papeles a la izquierda, la cafetera a la diestra, trabajaba a pecho descubierto, la frente baja, como un buey en el arado, el campo pedregoso y para él todavía no roturado por el pensamiento, en el cual él había de abrir más adelante surcos tan fértiles
».

Lo hacía, sí, como un poseído, sumido totalmente en la tarea, absorto durante horas y horas; a veces hasta el alba, hasta que las primeras luces de la aurora iluminaban la pequeña ventana. Entonces emergía a la realidad; regresaba a la vida, como si volviese de una insondable profundidad, como un buscador de perlas, que, en la embriaguez de los hallazgos, se hubiese olvidado del regreso a la superficie.

Emergía así, extraño a sí mismo, como si despertase de un sueño, como caído de un astro distante, con aquella expresión de «aturdimiento grandioso» que podemos verle en el busto que le hizo Rodin, de que nos habla Zweig de manera tan admirable.

«
Cuando tomaba la pluma
—escribe Gautier—,
ya en la alta noche, en el silencio de la estancia, se olvidaba de todo y entonces empezaba una lucha más terrible que la de Job con el ángel: la de la forma y la idea
».

Era sí una batalla; era aquella batalla de cada noche, de la cual, como se ha dicho, «
salía destrozado y vencedor
».

«
Si algún pasante
—prosigue Gautier—
retardado, hubiese alzado los ojos hacia aquella pequeña claridad vacilante, no hubiese desde luego supuesto que era la aurora de una de las glorias más grandes de nuestro siglo
».

Ahora empezaba ya a ser aquella gloria

«
No obstante
—nos lo dice Gautier
—, los dioses de la fama, los dispensadores de gloria, no le reconocían el mérito; no se había alistado entre los que dirigían entonces el corrillo de las letras
».

En esta época los que movían ruido, los adelantados, fueron los románticos, con Víctor Hugo a la cabeza, y, por esta vez, no era la jefatura poca cosa.

La novedad de la época estaba en ellos; no era, bien mirado, ninguna novedad, como suele ocurrir casi siempre, pero ellos lo proclamaban así y en nombre de ella negaban a Balzac todo mérito, o simplemente, le ignoraban. Lo que valía era sólo lo de ellos. Exactamente como en nuestros días y sin románticos.

En un momento, y todavía poco seguro, llegaron también a turbar al gran novelista; nos lo dice Gautier, que aunque militante del romanticismo, no dejaba de reconocer los méritos del gran novelista y de proclamarlos, lo que no fue en él, cuando menos en los comienzos, pequeño mérito. «
Balzac
—nos dice—,
no obstante la fama que empezaba a gozar entre el público, no era admitido entre los dioses del romanticismo y él lo sabía
».

Con el tiempo, ya famoso y admirado en toda Francia, y con una obra importante en su haber, fue adquiriendo seguridad. «
Sólo lo que hemos realizado
—dice Novalis—
nos da la medida de lo que valemos
». Entonces les lanzaba a los románticos esta afirmación, como un desafío: «
Hay tanto de tragedia en mis dramas burgueses como en vuestras tragedias luctuosas
». Y continuó su camino, de día en día con una seguridad mayor, hasta hacer callar a sus enemigos y despertar en el propio Hugo la admiración. No en balde era Hugo un gran poeta, que quiere decir casi siempre un hombre grande.

Había, sí, llegado el triunfo; muy joven aún, totalmente ignorado, en una carta a su hermana, le resumía el ideal de su vida en dos palabras: ser famoso y ser amado. Las dos esperanzas —o promesas— se cumplieron, a pesar de la opinión de algunos respecto a la segunda. «
La segunda
—se preguntaba Gautier— ¿
se cumplió también
?».

Una de sus prédicas constantes —nos lo dice Gautier— era que de la vida del escritor deben eliminarse las mujeres, ya que el trato con ellas era, afirmaba, una manera de perder el tiempo; añadía que en todo caso, era preferible tratarlas por correspondencia, norma que siguió en parte, y en parte no, como veremos. Nos lo dice Gautier, y que a él, sobre esta materia, la recomendaba la castidad, o la abstinencia, tal vez mejor, o más acomodada el temperamento del autor del
Viaje por España
; afirmaba aún que era ésta una de las condiciones para que un escritor se manifestase con todas sus aptitudes. Si Gautier le citaba nombres de autores famosos que no se habían distinguido precisamente por aquella contención, ni en el amor ni en el placer, él le replicaba rápido: «
Sin las mujeres lo hubiesen hecho mejor y hubiesen conseguido mucho más
».

Parece que en sus días, se creyó en parte en sus palabras. Los amigos de Balzac, cuando menos algunos de ellos, los más íntimos, estaban, nos dicen, convencidos de que el escritor practicó la castidad que recomendaba a los otros, y que no tuvo, a lo máximo, sino amores platónicos, pero Madame de Surville (la hermana de Balzac) sonreía ante esta afirmación con una sonrisa de una delicadeza femenina y llena de púdicas reticencias.

Hoy, después de los últimos descubrimientos, no nos cabe, sobre el particular, la menor duda. Balzac recomendó la castidad, pero no dejó de aprovechar nada. La virtud —si lo era— la dejó a los otros.

Desde muy joven, en efecto, había tenido aventuras con mujeres y alguna con consecuencia, aunque el hecho no parecía preocuparle demasiado.

A los 35 años había tenido una hija de María Daminois, su amante, esposa de Fresnay, a quien, sin duda como compensación del «regalo», dedicó su
Eugenia Grandet
, se la llamó María, como a su madre, María de Fresnay, y Balzac le haría un legado en su testamento.

Se sabe, igualmente, de un hijo reconocido, y que tuvo mucha más importancia en la existencia del escritor; parece que Balzac mostró siempre por él un gran afecto, un afecto verdaderamente paternal, y aún se pretende que de él —de este amor— nació en mucha parte su Papá Goriot.

Aparte de esto, nunca, a través de su vida, cesó un momento en el trato con las mujeres, más o menos íntimo, según lo que ellas permitían y en este tiempo se sabe que lo tenía con más de una; se trataba casi infaliblemente de damas de la alta sociedad, a las que recibía en su casa, sin contar su amor con la condesa Hanska, que, aunque tardíamente, había de terminar al fin en matrimonio.

Hacía algún tiempo había recibido Balzac una carta de una desconocida; esta desconocida resultó ser la marquesa de Castries, buen aliciente para sus ambiciones, para su vanidad.

Se ha dicho que llevado por aquella amistad, Balzac renunció a sus ideas liberales y se pasó a los legitimistas, del partido de los cuales era jefe el tío de la joven marquesa.

A mi juicio, el cambio no le costó, si es que hubo cambio; la nueva posición respondía mejor a sus ideas y sentimientos; Balzac se apartaría de la marquesa —le hizo apartar ella—, pero no se apartaría ya de aquel ideal en lo poco que le consagró.

Sea como fuere, y llevado por la nueva situación, no sólo adoptó las ideas: Balzac se presentó incluso como diputado por Angulema y Cambrai para recoger el primer fracaso; todavía reincidiría; no conseguiría nada y volvería ya definitivamente a lo suyo: a la novela. Tal vez, con el tiempo, aquel fracaso le alegró; él lo había dicho, o lo diría, con respecto a la vocación de un hombre: que era preciso podar todas las ramas a favor de la principal para que el árbol se desarrolle con toda su fuerza.

Las relaciones con la marquesa duraron, no obstante, algún tiempo, y parece que Balzac llegó incluso a forjarse con respecto a ella muchas ilusiones; tal vez hubo otras mujeres; en este tiempo, se ha dicho, acarició proyectos de matrimonio de interés —siempre lo fueron—; no cabe duda que en ellos figuró también la marquesa de Castries.

Fracasó, no obstante, en el propósito, si lo hubo, como parece; la joven aristócrata le hizo, al parecer, objeto de desprecio, y si no tanto, se mostró con él reservada y cicatera, y Balzac, ya famoso y no sin orgullo, se retiró.

Continuaba aún manteniendo relaciones con la señora de Berny, separada ahora del marido, ya anciana y enferma del corazón, y en cuya casa pasaba Balzac temporadas.

Cuando se sentía fatigado, decepcionado, perseguido por los acreedores, o sufriendo una contrariedad, Balzac volvía a la vieja amistad; se consolaba y cobraba fuerzas para la lucha.

Hacía ya algún tiempo, en la plenitud de sus triunfos, Balzac había recibido una carta de una admiradora; procedía de Polonia, e iba firmada «la Extranjera», en la cual Balzac, con su afición al misterio y a las grandezas, adivinó en seguida a la dama de alcurnia, y detrás, la gran aventura de su vida.

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