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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Papá Goriot (9 page)

BOOK: Papá Goriot
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Entre estos dos personajes y los otros, Vautrin, el hombre de cuarenta años, el de las patillas teñidas, servía de transición. Era uno de esos hombres de los que dice la gente: «¡He ahí un buen mozo!». Tenía anchas las espaldas, el pecho bien desarrollado, los músculos bien marcados, manos compactas, cuadradas y bien marcadas en las falanges de los dedos por ramilletes de pelos de un color rubio ardiente. Su rostro, surcado por arrugas prematuras, ofrecía señales de dureza que estaban desmentidas por sus maneras ágiles. Su voz, de bajo, en armonía con su carácter alegre, no resultaba en modo alguno desagradable. Era amable y risueño. Si una cerradura funcionaba mal, pronto la había desmontado, arreglado y vuelto a montar, diciendo: «Esto es cosa mía». Por otra parte, todo lo conocía: los barcos, el mar, Francia, el extranjero, los negocios, los hombres, los acontecimientos, las leyes, los hoteles y las prisiones. Era muy servicial. Había prestado varias veces dinero a la señora Vauquer y a algunos huéspedes; pero las personas a quienes favorecía antes morirían que dejar de devolverle lo que les había prestado, tan grande era el temor que su mirada profunda y resuelta inspiraba a pesar de su aire benévolo. Por el modo de escupir denotaba una sangre fría imperturbable que no había de hacerle retroceder ante un crimen con tal de salir de una situación equívoca. Cual juez severo, sus ojos parecían ir al fondo de todas las cuestiones, de todas las conciencias, de todos los sentimientos. Sus costumbres consistían en salir después de desayunar, regresar para comer, ausentarse toda la tarde y volver hacia medianoche, con ayuda de una ganzúa que le había confiado la señora Vauquer. Sólo él gozaba de este favor. Pero también él era quien se hallaba en mejores relaciones con la viuda, a la que llamaba mamá, cogiéndola por el talle, halago que la gente comprendía muy poco. La buena mujer creía que era cosa fácil, mientras que sólo Vautrin tenía en realidad los brazos lo suficientemente largos para apretar aquella pesada circunferencia. Un rasgo de su carácter era el de pagar generosamente quince francos al mes por un suplemento en el postre. Gente menos superficial que aquellos jóvenes arrastrados por los torbellinos de la vida parisiense, o aquellos viejos indiferentes a quienes no les afectaba Vautrin. Este sabía o adivinaba los asuntos de aquellos que le rodeaban, mientras que nadie podía penetrar ni sus pensamientos ni sus ocupaciones. Aunque hubiera arrojado su aparente benevolencia, su constante complacencia y su alegría como una barrera entre los demás y él, a menudo dejaba traslucir la espantosa profundidad de su carácter. A menudo una salida digna de Juvenal, con la que parecía complacerse en burlarse de las leyes, fustigar a la alta sociedad y convencerla de inconsecuencia consigo misma, debía hacer suponer que guardaba rencor al estado social y que había en el fondo de su vida algún misterio cuidadosamente oculto.

Atraída quizá, sin saberlo, por la fuerza del uno o por la belleza del otro, la señorita Taillefer repartía sus miradas furtivas y sus pensamientos secretos entre aquel cuarentón y el joven estudiante; pero ninguno de ellos parecía pensar en ella, por más que de un día a otro el azar pudiera cambiar su situación y hacer de ella un buen partido. Por otra parte, ninguna de aquellas personas se molestaba en comprobar si las desgracias alegadas por una de ellas eran falsas o verdaderas.

Todas tenían las unas para con las otras una indiferencia mezclada con una desconfianza que resultaba de sus situaciones respectivas. Se sabían impotentes para aliviar sus penas, y todas, al contárselas, habían agotado la copa de las condolencias. Parecidas a viejos cónyuges, ya no tenían nada que decirse. No les quedaba, pues, más que las relaciones de una vida mecánica, el juego de unos engranajes sin aceite. Todas debían pasar sin detenerse por delante de un ciego, escuchar sin emoción el relato de una desgracia, y ver en una muerte la solución de un problema de miseria que les dejaba indiferentes ante la más terrible agonía. La más feliz de estas almas desoladas era la señora Vauquer, que se hallaba en la presidencia de aquel hospicio libre. Sólo para ella aquel jardincillo, que el silencio y el frío, la sequía y la humedad hacían vasto como una estepa, era un risueño vergel. Sólo para ella poseía delicias aquella casa amarilla y sombría. Alimentaba a sus penados ejerciendo sobre ellos una autoridad respetada. ¿Dónde habrían podido aquellos pobres seres encontrar en París, por el precio que ella se los daba, unos alimentos sanos, suficientes, y un apartamento que ellos eran libres de convertir, si no en un apartamento elegante y cómodo, por lo menos limpio y salubre? Aunque ella se hubiera permitido una injusticia manifiesta, la víctima la habría soportado sin quejarse.

Una reunión parecida debía ofrecer y ofrecía en miniatura los elementos de una sociedad completa. Entre los dieciocho comensales se encontraba, como en los colegios, como en el mundo, una pobre criatura rechazada, sobre la que llovían las bromas. Al comenzar el segundo año, esta figura convirtióse para Eugenio de Rastignac en la más destacada entre todas aquellas en medio de las cuales estaba condenado a vivir aún dos años. Esta figura era el antiguo fabricante de fideos, papá Goriot, sobre cuya cabeza un pintor, como el historiador, proyecta toda la luz del cuadro. ¿Por qué azar ese desprecio mezclado con odio, esa persecución mezclada con piedad, esa falta de respeto habían afectado al más antiguo de los huéspedes?

¿Había dado él lugar para algunos de aquellos ridículos que la gente perdona menos que los vicios? Estas preguntas afectan muy de cerca a las injusticias sociales. Quizás es propio de la naturaleza humana hacer soportarlo todo a aquel que todo lo sufre por humildad verdadera, por debilidad o por indiferencia. ¿No nos gusta acaso demostrar nuestra fuerza a expensas de alguien o de algo?

Papá Goriot, anciano de sesenta y nueve años, habíase retirado a la casa de la señora Vauquer en 1813, después de haber abandonado los negocios. Primero había tomado el apartamento ocupado por la señora Couture, y pagaba entonces mil doscientos francos de pensión, como hombre para quien cinco luises más o menos eran una bagatela. La señora Vauquer había arreglado las tres habitaciones de aquel apartamento mediante una cantidad previa que pagó, según dicen, el valor de un mal mobiliario compuesto de cortinas de algodón amarillo, sillones de madera barnizada tapizados de terciopelo de Utrecht, algunas pinturas a la cola y unos papeles que las tabernas de los suburbios rechazaban. Quizá la despreocupada generosidad que puso en dejarse atrapar papá Goriot, que por aquel entonces era llamado respetuosamente señor Goriot, le hizo considerar como un imbécil que no entendía de negocios. Goriot llegó provisto de un guardarropa bien abastecido, el magnífico ajuar del negociante que no quiere privarse de nada al retirarse del comercio. La señora Vauquer había admirado dieciocho camisas muy finas, cuya calidad resaltaba aún más porque el antiguo fabricante de fideos llevaba en la pechera dos agujas unidas por una cadenilla, y cada una de las cuales llevaba un diamante de gran tamaño. Ordinariamente llevaba un traje azul, y todos los días se ponía chaleco de piqué blanco, bajo el cual fluctuaba su vientre piriforme y prominente, que hacía rebotar una pesada cadena de oro provista de dijes. Su petaca, también de oro, contenía un medallón lleno de cabellos que en apariencia le hacían culpable de algunas aventuras. Cuando su esposa le acusó de ser un tenorio, él dejó vagar sobre sus labios la alegre sonrisa del burgués que se siente halagado.

Sus armarios fueron llenados por las numerosas piezas de plata de su hogar. Los ojos de la viuda se iluminaron cuando le ayudó complaciente a desembalar y colocar en orden los cucharones, las cucharas, las vinagreras, las salseras, varias fuentes, en fin, piezas más o menos bellas, que valían cierto número de marcos, y de las que él no quería desprenderse. Estos regalos le recordaban las solemnidades de su vida doméstica. «Esto —dijo a la señora Vauquer guardando una fuente y una pequeña escudilla cuya tapa representaba dos tortolillas que se daban el pico— es el primer regalo que me hizo mi mujer el día de nuestro aniversario. ¡Pobrecilla!, consagró a este regalo sus economías de soltera. Veis, señora, preferiría cavar la tierra con mis uñas a desprenderme de esto. Gracias a Dios podré tomar en esta escudilla mi café todas las mañanas durante el resto de mi vida. No puedo quejarme». En fin, la señora Vauquer había visto muy bien, con sus ojos de urraca, ciertas inscripciones en el libro mayor que, vagamente sumadas, podían representar para el excelente Goriot una renta de unos ocho a diez mil francos. A partir de aquel día, la señora Vauquer, de soltera De Conflans, que entonces tenía cuarenta y nueve años efectivos y sólo aceptaba treinta y nueve, tuvo algunas ideas. Aunque el lagrimal de los ojos de Goriot estuviera hinchado, colgante, lo cual le obligaba a secárselos con bastante frecuencia, ella le encontró aspecto agradable y como es debido. Por otra parte, sus mejillas carnosas, salientes, pronosticaban, lo mismo que su larga nariz cuadrada, cualidades morales a las que parecía dar gran importancia la viuda, y que venían confirmadas por la cara lunar e ingenuamente tonta del buen hombre. Debía de tratarse de un animal sólidamente estructurado, capaz de gastar toda su inteligencia en sentimiento. Sus cabellos en forma de alas de pichón, que el peluquero de la Escuela Politécnica iba a empolvarle todas las mañanas, dibujaban cinco puntas sobre su baja frente y adornaban bien su cara.

Aunque un poco palurdo, sabía tomar de un modo elegante su rapé, lo aspiraba como hombre que estuviera seguro de tener su petaca siempre llena de macuba, y el día en que el señor Goriot se instaló en casa de ella, la señora Vauquer se acostó por la noche ardiendo en el fuego del deseo de abandonar el sudario de Vauquer para renacer convertida en una Goriot. Casarse, vender su pensión, dar el brazo a aquella fina flor de burguesía, convertirse en una dama notable en el barrio, pedir limosna para los indigentes, hacer pequeñas partidas el domingo con Choisy, Soissy y Gentilly; asistir a los espectáculos que quisiera, en butaca de palco, sin tener que aguardar las entradas de autor que le daban algunos de sus huéspedes, en el mes de Julio; soñó todo el Eldorado de los pequeños hogares parisienses. No había confesado a nadie que tenía cuarenta mil francos, acumulados céntimo sobre céntimo. Ciertamente, desde el punto de vista financiero, considerábase un buen partido. «Por lo demás, bien valgo ese buen hombre», díjose, volviéndose del otro lado en la cama, como para asegurarse de los encantos que la gorda Silvia encontraba cada mañana moldeados en hueco. Desde aquel día, durante unos tres meses, la viuda Vauquer aprovechóse del peluquero del señor Goriot e hizo algunos gastos de «toilette», justificados por la necesidad de dar a su casa cierto decoro en armonía con las personas honorables que la frecuentaban. Puso un gran empeño en cambiar el personal de su pensión, con la pretensión de no aceptar en adelante más que a las personas más distinguidas en todos conceptos. Si se presentaba un extraño, ella le alababa la preferencia que le había dispensado el señor Goriot, uno de los negociantes más notables y más respetables de París. Distribuyó unos prospectos en los que se leía: «Casa Vauquer, una de las pensiones más antiguas y más apreciadas del barrio latino. Tiene una vista de las más agradables del valle de los Gobelinos (se le divisa desde el tercer piso) y un lindo jardín, en el extremo del cual se extiende una avenida de tilos».

Hablaba en el prospecto de los buenos aires y de la soledad. Este prospecto le trajo a la señora condesa de Ambermesnil, mujer de treinta y cinco años, que aguardaba la liquidación de tina pensión que se le debía en calidad de viuda de un general muerto en los campos de batalla. La señora Vauquer cuidó de la mesa, encendió lumbre en los salones por espacio de casi seis meses y cumplió lo prometido en su prospecto. Así, la condesa decía a la señora Vauquer, llamándola querida amiga, que le procuraría la baronesa de Vaumerland y la viuda del coronel conde Picquoiseau, dos de sus amigas, que vivían en el Marais en una pensión más cara que la Casa Vauquer. Por otra parte, estas damas vivirían con mucho mayor desahogo cuando las Oficinas de la Guerra hubieran terminado su trabajo. «Pero —decía— las Oficinas no terminan nada».

Las dos viudas subían juntas, después de comer, a la habitación de la señora Vauquer y charlaban allí un rato mientras bebían licor de grosella y comían algunas golosinas reservadas para el paladar de la dueña. La señora de Ambermesnil aprobó los proyectos de su patrona con respecto a Goriot, proyectos excelentes, que, por otra parte, ella había adivinado desde el primer día; parecíale un hombre perfecto.

—¡Ah!, querida amiga, un hombre sano como mis ojos —decíale la viuda—, un hombre perfectamente conservado y que aún puede dar gran satisfacción a una mujer.

La condesa hizo generosamente algunas observaciones a la señora Vauquer con respecto a su modo de arreglarse, que no estaba en consonancia con sus pretensiones.

—Debéis poneros en pie de guerra —le dijo.

Después de muchos cálculos, las dos viudas fueron juntas al Palacio Real, donde compraron, en las Galeries de Bois, un sombrero de pluma y un gorro. La condesa llevó a su amiga al almacén de La Petite Jeannette, donde escogieron un vestido y una echarpe. Cuando estas municiones fueron empleadas y la viuda estuvo bajo las armas, parecía completamente la muestra del
Boeuf à la mode
.

Sin embargo, encontróse cambiada tan en favor suyo, que, aunque poco inclinada a hacer regalos, creyendo estar en deuda con la condesa, le rogó que aceptase un sombrero de veinte francos. Contaba, a decir verdad, con utilizarla para sondear a Goriot y hacer que la alabara delante de éste. La señora de Ambermesnil prestóse muy amistosamente a esta maniobra y sonsacó al antiguo fabricante de fideos, con quien logró tener un coloquio. Pero después de haberlo encontrado púdico, por no decir refractario a las tentativas que le sugirió su deseo particular por seducirle por su propia cuenta, salió sublevada de su grosería.

—Ángel mío —le dijo a su querida amiga—, ¡no podríais sacar nada de ese hombre! Es ridículamente terco; es un avaro, un animal, un tonto, que no os daría más que disgustos.

Hubo entre el señor Goriot y la señora condesa de Ambermesnil tales cosas que la condesa no quiso siquiera encontrarse con él. Al día siguiente partió olvidándose de pagar seis meses de pensión y dejando unos objetos de escaso valor. Por mucho ahínco que la señora Vauquer pusiera en sus pesquisas, no pudo obtener en París ningún informe sobre la condesa de Ambermesnil. Hablaba a menudo de este deplorable asunto, lamentándose de su exceso de confianza, aunque fuese más desconfiada que una gata; pero parecíase a muchas personas que desconfían de su prójimo y se entregan al primero que llega. Hecho moral extraño, pero verdadero, cuya raíz es fácil de encontrar en el corazón humano. Quizá ciertas personas ya no tienen nada que ganar junto a aquellas con las cuales viven; después de haberles mostrado el vacío de su alma se sienten secretamente juzgadas por ellas con una severidad merecida; pero experimentando una invencible necesidad de halagos, o devoradas por el afán de parecer que poseen las cualidades de que carecen, esperan sorprender la estimación o el corazón de aquellos que les son extraños, con el peligro de verse un día desengañadas.

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