Read Papá Goriot Online

Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Papá Goriot (7 page)

BOOK: Papá Goriot
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Y luego, muy dulce, casi arrepentido: Pero no… Dios las castigará, pero él saldrá en defensa de sus hijas ante Dios. «
Después de todo son inocentes, amigo mío. Decidlo en voz alta a todo el mundo: que no las atormenten después a causa del padre, Todo es culpa mía, pues ya de pequeñas las acostumbré a pisotearme
».

Todavía se aferra a la ilusión; lo necesita para no morir, y cuando Rastignac regresa de su tentativa infructuosa: «
Dígame cómo estaban. No sabían nada de mi enfermedad, ¿verdad? No habrían podido bailar. ¡Pobres hijas mías!». «¡Los médicos! ¡Qué vengan los médicos
!» —clama súbitamente, sin transición—. «
¡Cortadme la cabeza y dejadme el corazón!». «¡Mis hijas! ¡Mis hijas! ¡Delfina! ¡Anastasia! Quiero verlas. ¡Enviadlas a buscar por la policía! ¡Qué las traigan a la fuerza! La justicia está de mi parte: la naturaleza, el código. ¡Protesto! La patria perecerá si los padres se ven despreciados. ¿Quién no lo ve? La sociedad, el mundo se apoyan en la paternidad; si los hijos dejan de querer a sus padres, todo se hundirá
».

Y cuando Rastignac, no pudiendo más, le promete ir a buscarlas: «
¡A la fuerza! ¡A la fuerza! ¡Acuda usted a la policía! ¡Hágalo todo! Diga usted al Gobierno, al procurador del Rey, que me las traigan, que quiero verlas. Pero ¿es que no saben lo que es pasar sobre el cadáver de su padre? Hay un Dios en los cielos, y a los padres los vengan a pesar nuestro
». Y otra vez, como queriendo disculparlas, volviéndose contra los yernos: «
Padres, pedid a las cámaras que hagan una ley sobre el matrimonio. ¡No caséis a vuestras hijas, ni los queráis. El yerno es un canalla que todo lo echa a perder en una hija, todo lo ensucia. No más casamientos
…!». Y el consejo a Rastignac: «
Querido amigo, no se case usted, no tenga hijos
».

Es un clamor; es un grito del alma herida, y desde la humilde habitación de la pensión Vauquer parece resonar a través de los tiempos, por los espacios, sobre el nacer y el morir de los hombres, y aún hoy continúa resonando, y aquí parece oírse de nuevo el eco de la voz terrible del rey Lear, en el verbo —en la ira— del gran poeta de Inglaterra.

Todavía Rastignac hace una última tentativa, manda a un criado para que avise a las hijas; la una estaba ocupada con su esposo en negocios importantes; no le han podido recibir; la otra regresó tarde del baile; no han querido despertarla por miedo a su enfado; Rastignac se decide a ir personalmente, pero tampoco él consigue nada. Todo es en vano.

El anciano no verá ya a sus hijas.

Pero quizá… sí, aquí intervendrá la voluntad —la piedad— del autor, y en el momento supremo, ya a punto de traspasar la puerta, los dos amigos, Bianchon y Rastignac, uno a cada lado, le hacen creer que sus cabezas son las cabezas de sus hijas, que han ido al fin a verle, y él acariciándolas, con voz apagada, ya en el cielo, murmuraba: «¡
Ah, ángeles míos
!». Era la última mentira, la última ilusión en aquella vida de ilusiones y de mentiras.

El drama se cierra con suavidad, sin estridencias —ya pasada la tempestad—; la señora de Beauséant se había retirado a un rincón de provincias; papá Goriot se moría. «
Las almas hermosas
—como una oración final—
no pueden permanecer mucho tiempo en este mundo
». Y era verdad; Vautrin iba a la cárcel, y también Rastignac, el bondadoso, el sentimental, desaparecía, moría para renacer en otro, al que encontraremos después convertido en barón, triunfador y rico. Era verdad. «
Las almas hermosas no pueden permanecer mucho tiempo en este mundo
».

Pero el autor no se conformará con esto; no podía conformarse, y sobre el drama, sobre esta tremenda confesión, pondría la corona, el final que reclamaba.

Papá Goriot ha muerto; una de las hijas —sólo una— ha acudido al fin; pero lo ha hecho, como siempre se hace, tarde, en estos casos; se verificó el entierro; Rastignac y Cristóbal, el viejo criado de la pensión, fueron los únicos acompañantes, los únicos que siguieron el coche fúnebre.

Era ya tarde, anochecía. Papá Goriot había sido enterrado, y Rastignac había llorado su última lágrima, «
aquella lágrima arrancada por las santas emociones de un corazón, puro, una de esas lágrimas que donde caen se levantan hasta los cielos
».

Eugenio de Rastignac se había quedado solo; el aire se oscurecía y reinaba «
una humedad irritante
»; el joven dio unos pasos en la soledad, hacia el borde de la elevación. París se extendía frente a él, a sus pies, encendía sus luces. El joven ardía en ira, y una tristeza infinita descendía sobre su corazón; en él había sólo ira y tristeza. Allí estaba el gran enemigo, París, con un temblor de luces extendiéndose por todas partes; sus ojos se detuvieron «
casi ávidamente
» entre la columna de la plaza de Vendôme y la Cúpula de los Inválidos, allí donde vivía aquel mundo deslumbrante —una ciudad dentro de la ciudad, un mundo— en el cual había querido penetrar y había penetrado. Lanzó una mirada sobre aquella zumbante colmena, y como dice el autor: pronunció estas grandes palabras: «
Ahora nos veremos tú y yo
».

Es un gesto, una frase sencilla, pero en ella está toda la angustia, la ira tremenda y contenida de la ignominia presenciada.

La fuerza, la grandeza, se apoya sobre todo, en la motivación; la reacción es simple, pero terrible, porque detrás está la tragedia tremenda del anciano, y la frase se llena de sentido, resuena como un grito.

En este grito nos recuerda Balzac a Dante, también, sobre la cima del recuerdo —no de Montmartre—, lanzando su imprecación sobre la ciudad culpable, la expresión de su ira tremenda, de su tremenda tristeza ante el crimen.

Ahí Pisa, vituperio de la giente!

A través del tiempo, los tres genios, los tres grandes de las letras, parecen juntarse en el mismo gesto —uno sobre un hecho real—, en la misma cólera, en la misma indignación y la misma condena; el uno contra un crimen horrendo; la venganza de una ciudad, y en ella de la humanidad; los otros contra el crimen de la ingratitud, de los egoísmos, de la dureza que se oculta en los palacios, bajo los trajes y las joyas, los halagos aparentes y las sonrisas —la podredumbre de las almas—, y los tres parecen unidos, en su grito, en otro grito semejante, aquel que parece resonar en el dedo de Dios, terrible, acusador e implacable, en los cielos tempestuosos de Miguel Angel.

Aquí estaba, en esta ira y en esta piedad, el mérito de Balzac, y en él, el mérito de esta obra, que ha quedado ya entre las grandes creaciones del genio del hombre.

Sebastián Juan Arbó.

I
Una pensión burguesa

La señora Vauquer, de soltera De Conflans, es una anciana que desde hace cuarenta años regenta una pensión en la calle Neuve-Sainte-Geneviève, entre el barrio latino y el de Saint-Marcel. Esta pensión, conocida bajo el nombre de Casa Vauquer, admite tanto a hombres como mujeres, jóvenes y ancianos, sin que las malas lenguas hayan atacado nunca las costumbres de tan respetable establecimiento. Pero también es cierto que desde hacía treinta años nunca se había visto en ella a ninguna persona joven, y para que un hombre joven viviese allí era preciso que su familia le pasara mensualmente muy poco dinero. No obstante, en el año 1819, época en la que da comienzo este drama, hallábase en Casa Vauquer una joven pobre. Aunque la palabra drama haya caído en descrédito por el modo abusivo con que ha sido prodigada en estos tiempos de dolorosa literatura, es preciso emplearla aquí: no que esta historia sea dramática en la verdadera acepción de la palabra; pero, una vez terminada la obra, quizás el lector habrá derramado algunas lágrimas
intra muros y extra
. ¿Será comprendida más allá de París? Nos permitimos ponerlo en duda. Las particularidades de esta historia llena de observaciones y de colores locales no pueden apreciarse más que entre el pie de Montmartre y las alturas de Montrouge, en ese ilustre valle de cascote continuamente a punto de caer y de arroyos negros de barro; valle repleto de sufrimientos reales, de alegrías a menudo ficticias, y tan terriblemente agitado que se precisa algo exorbitante para producir una sensación de cierta duración.

Sin embargo, encuéntranse en él de vez en cuando dolores que la acumulación de los vicios y de las virtudes hace grandes y solemnes: a su vista, los egoísmos y los intereses se detienen; pero la impresión que reciben es como una fruta sabrosa prestamente devorada. El carro de la civilización, semejante al del ídolo de Jaggernat, apenas retardado por un corazón menos fácil de triturar que los otros y que fija los rayos de su rueda, pronto lo ha roto y continúa su gloriosa marcha. Así mismo haréis vosotros, los que sostenéis este libro con una mano blanca, que os hundís en un mullido sofá, diciéndoos: «Quizás esto va a divertirme». Después de haber leído los secretos infortunios de papá Goriot comeréis con buen apetito, poniendo vuestra sensibilidad a cuenta del autor, tachándole de exagerado, acusándole de poesía. ¡Ah!, sabedlo: este drama no es, una ficción ni una novela.
All is true
, todo es tan verdadero, que cada cual puede reconocer los elementos del mismo en su casa, quizás en su propio corazón.

La casa en la que se explota la pensión pertenece a la señora Vauquer. Está situada en la parte baja de la calle Neuve-Sainte-Geneviève, en el lugar donde el terreno desciende hacia la calle de la Arbalète, con una pendiente tan brusca que raras veces suben o bajan por ella los caballos. Esta circunstancia es favorable al silencio que reina en esas calles apretadas, entre la cúpula del Val-de-Grâce y la cúpula del Panteón, dos monumentos que cambian las condiciones de la atmósfera, proyectando en ella tonos amarillos y volviéndolo todo sombrío con sus tonos severos. Allí el suelo está seco, los arroyos no tienen agua ni barro, la hierba crece a lo largo de los muros. El hombre más despreocupado se entristece allí lo mismo que todos los transeúntes, el ruido de un carruaje se convierte en un acontecimiento, las casas son tétricas, las murallas huelen a prisión. Un parisiense extraviado sólo vería allí pensiones o instituciones, miseria y tedio, vejez que muere, fogosa juventud obligada a trabajar. Ningún barrio de París es más horrible, y digámoslo también, más desconocido.

La calle Neuve-Sainte-Geneviève, sobre todo, es como un marco de bronce, el único que conviene a este relato, para el cual hay que preparar la mente mediante colores pardos, por medio de ideas graves; de modo que de peldaño en peldaño va disminuyendo la luz, y el canto del guía va expirando cuando el viajero desciende a las Catacumbas. ¡Comparación exacta! ¿Quién decidirá lo que es más horrible: corazones resecos o cráneos vacíos?

La fachada de la pensión da a un jardincillo, de suerte que la casa da en ángulo recto a la calle Neuve-Sainte-Geneviève, donde la veis cortada en su profundidad. A lo largo de esta fachada, entre la casa y el jardincillo, hay un firme en forma de canalón, de una toesa de anchura, delante del cual se ve una avenida enarenada, bordeada de geranios, de adelfas y granados plantados en grandes jarrones de mayólica azul y blanca. En la puerta de acceso a esta avenida hay un rótulo, en el que se lee: CASA VAUQUER, y debajo:
Pensión para ambos sexos y demás
. Durante el día, una puerta calada, armada de una vocinglera campanilla, permite advertir al extremo del pavimento, en el muro opuesto de la calle, una arcada pintada en mármol verde por un artista de barrio. Bajo el refuerzo simulado por esta pintura se levanta una estatua que representa al Amor. Bajo el zócalo, esta inscripción, medio borrada, recuerda el tiempo al que se remonta tal obra artística por el entusiasmo que atestigua hacia Voltaire, que regresó a París en 1777:

Seas quien fueres, he aquí tu dueño:

Lo es, lo fue o debe serlo.

Al caer la noche, la puerta calada es sustituida por una puerta llena. El jardincillo, tan ancho como larga es la fachada, se encuentra encajonado por el muro de la calle y por el muro medianero de la casa vecina, a lo largo de la cual pende un manto de yedra que la oculta completamente y atrae las miradas de los transeúntes por un efecto que resulta pintoresco en París.

Cada uno de estos muros se halla tapizado por espaldares y vides cuyas menguadas y polvorientas fructificaciones son objeto de los temores anuales de la señora Vauquer y de sus conversaciones con los huéspedes. A lo largo de cada muralla hay una estrecha avenida que lleva a un grupo de tilos. Entre las dos avenidas laterales hay un parterre de alcachofas flanqueado por árboles frutales y bordeado de acedera, lechuga o perejil. Bajo los tilos hay una mesa redonda pintada de verde y rodeada de asientos. Allí, durante los días caniculares, los huéspedes lo suficientemente ricos para permitirse el lujo de tomar café vienen a saborearlo bajo un calor capaz de empollar huevos. La fachada, de tres pisos y buhardillas, está construida con morrillos y pintada de ese color amarillo que presta un carácter innoble a casi todas las casas de París. Las cinco ventanas practicadas a cada piso tienen pequeños cristales y están provistas de celosías, ninguna de las cuales está levantada de la misma manera, de suerte que todas sus líneas conspiran entre sí. La profundidad de esta casa comporta dos ventanas que en la planta baja tienen como adorno unos barrotes de hierro. Detrás del edificio hay un patio de unos veinte pies de ancho, en el que viven en perfecta armonía cerdos, gallinas, conejos, y al fondo del cual se levanta un cobertizo para guardar la leña. Entre este cobertizo y la ventana de la cocina se cuelga la fresquera, debajo de la cual caen las aguas grasientas del fregadero de la cocina. Este patio tiene en la calle Neuve-Sainte-Geneviève una puerta estrecha por la cual la cocinera echa las basuras de la casa, limpiando esta sentina con gran acompañamiento de agua, so pena de pestilencia.

Naturalmente destinada a la explotación de la pensión, la planta baja se compone de una primera pieza iluminada por las dos ventanas de la calle y en la que se penetra por una puerta-ventana.

Este salón comunica con un comedor que se halla separado de la cocina por la caja de una escalera cuyos peldaños son de madera y ladrillos descoloridos y gastados. Nada hay más triste que ver este salón amueblado con sillones y sillas con una tela a rayas, alternativamente mates y relucientes. Parte de las paredes está tapizada con papel barnizado, que representa las principales escenas de Telémaco, y cuyos clásicos personajes están pintados en colores. El panel, situado entre las ventanas enrejadas, ofrece a los pensionistas el cuadro del banquete dado al hijo de Ulises por Calipso. Desde hace cuarenta años, esta pintura suscita las bromas de los huéspedes jóvenes, que se creen superiores a su posición al burlarse de la comida a la que la miseria les condena. La chimenea de piedra, cuyo hogar siempre limpio atestigua que sólo se enciende fuego en las grandes ocasiones, está adornada por dos jarrones llenos de flores artificiales que acompañan a un reloj de mármol azulado del peor gusto. Esta primera pieza exhala un olor que carece de nombre en el idioma y que habría que llamar olor de pensión. Huele a encerrado, a moho, a rancio; produce frío, es húmeda, penetra los vestidos; posee el sabor de una habitación en la que se ha comido; apesta a servicio, a hospicio. Quizá podría describirse si se inventara un procedimiento para evaluar las cantidades elementales y nauseabundas que en ella arrojan las atmósferas catarrales y
sui generis
de cada huésped, joven o anciano. Bien, a pesar de estos horrores, si lo comparaseis con el comedor, que le es contiguo, hallaríais que este salón resulta elegante y perfumado. Esta sala, completamente recubierta de madera, estuvo en otro tiempo pintada de un color que hoy no puede identificarse, que forma un fondo sobre el cual la grasa ha impreso sus capas de modo que dibuje en él extrañas figuras. En ella hay bufetes pegajosos sobre los cuales se ven botellas, pilas de platos de porcelana gruesa, de bordes azules, fabricados en Tournay. En un ángulo hay una caja con compartimientos numerados que sirve para guardar las servilletas, manchadas o vinosas, de cada huésped.

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